miércoles, 27 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE CÓMO EL PILAR CONSERVA EL EDIFICIO
El pilar de madera es reciente. Su función, como la de todos los pilares del mundo, es la de soportar una techumbre, dar sustento a un arco. Digo que es reciente porque en una remodelación del portal el viejo pilar fue reemplazado. El pilar está hincado en una piedra. Pero hay otro pilar, uno más antiguo, más resistente: es el brazo de la mujer mayor. El sol ilumina a ambos pilares. Las sombras que el sol produce permiten ver el torneado, eterno claroscuro. El brazo de la mujer también se apoya sobre una piedra. Ésta sí es antigua. Tiene más de cien años. ¿Cuántos años tiene la mujer mayor? ¿Cuántos años hace que vende los dulces tradicionales en las gradas de piedra del portal? Ambos pilares sostienen dos grandes construcciones. El edificio superior es el que la protege a ella. Su mirada, en esta foto, se pierde en el horizonte. Por el contrario, la mirada de Lupiiz (que así se nombra la muchacha bonita) se encuentra en la mirada de ella. Es el eterno juego de las proyecciones: yo te veo, mientras tú ves lo que yo no veo, para que pueda ver aquello que mis ojos no alcanzan. Se sabe que la mirada de las niñas no alcanza a ver el mar ni a las gaviotas. El perfil de la mujer mayor es de una gran dignidad, casi casi como si fuese una Reina Maya. La mujer mayor está sentada sobre un plástico, que bien puede ser el sustituto del trono o de una nube para decir que está por encima del suelo. La muchacha bonita está sentada en una grada de piedra. Está sentada a tres peldaños de la mujer mayor. La muchacha bonita se muestra como si fuese un canarito o como un gatito que husmea y juega a salir de su casa. Ella sólo tiene iluminado parte del rostro. Siempre es así. A los muchachos y muchachos les falta recorrer caminos para hallar el camino de la luz total.
¿Qué hay en el canasto tejido con palma? Una serie de dulces tradicionales. La mujer mayor vende chimbos, vende nuégados, vende tabletas de manía. La muchacha bonita sonríe. La mujer mayor tiene el mismo aire de dignidad que poseen los árboles a la orilla del río.
Detrás del pilar, aparece, discreta, una caja cuya vocación original fue contener botellas de aceite. Ahora sirve para que la mujer mayor cargue su mercancía. En la parte superior de la caja descansa un matamoscas, color naranja. Y es que la mujer mayor conoce la Teoría del Color y sabe que el naranja es el color que provoca hambre. Como su mercancía está expuesta al aire, al polvo, al sol, a la lluvia, a las abejas y a las moscas, ella usa, de vez en vez, el matamoscas. Por esto, ella tiene un aire de seriedad. No es sencillo lidiar con tanta mosca callejera. ¿Desde hace cuánto tiempo?
Si se ve bien el torneado del brazo de la mujer mayor pareciera emerger de la piedra. Es como si, en lugar de apoyarse en la piedra, el brazo fuera un tronco que brotara de la piedra laja. Si ese brazo es el tronco, su rostro es la fronda. Por esto, la muchacha bonita ve con agrado ese rostro, casi casi con admiración. ¡Ve los pájaros que insisten en hacer sus nidos! ¿O son nubes lo que ella mira? ¿O ve ángeles que revolotean como revolotean las moscas en los chimbos que ella ofrece?
La muchacha bonita se acercó y se sentó sobre las gradas. La mujer mayor siempre está en espera. Se recarga en el pilar de madera y espera. Por esto siempre, como Penélope, mira hacia el horizonte. Mira hacia el lugar donde los barcos llegan y atracan. ¿En dónde está su Ítaca? ¿De qué horizontes cuelgan sus mares, sus desiertos?
