sábado, 10 de noviembre de 2012


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE

Querida Mariana: de niño nunca fui al panteón. Mi papá nació en San Cristóbal de Las Casas y mi mamá nació en Huixtla. No teníamos muertitos enterrados acá. La primera vez que fui tenía diez años; estudiaba el sexto de primaria, en la Matías de Córdova, y los maestros nos llevaron a una ceremonia en homenaje a Belisario Domínguez. Al entrar tuve miedo, porque Beto dijo que debajo de esas casitas se pudrían los cadáveres. Nunca había tenido conciencia de la muerte. Cuando se murió mi conejito nunca vi su cadáver. Lloré mucho, pero no vi su cadáver. Para evitar ese impacto de la muerte, en el panteón me dediqué a observar la calzada llena de árboles a los lados. El sol se desparramaba en listones a través de los huecos de las frondas, frondas donde jugaba una multitud de pajaritos. La sombra se derramaba generosa sobre la calzada y sobre nosotros, niños con uniforme blanco. Ya no tuve miedo. Olvidé los cadáveres que se pudrían en las tumbas. Beto, que era un niño muy listo, dijo que esa calzada era como la Calzada de los Muertos, de Teotihuacán. Nosotros no sabíamos dónde quedaba Teotihuacán, pero a mí me gustó la comparación y cuando regresé a casa, a la hora en que Sara entró con el pumpo de tortillas al comedor, conté que había estado en la “Calzada de los Muertos”. Ella se puso lívida, dejó el pumpo sobre la mesa y salió corriendo, como alma que lleva El Sombrerón.
Desde ese día supe que los muertos tenían un color lívido. Jamás había visto un muerto “en vivo”. Mis imágenes de muertos pertenecían a imágenes cinematográficas. Con los amigos íbamos al Cine Comitán o al Cine Montebello y, de vez en vez, veíamos alguna película de Drácula o de Santo, el enmascarado de plata, contra las momias de Guanajuato. Todo lo relacionado con la muerte era de color translúcido, como si las caras y las manos estuvieran forradas con cáscara de cebolla. Beto (siempre Beto) me contó que era porque esos seres no tenían sangre. Por esto, Drácula y demás vampiros debían chupar sangre para permanecer con vida. Con razón el vampiro gringo, Bela Lugosi, después de prenderse de la nuca de una muchacha bonita se ponía cachetoncito, como cuch en ceba.
Comencé a ir al panteón a partir del fallecimiento de mi papá, cuando ya tenía más de treinta años de edad. Bien dice Gabriel García Márquez que uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra. Al otro día de la muerte de mi papá entendí que un lazo eterno me unía a esa calzada. Ya no iría al panteón sólo a rendir homenaje a don Belis, sino que iría para honrar la memoria de mi padre. El otro día fui al panteón el mero Día de Muertos y comprendí que los cientos y cientos de familias que acuden van a rendir memoria a su memoria. Van a pepenar, en medio de la música de mariachi, de marimba o de trío, el hilo que un día el destino trozó; van a hurgar, en medio del polvo, del tequila, de la cerveza, de la barbacoa, de la olla podrida y de la calabaza en dulce, el pozo de la soledad.
¡El Día de Muertos es un Día de Vivos! Hay tal manifestación de vida que ésta se desborda por encima del aroma de la juncia y del amarillo del jutús. ¡Ah, qué guateque tan sabroso, tan de regreso al origen! La gente prende veladoras para que el difunto no confunda el camino, y pone los guisos que prefirió en vida para que el olor lo guíe. Queremos que el difunto regrese, con la misma tranquilidad que lo hacía cuando salía en la mañana con rumbo a la chamba, a la escuela o a comprar tortillas. Así creemos que volverá su almita. Por eso la lápida del panteón (que hace las veces de mesa) está llena de juguetes o de cervezas bien frías y de lonjas de chicharrón de hebra. Al principio nadie llora. Al contrario. Vi, te lo juro que vi, a una familia, como de diez o más integrantes, jugar barajas, en medio de los pitutazos de tequila y de las carcajadas. ¿Alguien recordaba el hueco de la muerte? No, no, todo mundo andaba en el jolgorio de la vida, saludando al difunto, conviviendo con él.
