lunes, 26 de noviembre de 2012


Con un abrazo para el doctor Hugo Morales Zúñiga, por
la ausencia física de sus papás.

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA PALABRA ENCUENTRA EN LA ORACIÓN LA LUZ MÁS TENUE

Querida Mariana: ¿cuándo se hace más grande la grieta? Cuando no hay un puente para vislumbrar las alas. El vuelo, niña mía, es lo que define el espacio. Las aves no distinguen entre el aire y la piedra, porque, siempre, vuelan por encima de ellos.
Nuestra patria es el territorio del sueño, ahí donde la mano de nuestra madre inflama la madrugada.
La memoria nos sirve para encajar la puerta que se abría cuando jugábamos que éramos la torre más alta del cielo.
¿En qué instante perdemos el rumbo? Lo extraviamos cuando la escalera tiene rotos sus escalones, cuando el árbol de durazno comienza a florecer a mediodía. Todo, así nos lo enseñan nuestros padres y nuestros abuelos, todo tiene un tiempo. Hay un tiempo para ser roca a mitad del mar; tiempo para dar la vuelta en las esquinas; tiempo para caminar por las calles antes de ir al templo; tiempo para volverse vela de navío o vela de oratorio y confesionario.
La palabra, niña viento, sirve como almohada para quien extravió el vuelo; también sirve para la hora en que el sol se oculta detrás de la montaña. La palabra, niña aire, sirve para enderezar la curva que esquiva el túnel.
La palabra es como una ramita de albahaca para quien se siente solo, para quien es como una maleta en el andén, olvidada. La palabra no tiene motivo para reír cuando falta el triciclo o la línea que traza el camino. Pero sirve como tiovivo para cuando no hay música ni taza de café en la tarde.
Por esto, quienes caminamos sobre terrenos llenos de piedra alzamos la voz y pronunciamos la palabra en silencio. Nos la untamos como si fuese un rayo de sol en invierno; la convertimos en la luz que inflama el camino por donde corre el niño que un día fuimos.
A veces, mi niña de fuego, nos sentamos en medio de un bosque y buscamos las ardillas para jugar con ellas, pero en lugar de lámparas hallamos teclados oscuros y notas de marfil sin dientes. El mundo, niña de madera, está hecho de cristales con vaho, de alfombras rotas y de sillas donde las patas son rodillas de ancianos en busca de adviento.
Cuando todo parece una pared húmeda, cuando todo es como un hueco lleno de cucarachas, es momento de abrir el baúl que nos legó el abuelo y sacar la palabra con su complemento: el silencio. No lo sabemos, los mortales no podemos saberlo, pero el silencio es la palabra más tenue, la más dulce, la que viene de antes, de antes de que el universo fuese la campana que hoy desnuda nuestro cuerpo. El silencio, niña mía, es como la mano que nos da la taza de té, como el labio que nos besa y nos dice: ya, hijo, ya, pasa nada. Porque en la Nada, niña, está concentrado el Todo y por eso, a veces, todo nos sabe a nada.
¿Cuándo se hace más grande la grieta? ¿Cuando nuestro papá y nuestra mamá, desde la reja del jardín de niños, nos dejan solos en el aula? ¿Qué suple el patio de nuestra casa? ¿Qué sucedáneo para el abrazo que nunca vuelve? ¿Sirve de algo la palabra? ¡El silencio, mi niña! Ahí están envueltas todas las palabras y este amasijo, mano de Dios, que nos recuerda: ahí donde estoy yo, ahí la sonrisa y las manos del padre y de la madre.
Silencio, niña. No más, no menos. Albahaca para el cuerpo y para el alma. Silencio.