Hay un hilo de luz que es como un puente que une la mirada de la niña bonita y la mirada de la mujer mayor. Por esto hacen una pausa en la plática. La muchacha sonríe y la mujer mayor piensa. Luego, a la hora que la luz camine en sentido contrario sobre el puente, ocurrirá el prodigio del reflejo: la mujer mayor sonreirá y la muchacha bonita pensará. ¿En qué pensará? ¿Algún pensamiento de la mujer mayor encontrará cobijo en la fronda de ella, en su corazón?
lunes, 25 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE LA LECTURA EN PRIMER PLANO
El fotógrafo Ángel Gabriel Penagos Gordillo me envió esta fotografía. Él y yo nos preguntamos: ¿qué lee el hombre de la gorra? ¿Lo hace de gorra? Parece que sí. Si se ve con detenimiento se observa que, en el vano de la puerta, aparece un foco. No es un foco completo. Es apenas como una luna en cuarto creciente, pero alcanza, imagino, para iluminar la estancia que se intuye detrás de esa pared hecha con bloques de adobe. ¿Y el canal? Porque en la foto aparecen un foco de luna en cuarto creciente y una canaleta que conduce agua en tiempo de lluvia. Un foco que da luz y un canal que da agua. Dos conceptos que sintetizan la vida. Hubo un tiempo en que todo estaba en oscuras, pero a Dios se le ocurrió inventar la vida, la verdadera, y dijo ¡hágase la luz!, y la luz se hizo. ¿Se hizo ella sola? Sí, al conjuro de la palabra. La misma palabra que aparece en la revista que el hombre de la gorra tiene entre sus manos.
Si se ve con detenimiento, se observa que el hombre lee en voz alta y la mujer escucha. Ella cubre su pecho con una cobija. No abraza a una criatura. La frazada es como buen augurio de maternidad. Tal vez adentro de la estancia duerme una criatura y ella acaba de dejarla en su cuna improvisada. Tal vez le dijo: ahora regreso, pichito mío. Y cuando salió halló al hombre de la gorra leyendo, y ella se sentó a su lado, se reclinó contra la pared de bloques de adobe y dejó la cubeta con el jabón, al lado de la regadera. Porque, parece, la mujer salió dispuesta a lavar la colcha, que debe ser la que cubre a su criaturita, cada noche. Lo dejó al lado de la regadera, porque ésta permanece justo debajo de donde cae el chorro de la canaleta, cuando llueve. No es casualidad que la luz del foco y el agua de lluvia sean los conceptos más visibles y ocultos de esta fotografía. No es casual, porque cada vez que el acto de lectura se realiza una lluvia de luz baña el corazón del lector. Por esto la humedad de la pared asoma cerca de los cimientos, ahí donde las piedras son más visibles. Casi no se advierte, pero si el espectador observa con detenimiento verá que a los pies del hombre de la gorra y de la mujer de la cobija aparecen unas hojas de buganvilia. Han caído del árbol que, seguramente, es como el faro del patio. ¿Qué lee el hombre? ¿Es una de esas Atalayas donde los Testigos insisten en ver a Dios? ¿Por eso detuvo lo que iba a hacer e igual que la mamá de la criaturita hizo una pausa y se sentó a leer?
Los lectores, todos los lectores del mundo, hacen el mismo movimiento que realizó este hombre. De pronto, quién sabe por qué prodigio del Universo, los lectores dejan en pausa las demás actividades y se sientan a leer. ¡Dios mío, dicen los materialistas, por qué se dedican a una actividad tan poco práctica! ¡Por eso el mundo no avanza!, dicen y se rasgan las vestiduras. Es cierto lo que ellos dicen, es cierto porque en ese instante el mundo también se detiene. Por esto el foco media luna es discreto, por esto la canaleta hace silencio. Un hombre y una mujer suspendieron su actividad urgente y decidieron inaugurar una nueva pausa para el corazón, para el entendimiento, para el espíritu. No llueve afuera, ¡llueve en sus corazones!
La mujer hace una mueca de extrañeza ante lo que el hombre lee. Lo que pepena es como una migaja sobre la mesa. Ella lo levanta y lo observa. ¿Se lo lleva a la boca o lo tira al basurero? Es un proceso mental eterno. Todos los que escuchan hacen el mismo movimiento, a todos les enreda la misma cuerda. Mientras el mundo de los prácticos sigue su brutal marcha, esta pareja decidió hacer una pausa. Por esto, el banquito de madera muestra la “x” de la incógnita. Siempre, en un plano Cartesiano, hay una incógnita ante la vida. Por esto, tal vez, los hombres toman un libro o una revista o una gaceta y tratan de encontrar una ventana donde sólo hay puertas de madera con focos de luces tímidas y canaletas sin agua.