Claro, cuando el tequila hace su efecto, la marea sube y la nostalgia se enreda en el espíritu. Entonces vi, te juro que vi, a dos hombres abrazados, con cerveza en mano, llorando la ausencia. A esa hora de la tarde hace falta la madre para que le diga al hijo que se coloque la bufanda, que no regrese tan tarde, que se cuide, qué no mira que en la calle hay tanto peligro. Pero, a esa hora de la tarde, ahí en el panteón, la madre está bien muerta y ya no puede hacer la recomendación al hijo para que cambie de “juntas”, no mirás que esos tus amigotes están echados al mal; no mirás que esa muchacha no te conviene. Ya no hay madre para hacer un tantito de luz en el camino, tal vez por esto algunos hijos se echan al desmadre. El hueco de la ausencia se hace cada vez más intenso, llega a ser como un desfiladero, como un vacío sin puente.
Fui al lugar de la muerte y descubrí la vida. Como la poesía está enredada en la vida, los poetas hablan de la muerte como si hablaran de la vida. Tal vez un deslumbre de muerte hace la luz en su palabra. Cuando Rosario Castellanos recibió el impacto de la ausencia, a través de la muerte de su hermanito, recibió a la vez la flama de la creación. Desde entonces todo sería una constante reflexión acerca de esa hendidura que nunca se tapona. En el poema “Amor” dice: “El que se va se lleva su memoria, / su modo de ser río, de ser aire, / de ser adiós y nunca”. ¡Pucha! ¿Mirás? El adiós del amor es casi casi la muerte. Cuando alguien muere se lleva “su modo de ser río, de ser aire, de ser adiós y nunca”. Dice Rosario que también se lleva su memoria, pero, ay, la memoria es el trozo de viento al que podemos asirnos. Por esto, cuando es Día de Muertos, los sobrevivientes vamos al panteón y tratamos de hurgar en el polvo, en los huesos, para recuperar un cachito de la vida del muerto. Y, mientras el trío interpreta la canción que más le gustaba al difuntito: “…voy por la Vereda Tropical, la noche llena de quietud, con su perfume de humedad…”, el hijo busca en el hueco de la soledad alguna luz, alguna huella que le diga que ahí, adentro de su corazón hay un hilo que puede, a la forma del relato de Ariadna, recuperar el camino que caminó el ausente.
No es casualidad que uno de los más altos poemas de la literatura española sea “Muerte sin fin”, de José Gorostiza. Los críticos dicen que está por encima de “La muerte del Mayor Sabines”. Y esto es así, porque Gorostiza no nos pone frente a la carne en pudrición sino frente al alma desgajada. La muerte no es la carne que se deshace, es la flama que calla. “Mas nada ocurre, no, sólo este sueño / desorbitado / que se mira a sí mismo en plena marcha”. ¡Uf! Cuánto silencio en la palabra de Gorostiza, cuánta ansiedad, cuánto deseo de estirar la mano para coger el hilo.
