sábado, 24 de noviembre de 2012


CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL SOL CALIENTA LOS PATIOS EN INVIERNO

Querida Mariana: una canción de Raphael, el divo de Linares, habla de la tragedia y de la felicidad de las cartas. Las cartas contienen la vida y la vida contiene la luz y la sombra. La otra noche sonó mi teléfono. Era Tony Guillén: “¡murió El Chenco!”, me dijo. El Chenco es Héctor Manuel Sánchez Morgan. No sé si era chenco (zurdo) o si le decíamos así porque un hermano mayor es el famoso zurdo del básquetbol comiteco, el famoso “Chenco”.
“A veces llegan cartas con sabor amargo, con sabor a lágrimas…”, dice la canción de Raphael. Ahora poca gente escribe. Ahora todo es a través de celulares o de mensajes en el facebook. De todos modos, a veces, los mensajes tienen el sabor de la ceniza. El otro día Cecy Cordero escribió en el facebook: “estoy triste por el fallecimiento de una prima con la que tuve muchas coincidencias y quise mucho”. Hablaba de Tenchita Córdova Cordero. También lamento el deceso. ¡Dios mío!, esta carta se está convirtiendo en un obituario, porque días atrás, Paty, mi Paty, me llamó por teléfono y me dijo: “Ay, Molis, se murió el papá del doctor Hugo”. Y el doctor Hugo, mi niña de tierra, había perdido a su mamá ocho días antes. La orfandad total en apenas diez días. ¡Dios mío! En esos momentos uno quisiera esta en una isla, sin enterarse de nada. Quien quedó en una isla es mi amigo, el doctor Hugo. Entró a esa dimensión de grieta para siempre. De acá en adelante todo será un tratar de llenar el hueco de la ausencia. ¿Qué hojita de menta se puede untar sobre el corazón de quienes sufren una pérdida de ese tamaño? ¿Qué silencio puede completar la palabra que no sacia?
“A veces llegan cartas con sabor a gloria, llenas de esperanza…”, dice la canción. Por fortuna, no todo es grieta. A veces, a veces llegan pájaros que, en lugar de cagar las ventanas, nos llenan de alegría en su vuelo. ¡Ah, qué bueno! La tía Elena decía: “Dios aprieta, pero no ahorca”. Por esto siempre rezaba: “Señor, que el lazo de tu voluntad amarre la bestia del mal”. Que así sea, contestábamos todos los sobrinos, hincados sobre la juncia, hasta atrás del oratorio, mientras molestábamos a las primas jalándoles el cabello. Nuestras primas, años después, se convirtieron en muchachas bonitas que ya no se dejaban molestar más que por sus amados. Nos quedamos con esa frustración de no saber bien a bien qué significa ese dicho de: “A la prima siempre se le arrima”.
Cuando sentimos que la cuerda nos asfixia, algo sucede en el universo y la cuerda se afloja. Debe ser el Dios de la tía que ya dejó de apretar. ¡Bendito Dios! Así lo comprobé la otra mañana, apenas dos o tres días antes de la muerte de Héctor. Iba a la oficina, caminaba viendo hacia el suelo, pendiente de no resbalar en la laja o de pisar caca de chucho. Iba a la oficina para cumplir con mi encomienda, cuando apareció ¡un rayo de luz!
A veces estamos en casa y oímos el timbre del teléfono o entramos al facebook y leemos los mensajes. Siempre hay una piedra en el estómago y en el sentimiento. Desde el otro lado, quien habla o escribe puede enviarnos un mensaje alentador o una manta oscura. Por esto, siempre, antes de levantar la bocina o de abrir el correo virtual cierro mis ojos y pido que sea luz, por amor de Dios, que no sea algo malo, que todo sea como una plaza llena de sol o como un arroyo de agua limpia. A veces salgo a la calle y camino por estas calles benditas y cada que me topo con un conocido o con un afecto y me toca el hombro y me dice: “¿ya te enteraste?”, pido lo mismo de siempre. Porque en la calle también recibimos mensajes “con sabor amargo”, pero también cuerdas “con sabor a gloria, llenas de esperanza”.
Alegría fue lo que recibí esa mañana. Un hombre cruzó la calle y me detuvo. ¡Era “El chino”! Alfredo Gordillo Zamora, “El Chino”, estaba frente a mí, con su sonrisa de ventana abierta, de ventana de cristales limpios, como si alguna mano los hubiese limpiado con papel periódico. Porque eso sí, decía la tía Elena, no hay como el papel periódico para limpiar los cristales; lo decía mientras limpiaba los vidrios del nicho donde tenía un niño Dios, del siglo XIX. El niño era de madera y a una de sus manitas ya le faltaba un dedo, vestía un pañal azul, un azul como de Lago de Montebello antes de que tuviera el color de la caca (¿qué sobrino heredó esa imagen bellísima, tallada en Guatemala?).