El piso con cemento cede ante la presión de la tierra. Tal vez es fruto de algún acomodamiento de placas tectónicas. Por eso se ven fragmentos fracturados de la banqueta. Por esto, los hombres y las mujeres del mundo leen. Para evitar fracturas. El espíritu también es endeble. A veces, el hombre piensa “estoy hasta el gorro de lo que es de gorra”, mientras un foco ilumina la estancia, donde duerme la criaturita y donde duerme el espíritu del hombre.
sábado, 23 de febrero de 2013
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIENTO SE ENREDA EN TODAS PARTES
Querida Mariana: de todos los oficios y profesiones, llaman mi atención los de calle. Antes, acá en Comitán, la gente, en su casa, abría una puerta que daba a la calle y ponía un negocio. Aún hay muchos negocios así. Este tipo de comercios tiene su chiste. El comerciante espera. A veces me desespera ver cómo el comerciante, mientras espera, cabecea o, con un palito lleno de listones, espanta a las moscas. Un cuento de Cortázar (“Pesadillas”) comienza así: “Esperar, lo decían todos, hay que esperar…”. Siempre que veo a un comerciante acuden estas palabras a mi mente. Esperar. A veces, ¡Dios mío!, pienso en cuántos años llevan viviendo estos hombres y mujeres esta vida, esta rutina que es parte esencial de su vida: abrir, acomodar, limpiar, sentarse y esperar, esperar. Las grandes cadenas comerciales tienen otra dinámica, pero las misceláneas, las pequeñas tiendas de nuestro pueblo, parecen desiertos donde, de vez en vez, una corriente de aire levanta un poco de polvo. Los tenderos deben permanecer de ocho a ocho (a veces más horas). Deben estar al pendiente por si a alguien se le ocurre comprar una bolsa de jabón, un refresco, unas sabritas, cigarros, toallas sanitarias, rastrillos desechables o un kilo de azúcar.
Los que andan en la calle huyen de la espera. Practican la sentencia bíblica: si la montaña no viene a vos, andá vos a la montaña. Y ahí los tenés caminando todas las calles de Dios en busca de clientes. Los callejeros llaman mi atención y son sujetos de mi admiración porque se necesita un carácter especial para ir pregonando las bondades de los productos o servicios que ofrecen de casa en casa. Vos sabés que una buena temporada vendí “mis” cajitas pintadas en el Bazar de Los Sapos, en Puebla. Ahí también esperábamos, pero lo hacíamos a mitad de un callejón. Ahí, los comerciantes dan un paso hacia afuera y en lugar de estar en la penumbra de un local salen a la luz del Sol. Ese bazar es como el justo medio. Ahí la gente no entra, la gente ¡pasa!
En Comitán veo a mucha gente que sale y camina para ofrecer mil chunches y mil propuestas. Desde los Testigos de Jehová que van con sus Atalayas debajo del brazo hasta los que, en un carrito, ofrecen los raspados (como el Nuka, alias Francisco Nucamendi). Son los eternos predicadores, son los eternos buscadores de luz. Y los admiro porque, a su manera, son un poco como los pintores Impresionistas que un día mandaron a la fregada los encierros del atelier y salieron al campo en busca de luz. ¡Ah!, los vendedores de libros que ofrecen sus productos de casa en casa se parecen un poco a Van Gogh; los vendedores de nieves y de raspados se parecen un poco a Monet; las muchachas bonitas que salen en la noche y se paran en la esquina, tienen en su sangre un poco del viento de Pisarro. Cuentan que el escritor Goethe, en el instante de pasar a la otra vida (o a la otra muerte) dijo: “luz, más luz”. Parece, entonces, que la muerte no es más que ese destino de abandonar la espera. En la vida, la gente siempre espera. Quienes ofrecen sus productos y servicios en las calles se alejan del encierro del cuarto y de la cama, aunque, al final, regresen a ellos, porque es el sino del hombre.