Estuve en el panteón hasta las siete de la noche. La calzada estaba iluminada, por lámparas y por las huellas de los caminantes que, con bolsas de deshechos, ya de botellas vacías y pasos trastabillantes, emprendían el regreso a casa. La calzada estaba iluminada, pero las tumbas alrededor acusaban una oscuridad apenas disimulada por algunas veladoras. Tuve la certeza de que los difuntos ya se habían ido y no volverían sino hasta el siguiente año. Los difuntos volvieron a guardarse en sus tumbas de siempre, como si fueran pájaros enjaulados. A esa hora las risas habían callado, estaban muertas también. El frío de noviembre era una losa más sobre nuestro cuerpo y sobre nuestra alma. Me subí el cuello de la chamarra. Malena dijo: “no te vaya a dar mososuelo”. Caminé tantito más allá de la calzada. Lo hice como si fuese el niño de diez años, con miedo. Ya el panteón olía a meados, a trago, a agua podrida. Caminé algunos metros y volví a la luz. “¿Por qué regresaste tan pronto?”, preguntó Esther. “¡Ah, porque ya terminó de orinar!”, dijo Alfonso. No, dije yo, es que ya hay cagadas en los pasillos. ¡Mentira! Regresé porque no soporté ese aire de ausencia. La soledad de las tumbas en la oscuridad tiene el olor a caca, a sangre y a vómito que siempre tiene la muerte. Tiene un olor a moho, a piedra húmeda, a madera podrida, a hueco sin fondo.
Mientras recorrí el panteón en la tarde miré a las mujeres que con una bolsa en la mano ofrecían juncia. Alfonso dice que esas mujeres van y quitan la juncia de otras tumbas y vuelven a venderlas. ¿Será? Bueno, digo yo, ¿qué daño hacen? El difunto ya no puede ver si le están robando la juncia o las flores. En la muerte todo vuelve a tomar su verdadera esencia. Nada importa, sólo la oscuridad, sólo lo infinito. Por supuesto, mi niña bonita, que los vivos no entendemos la esencia de la vida concentrada en la muerte y por eso andamos todo el día envueltos en nuestros afanes de poseer una mejor casa, un mejor auto, el mejor celular, el mejor viaje.
Mientras recorrí el panteón en la tarde miré a los niños, con una máscara, pedir: “calaverita, tía”. Si la tía les daba una moneda, alegres, decían: “¡Que viva la tía!”, si la tía, con cara de árbol seco decía: “No tengo”. Los niños caminaban unos pasos y gritaban: “¡Que muera la tía!”. ¡Dios mío! Esto último pudiera parecer una maldición eterna en el patio de la casa de doña Muerte. Por esto, Alfonso siempre tuvo una moneda para darles. Tal vez le sirvió de conjuro ese grito de: “¡Que viva el tío!”.

Posdata: Paquito me contó que un grupo de intelectuales comitecos estaba en el café de la Casa de la Cultura filosofando acerca del tema: ¿qué hay después de la muerte? David, en pose de Aristóteles, decía que después de la muerte tal y tal cosa, mientras Ernesto argumentaba que no, que después de la muerte tal y tal cosa. Entonces, Romeo que pasaba por ahí, con el cigarro entre los dedos, oyó el tema, jaló una silla y dijo: “¿Qué hay después de la muerte? Ah, es muy simple, después de la muerte está el barril, luego el valiente, el cazo y ¡lotería!”.
¿Qué hay después de la muerte? ¡El hoyo en el panteón! ¿Cómo regresa el difunto que es incinerado? Debe haber un prodigio que lo convierte en nube viajera, porque el Día de Muertos todo mundo muerto ¡regresa! Nadie se queda en sus tumbas, nadie en sus urnas. Todo mundo regresa a darle vuelo a la hilacha. El que fue medio bolo vuelve a echar trago, la que fue de ojitos alegres le agarra las pompas a los vivos y se soba como gata por los muslos del compadre. ¡Ah, los muertos! Ese día están más vivos que los vivos.
De niño nunca corrí entre las tumbas. Ahora, viejo, tampoco lo hago. Lo que ahora sí hago es depositar una flor en la tumba de mi padre. Es la gana de decirle que me hace falta, mucha falta, que quisiera volver a sentir el agua tibia de su río infinito, decirle que lo quiero mucho, pero ¡no se puede! El vacío del universo es la Nada total, la ausencia definitiva. Nunca vi el cadáver de mi conejito. Nunca, nunca lo veré.