miércoles, 28 de noviembre de 2012


SIN ALAS DE PAPEL

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un árbol sin hojas y mujeres que son como un árbol sin pájaros (sin albur).
La mujer árbol sin pájaros es como una mano que alisa el papel. Sus ramas son como brazos que intentan alcanzar la blancura del cielo. Cuando advierte que no tiene pájaros asume el prodigio del vuelo y deja sus raíces en el tendedero. Come papitas a la francesa y toma té inglés sólo para rozar el laberinto del deseo. Sabe que las papas francesas son dañinas al cuerpo, pero su espíritu necesita escuchar el simple je t’aime, je t’adore. Necesita escuchar la palabra que rueda como el dedo sobre el balón con que su amado juega una simple cascarita sobre su piel de madrugada.
No acude a antros ni discotecas. Le encanta asistir a “tardeadas”, como si fuese su madre que, en los años sesenta, se subía al columpio del huerto. Las tardeadas de entonces tenían la inocencia del trigo.
A la hora que ama abre los ojos como si fuese una montaña en posición de vuelo; cierra los labios como si la niebla fuese rezo para su cuerpo. La palabra “fin” no significa término, sino objetivo. Por esto, en el cine sabe que cuando aparece la palabra sobre la pantalla significa que todo está por comenzar: el café que reúne mariposas, el vaso de vino que contrae la mano que busca alhelíes en el cabello de su amado, y la luz amarilla que es una preventiva.
No es de las que creen que más vale uno en la mano que ciento volando. Sabe que una parvada en el cielo es más, siempre será más. La línea de alas en vuelo es la promesa de una mejor distancia. ¿Por qué los pájaros no se quedan en su esquina, por qué no le conceden un patio para su lluvia? Tal vez sea porque los “lockers” guardan todo menos la luz; tal vez sea porque la ventana es como el pizarrón para la mirada; tal vez sea porque la silla no alberga frazadas para el frío de tarde.
Le gustan los pasillos, primos hermanos de los túneles y de los laberintos. Le gustan porque siempre tienen un aroma de reloj de pulso.
Cuando escribe cartas asume que la mirada es una nostalgia de viento. Cuando se siente sola sube al arrecife del sueño y se despeña en el silencio. Lo hace porque sabe que el silencio es la cúpula donde no existen carreteras.
La piedra es la sustancia que más le gusta: la piedra que duerme en el fogón, la que sirve para dar filo a la noche, la que danza en el interior de los nichos. Le gusta la piedra por su vocación de gruta, por su gusto de fondo de mar, por su capacidad para soportar todas las huellas, por su oleaje de coco sobre las palmeras.
Le fascina tumbarse sobre una hamaca mientras los cayucos bogan en ríos de tarde. La hamaca la seduce por los huecos que siempre son como alas de gaviotas, que son como campanadas que tejen el mimbre de nuestros deseos.
Ríe, ríe mucho, lo hace cuando baila, cuando aparece una foto en blanco y negro, cuando una mujer avienta besos, cuando un niño lee un libro de cuentos. Ríe, ríe mucho cuando come un chile que pica demasiado, cuando un brazo de río es como una luna para el sueño.
A veces piensa que le gustaría ser vela de velero para recibir el viento y la lluvia sin distingo de encrucijada; piensa que le gustaría ser un aplauso, sin importar si es para el final de la actuación de la orquesta o si es para el principio en que el foco se prende y realiza el milagro de la luz y del fuego.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como rayos de llanta de bicicleta y mujeres que son como hoja seca tirada en el suelo.