¡Qué difícil trabajo el de los hombres cuyo trabajo está en la calle! Siempre pienso en el hombre que, a las seis de la mañana, toca la campana que anuncia el paso del camión de la basura. Cuando llueve, pienso en él; cuando hace mucho frío, también pienso en él. Lo hago desde la seguridad y calorcito de mi casa. Es el instante cuando siento mucha admiración por los callejeros, por todos esos hombres y mujeres que, por necesidad, abandonan sus casas y deben salir. Y ni qué decir de quienes no sólo salen de su casa sino de su ciudad. Antes pensaba en los traileros muy seguido. Lo hacía porque en la casa de mis papás se escuchaba cómo frenaban con el motor los camiones que, en la madrugada, pasaban por el bulevar. Los traileros, comentan, son felices de noche, se les facilita el manejo. Yo, que a veces he estado en carretera de noche, no sé en dónde le encuentran el chiste. No hay como la seguridad de la casa, como el calorcito de la ciudad propia.
El otro día me topé en el parque central con un amigo paletero. No sé cómo se llama, ni cómo le dicen de apodo (porque debe tener uno, ¡seguro!, y debe ser más conocido por el sobrenombre que por el nombre). No sé desde cuándo lo conozco, pero tiene muchos años. Siempre lo he visto empujar un carrito de paletas. Ahora tengo confusión. No sé si él es el paletero que vendía paletas de rábano. Hubo un paletero en Comitán que gritaba: “Paletas, paletas de fresa, de vainilla, de coco, ¡de rábano!”. Nunca me acerqué a pedir una de rábano. Nunca comprobé si en efecto era cierto lo que pregonaba. Creo (también en ese tiempo lo creí) que era una manera de llamar la atención. Un poco como lo que hacía el tío Chilo que salía a las calles a vender llantas para pájaros. Toda la gente se burlaba de él. ¡Loco, loco!, le gritaban los muchachitos. Los muchachitos se escondían detrás de los postes y, con ligas, le disparaban pedazos pequeños de cáscara de naranja. ¡Loco, loco!, le gritaban. El tío Chilo no se inmutaba, con una gran dignidad caminaba y ofrecía ¡llantas para pájaros! Cuando regresaba a casa, su mamá le preparaba un té de hojas de limón y le sobaba los pies con alcohol. El tío Chilo ponía las manos detrás de su cuello y cerraba los ojos. A mí nunca me pareció un oficio loco. Si los aviones, a la hora de aterrizar, bajaban el tren de aterrizaje, ¿qué de raro tenía ofrecer llantas para pájaros? Ahora pienso en aquel paletero y pienso ¿qué de raro tenía ofrecer paletas de rábano?
Los callejeros son como los libros abiertos, tal vez por esto los callejeros me caen tan bien. No hay cosa más triste que un libro de biblioteca. Los libros de biblioteca son como los comerciantes que en sus negocios de llovizna ¡esperan! Los libros de biblioteca siempre están en espera de que una mano los salve del naufragio eterno. Hay libros, lo sé, que nunca han sido abiertos. No sé si en la biblioteca de tu papá exista algún libro que todavía conserva el forro de plástico, señal de que nunca ha sido abierto. Hay libros que vienen con las hojas pegadas porque los pliegos son encuadernados tal como fueron impresos. Esos libros son bien bonitos, porque te dan chance de ir cortando, con un abrecartas, todas las páginas. Bueno, de estos libros he visto muchos en bibliotecas particulares. Los he visto ¡pegados! Por esto, insisto, mi niña viento, me encantan los libros abiertos, los libros que son como los comerciantes callejeros. Son bellos los libros que reciben la luz del sol y, de vez en vez, el chipichipi de la lluvia discreta. Me encantan los libros que son primos hermanos de los pintores Impresionistas.