Tenía como “mil ocho mil” años de no ver al Chino. Tal vez desde que estudiamos juntos el bachillerato. Me dio mucho gusto verlo, apenas cinco minutos. Él ya estaba a punto de regresar a la ciudad de México. Pero, contame, le dije, ¿a qué te dedicás? Vendo granos en la Central de Abasto, dijo. Y lo vi contento. Iba a hacerle el chiste malo: ¿entonces también vendés cuches comitecos con granos?, pero me contuve. Y me contuve porque no podía cambiar la vocación de ese instante, esa vocación luminosa que tuvo de origen. A Alfredo también le dio gusto verme. Yo iba a la Casa Museo a atender un grupo de estudiantes de séptimo semestre de la Licenciatura de Gestión y Promoción de las Artes, de la UNICACH. Llevaba tres ejemplares de mi novelilla: “Yo también me llamo Vincent”, para entregar a aquéllos que les interesara leerla. No te vayás, le dije a Alfredo, dejá que te dedique este librincillo y dejá que te tome una foto (acá te la anexo). ¿Mirás su rostro? No ha cambiado. Bueno, bueno, claro hay cambios físicos, pero ninguno en su corazón. Así como lo mirás, así era en la preparatoria, lleno de vida, con una sonrisa de árbol en primavera. Ah, qué gusto verlo.
Cuando Tony me dijo que El Chenco había muerto, de inmediato regresé al Comitán de los setenta. Cuando alguien cercano muere, la noticia nos remite al interior de nuestro espíritu, ahí donde reposa la memoria.
Sé lo que siente mi amigo Hugo. El impacto de la doble ausencia lo mandó al pozo de su interior, hasta el fondo. Ahora se trata de subir, poco a poco hasta llegar a la superficie de nuevo. Una vez que, con la ayuda de la suprema energía, se alcanza el borde, aparece la oportunidad de llenar de luz el recuerdo. Como si fuera el nicho donde la tía guardaba el niño, así nuestro interior es el recinto donde conservamos nuestras ausencias afectivas. Ahí está mi papá y a diario limpio los cristales para que él se sienta bien.
Cuando Héctor regresó a Comitán (hace ya varios años) coincidimos un día y platicamos. No volvimos a vernos. Una tarde, hace como un año, Roberto Arriaga me dijo que Héctor estaba mal, estaba hospitalizado. Él me mantuvo informado. Un día me dijo que ya había salido del hospital y que su gusto más grande era el billar. ¿El billar?, pregunté, como si fuese un sordo o un débil mental y debieran repetirme las palabras. Sí, dijo Roberto, y me contó que Héctor iba todas las tardes a jugar billar. Pensé entonces que el “vicio” maravilloso del pul y de la carambola debió aprehenderlo en “El Nevelandia”, lugar donde, los preparatorianos, íbamos a jugar billar todas las mañanas y tardes. Y entonces lo vi, como siempre, lleno de vida.
Una vez una muchacha bonita rompió relación conmigo. Yo me fui al fondo. Casi casi pensé que no podía vivir sin ella. Ella era el motivo de mi vida. Por fortuna alguien me tendió la mano y me sacó del pozo. Luego entendí que no era para tanto. Una ruptura ¡duele! Pero la vida no está en esa cuerda. Los cínicos dicen que hay como mil millones de mujeres disponibles en el mundo, así que si no fue una será otra. La tía decía que “para todo roto hay un descocido”. Pero, es entendible, hay ausencias definitivas. ¿Quién sustituye a una madre, a un padre, a un hijo? Nunca esa grieta puede zurcirse. No obstante, la muerte es parte de la vida. Si la muerte no existiera, la vida no tendría fundamento. ¿Has pensado alguna vez la vida como una sucesión infinita de instantes? ¡Dios mío, sólo de pensarlo da flato! ¿Imaginás a un hombre que viviera más de ciento cincuenta o doscientos años? Todo el universo tiene un ritmo exacto. Así como el fenómeno de los Hoyos Negros nos resulta incomprensible, de igual manera nos resulta incomprensible tanta luz de vida adentro del pozo de la muerte. ¿Adónde va la luz que “succiona” un Hoyo Negro? ¿Quién puede decirlo? Así, de igual manera, la luz de los amigos y de los afectos que mueren no sabemos adónde va. Acostumbramos decir que ya el muerto está en “otra vida”, como si el término vida fuese el que diera vida al muerto. ¿Por qué no asumimos que el muerto ya está en otra dimensión donde ya no hay vida, porque la esencia ya es otra?
El Chenco ya debe estar jugando billar en otra parte, pensamos; debe estar anotando, con el taco en alto, una carambola en el marcador de alambre. Tal vez no sea esto, tal vez su luz está en otra dimensión, en un Hoyo Negro, y su luz tiene otra misión. Ya, en vida, jugó mucho. Ahora, tal vez, su cometido es otro.

Posdata: ahora que escribí tanto de la muerte pienso en la vida. Pienso en la maravillosa oportunidad que concede el universo para topetearnos, de vez en vez, con los compañeros de antes. Cuando vi al Chino pensé que el tiempo estaba intocado. Siempre me sucede así cuando veo a alguien que dejé de ver muchos años. Los filósofos y los físicos deberían estudiar este fenómeno con más atención. Tal vez acá está una grieta que explique esas zonas de otra dimensión. Lo lejano nos remite al pasado de inmediato, por el contrario, lo que está a nuestro lado es un hilo que nos ata al presente. En ninguno de ambos casos aparece el futuro, porque nadie sabe qué sucederá mañana. En el pasado, parece, está la justificación, la grieta por donde podemos colarnos para entender el misterio de la vida. Por esto, cuando abracé al Chino vi algo como un árbol lleno de pájaros y un aroma de café apareció en el cielo. ¡Ah, qué bendición volverlo a ver, verlo tan lleno de vida, tan arco de portal de cedro! ¡Que Dios le conceda larga y buena vida!
A veces, Dios manda cartas “con sabor a gloria, llenas de esperanza”.