Y admiro a los callejeros porque yo no soy de calle. ¡Nunca lo he sido! Las mascotas de casa también los convertimos en animalitos huraños. El Misha y la Pigosa no salen. El Misha es un gato príncipe que no conoce el disfrute de las azoteas vecinas. Lo más que hace es pasear por el patio breve de casa. La mayor parte del día la pasa durmiendo sobre unos cojines de la sala. Por esto, me fascinan los animales que son libres y andan en la tundra o en la selva. Los animales de calle están expuestos a sufrir inconveniencias. A veces veo gatitos a media calle o perros a mitad de la carretera ¡despanzurrados! ¡Pobres!, pienso. Y entonces camino con cuidado por las calles de Comitán. No levanto la vista del suelo. Veo dónde hay lajas, porque puedo resbalar. Cuando estoy en casa (pienso) estoy menos expuesto a sufrir un accidente. Aunque esto de los accidentes está a la orden del día en todos lados. Cuando menos lo pensás puede caer un fragmento de meteorito en tu cuarto o a un pájaro (diría tío Chilo) le falla el tren de aterrizaje y no puede sacar las llantas y termina incendiado a mitad de la sala de tu casa.
Cuando camino por las calles reconozco a los hombres que están acostumbrados a andar por las calles desde niños. Se mueven sin ningún problema. Por ejemplo, los boleritos que bolean frente a la fuente del parque central crecen a cielo abierto. El destino les ha señalado que serán hombres que vivirán la mayor parte de su vida en las calles de Dios. No, no creás que les vaticino un futuro miserable. ¡No! Digo que será muy difícil que puedan asumir un trabajo que implique el encierro del escritorio. Están acostumbrados al bullicio de las calles. Así como reconozco a los callejeros también reconozco a los gatos caseros. Estos hombres y mujeres pertenecen a mi club, el de los escasos, el de los que crecimos adentro de casas. Nos cuesta movernos, el sol hace que entrecerremos los ojos y huimos al mínimo aviso de lluvia. Las multitudes nos imponen. Somos incapaces de movernos al ritmo de esas avalanchas maravillosas. En la romería de San Caralampio nos toca el papel de espectadores. Jamás se nos ocurrirá disfrazarnos y compartir el guateque con los demás.
Mi amigo el paletero ¿cuántos años lleva ofreciendo paletas en la calle? ¿A qué hora sale de su casa? ¿A qué hora regresa?
Ustedes, los jóvenes, no entienden bien a bien la niebla que cubre a los hombres y mujeres que tienen que caminar porque ese es su oficio. ¿Existen todavía los repartidores de telegramas? No creo. Tal vez ya se extinguieron. Tiene años que no recibo un telegrama. Pero diré que hubo un tiempo que era costumbre escuchar un silbato para recibir una carta o un telegrama. Los telegramas son los abuelos de los tuiters. Pero, en aquel tiempo no recibías el mensaje en un celular. No, era necesario que un hombre, con impermeable (en caso de lluvia), llegara hasta tu casa y tocara la puerta para entregarte un mensaje. Se cuenta que algunos carteros fueron mordidos por perros. Todo por andar en la calle.
Posdata: admiro a los callejeros. Admiré a mis amigos que ponían dos piedras a mitad de la calle y jugaban la cascarita de fútbol, sin pensar en el peligro de los carros que por ahí pasaban. Admiré a los amigos que bajaban a La Pila para enamorar y “soltar” serenatas a las muchachas bonitas de ese barrio bronco. Los admiré desde el balcón de su casa. Siempre vi la calle desde el balcón de la casa. Es una bobera decirlo, pero diré que a veces me imagino como un pájaro adentro de una jaula. Me acostumbré a ir de un lado para otro, pero dentro de una jaula. Por eso la vaina de los viajes ¡no va conmigo! Me produce urticaria salir de Comitán. Me gusta estar en la sala. Me gusta oír el más reciente disco de Natalia Lafourcade que hace un homenaje a Agustín Lara. Me gusta estar en el patio con una taza de té. Me gusta recostarme en una poltrona y leer un libro de Vila Matas o releer algún libro de Julio Cortázar.
Cuando, de vez en vez, debo salir, desde lejos veo a los hombres y mujeres que se mueven como peces en esos mares que son los ríos que van a dar a las calles. Soy un hombre que no sube a montañas. Pero, ¡ah, cómo admiro a esos hombres y mujeres que suben al Everest cada mañana!
Por eso a veces te impacientás. Quisieras que te acompañara a tus viajes, a tus salidas. Me da pena y me pone triste, pero soy un viejo que no cambia de hábitos tan pronto. Mi niña, pedacito de almendra, cuando te vas con tus amigos me quedo triste, como rama de árbol enjuto. Quisiera ser de esos hombres que suben a motos, se ponen un casco y desafían al potro del viento en las carreteras. Lo siento. Soy escaso. Nunca fui vendedor de paletas en la calle. Siempre he visto el mundo desde un balcón. Lo siento.
viernes, 22 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE UN ÁRBOL
Una banqueta y una pared. En la pared un “castillo” que une dos tramos de ladrillos aparentes (barnizados). En la pared una cadena y, como “cimiento”, la raíz de un árbol inmenso que ya no existe. Uno puede imaginar que ahí, donde ahora se levanta la pared, se levantaba un árbol inmenso que en la fronda cobijaba nidos y aves.
En la base se ve unos macollos de hojas verdes. Estas plantas verdes son como pajaritos que acompañan al tronco. Un poco para decirle que la vida sigue, un poco para saciar su nostalgia de verde, de aire, de luz.
Uno puede imaginar que no todo es lineal ni cuadrado como lo enuncia el muro. Ah, qué fastidio de línea cuadrada la cuadrícula del muro. Es un ladrillo tras otro, acomodado por la mano de un albañil. ¡Qué fastidio tan perfecto! El albañil colocó un “nivel” para que su línea fuese casi perfecta. Con la “cuchara” echó un poco de cemento y, con la mano derecha, dejó el ladrillo para que fuera la “raíz” de esa pared que se elevó. ¡Nunca logró la altura que tenía el árbol! Jamás coqueteó con las nubes y con el azul de cielo. La pared no tiene la vocación que tiene el árbol. El árbol sueña con la altura de Dios, la pared no sirve más que para delimitar el paso de los mortales. El muro es un simple “detienevientos”.
Uno puede imaginar que hubo un tiempo en que tampoco había banqueta. La gente caminaba de manera libre. Tal vez este árbol sirvió para que una pareja se sentara a su vera y se jurara amor eterno. ¿La eternidad? ¿Qué pacto hizo el mundo con este árbol? ¿Creyó -acaso- la historia que le juró que sería eterno en su altura? ¡Qué iluso! El hombre (tal vez el mismo que juró amor eterno a su muchacha) llegó un día y lo cortó para erigir la pared, porque el anhelo del hombre no es la tierra, sino un simple pedazo que nombra su propiedad.
Uno puede imaginar que esta raíz se asfixia, que apenas respira, que este hueco que aparece en la pared es como la ventana por donde extiende sus brazos.
Ah, si uno pudiera ser como mi sobrina Itzel. Ella, siempre que caminamos por esa banqueta, se detiene y me dice: tío, juguemos. Entonces, como si fuésemos los amantes eternos, nos sentamos en la banqueta y jugamos a ver los gnomos que se enredan en las raíces. ¡Mira, mira!, dice ella y yo veo que, el monstruo (pequeño, travieso) con nariz de cerdo, ojo de ratón y boca de perro triste, corre detrás de un niño al que apenas se le ve un brazo y una pierna. Sí, Itzel, le digo, las raíces son duendes. ¿Imaginas lo que hay detrás de esas raíces que son como brazos y piernas y cabezas y ectoplasmas que se confunden en la luz de tus ojos?
Jugamos, jugamos a que la piedra es una piedra mágica y le concederá un deseo al árbol truncado. Imaginamos que este árbol comienza a crecer y un día de estos tirará la pared y crecerá a la misma altura que tenía antes de que el hombre, tal vez el amante eterno, deseara levantar un muro para que nadie viera qué hacía adentro de su casa.
Uno puede imaginar que la gente que por ahí camina se cambia de banqueta porque, a las doce de la noche, esas raíces cantan la canción que aprendieron cuando eran parte de un bosque. Por esto cuentan que, a medianoche, se escucha un lamento. Algunos dicen que es un alma en pena que no encuentra sosiego. Otros, los menos, aseguran que es porque, por ahí, corría un río y estas raíces son raíces de un sabino, enorme, sembrado a la orilla. Tal vez lamenta que ahora, en lugar del río, una banqueta de cemento la acompañe; tal vez lamenta que ahora, en lugar de pájaros, deba soportar ladrillos recocidos y barnizados.
Me gusta caminar en compañía de Itzel. Sólo ella le devuelve un poco de magia a esas raíces que se asfixian, que, quién sabe en qué instante, perdieron su vocación de árbol. ¿Raíces que detienen una pared? ¡Qué insulto para las alturas soberbias!
miércoles, 20 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ RAFITA
De fondo el pueblo, siempre el pueblo. ¿Qué hay en el primer plano? Es apenas una línea de piedra laja, casi casi como si fuese una franja, casi casi como si fuese una cuerda o un cable; como si Rafita fuese un equilibrista e hiciera un acto de equilibrio en una breve cinta de laja. Camina sin titubeo, vence el vacío. Su cometido (y destino a la vez) es caminar de una a otra orilla, aunque no se sepa bien a bien para qué llegar si el gozo está en el camino.
Como si fuese una 4 x 4, para tener mayor agarre, Rafita no usa zapatos. Alcanza a verse el pie derecho, desnudo, la garra, un poco en homenaje a aquel maestro del equilibrio que se llamó Mario Yáñez y que en Comitán fue conocido como Mario “Mocoso”. Los grandes equilibristas del mundo no usan zapatos. Saben que el tacto Divino no está en la mano, sino en el pie. El pie es el que nos lleva a otros territorios. Acá, Rafita, siempre pepenador de quién sabe qué chunches, acaricia la cinta de laja. Porque también la piedra es hija del pie.
Rafita usa un bastón (bordón, diríamos en Comitán). En el extremo inferior del palo se advierte una ligera cubierta de caucho, para no resbalar. Él sabe que en la vida cualquiera resbala, por esto, en la fotografía, camina con mucha parsimonia. ¿Qué carga? ¿Cuánto lleva en esas bolsas, adentro de su chamarra, por en medio de su pantalón?
Si ponemos atención veremos que su cabello es como la cabeza de ese pájaro que se llama cacatúa. ¿En dónde, Rafita, esconde sus alas? El copete por encima, la mirada hacia abajo, como buscando comida. Tal vez, en una vida pasada, él fue habitante de Australia y se cansó de hablar y de volar. Por esto ahora hace silencio y camina con la vista gacha. O tal vez, por el penacho, en una vida pasada, fue descendiente de un monarca azteca, por esto camina por caminos de piedra y lo hace con la dignidad de quien no acepta a los colonizadores. O tal vez, ¿quién lo sabe?, en una vida pasada fue ave en cautiverio y ahora disfruta una libertad condicionada. Camina temeroso de que alguien le corte las alas y lo confine al encierro.
Como motivo de fondo: el pueblo. Siempre es así. Las figuras de atrás (un portal, lámparas, árboles, un auto, un fantasma y el cielo) corresponden a la otra orilla. La orilla que Rafita ignora. Él camina por la cinta de laja, lo hace con precaución, como si su oficio fuese contar los pasos o dar constancia de cómo el tiempo, igual que un equilibrista, también camina por una línea tenue, casi hilo de niebla, casi línea de agua.
¡Momento! Si vemos con atención, Rafita lleva los ojos cerrados. Tal vez, por esto, el bordón le lleva un paso adelante. La vara le sirve como lazarillo. Sí, ¡Rafita es un pájaro! Vuela del árbol que se ve a la izquierda hacia el árbol de la derecha. Sí, ¡Rafita es un mensajero! Al estilo de don Chico que Vuela, personaje de Laco Zepeda, lleva encargos de uno hacia otro lado. Por esto carga una serie de chunches irreconocibles. Nunca se sabe qué es lo que necesitan los pájaros del otro lado. Tal vez, Rafita, fue bayunquero, en una vida pasada. Y ahora lleva sueños y los trueca por migajas de viento. Así lo demuestra esta fotografía tomada por Carlos Gordillo Alfonzo. ¡Bella foto!
De fondo el pueblo, siempre el pueblo, como una nata que da sustento al cielo.
lunes, 18 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA QUE LLENA EL VACÍO DE UN ARCO
El arco portentoso en primer plano. Su hijo, el arquito sugerente, al fondo. El segundo, el arco del fondo, está cubierto con piedra. En algún instante fue tapado, como se tapan los pozos después de ahogado el niño. Perdió su vocación de arco que cede el paso al viento. Lo que fue arcada para recibir al visitante se convirtió en una pared. Las paredes, por lo regular, son tapacaminos. Se distingue cómo la piedra es diferente. Una es la piedra antigua y otra la novedosa piedra que sirvió para rellenar el espacio. Asimismo se ve, en el extremo izquierdo un panel reciente que sirve para sostener medidores de luz y tubos con conexión eléctrica. Son cicatrices posmodernas. Son heridas al rostro antiguo y plácido, son chipotes que dañan la armonía del edificio. Como si fuese remate de penacho, la piedra que permite al arco ser arco sobresale entre todas las demás piedras. Todas tienen su oficio: son sostén de la pilastra o son las seductoras piedras que forman la curva del arco, pero ninguna tan importante como esa piedra sobresaliente del centro. Sin ella, dicen los expertos, el arco se vendría para abajo.
Conforme el día avanza, así avanza la luz, así avanza la sombra. En este momento, la sombra abarca un área menor a la de luz. La sombra, que es penumbra, “ilumina” la parte superior de la pared del fondo. Ahí se concentran todas las leyendas del edificio, los gritos de los alumnos de secundaria y de preparatoria de otros tiempos; ahí se concentra la leyenda de un murciélago que, cansado de chupar sangre, se volvió vampiro anónimo. ¿Qué otras sustancias radican ahí? Acaso telarañas, acaso ratones, cucarachas y alguno que otro condón aventado.
La fotografía sería un simple vacío si no estuviera en el primer plano la muchacha. Ella, no de piedra sino de carne de sueño, revisa su celular. Sus piernas son las columnas que sostienen el arco de su sentadera. Sus nalguitas tienen la misma sensualidad que la curvatura del arco. Ella igual que el arco permite el paso del viento y, de igual forma que la pared del fondo, detiene las miradas de los muchachos que la observan desde lejos. Desde la otra orilla porque ella no admite la cercanía. Su actitud es de acantilado y apenas la brisa de los otros oleajes la distraen. Está concentrada en ese chunche que detiene con ambas manos. Los de la otra orilla no ven los tenis blancos, ni la mancha negra que es como un mapa que comienza en su cabello, baja por la chamarra y termina en el bolso. No, lo que miran los otros es el azul celeste, que es como el sostén del deseo. Ven la perfección de las curvas. Pero ella, ajena a todo esto, revisa el celular. Tal vez lee el mensaje de su amado; tal vez juega; tal vez revisa el facebook, tal vez escribe un mensaje. ¿Qué lee? ¿Qué le escribió su amado? ¿Se citan en otro lugar? ¿Uno donde no existan miradas ajenas, uno donde el aire no sea ese pájaro que aletea sobre su rostro, casi perfecto?
La imagen es sublime. Lo es porque el arco siempre alienta la conjunción. Si la muchacha no estuviese en la fotografía, ésta sería plana, sin la esencia del agua limpia. Es ella quien, con su lejanía, convoca la vida. ¿De qué están hechos sus sueños? ¿De aire, de nubes? Ella está ausente de las demás miradas, de la mirada del fotógrafo. Ella navega en otros ríos, otras son sus aguas, otros sus afluentes. A la hora que se retire, el arco volverá a ser un mero pretexto para el aire; volverá a tomar la cara triste que tiene siempre cuando están ausentes los pájaros de sus cielos. ¿Ella es un ángel con alas azul celeste?
sábado, 16 de febrero de 2013
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL ACTO SUBLIME
Querida Mariana: ¿cuál es tu día más grande? ¿Es el día de tu cumpleaños? O ¿acaso es el festejo del Día de las Mujeres más Lindas de este Mundo? No, no creo. Vos sos la niña más linda del mundo, pero el festejo no existe. Habría que institucionalizarlo. Ese día yo lo celebraría en tu honor. Desde temprano entraría al patio de tu casa y pegaría una reja de papel de china en tu cuarto; le pagaría a un grupo de marimbistas para que tocara Las Mañanitas y te ofrecería un tamal de bola, con su chilito de Simojovel y una taza de chocolate, bien caliente. Y te daría un abrazo, y como regalo especial prendería una hojita de albahaca en el balcón. La albahaca, dice mi tía Eulogia, evita la ansiedad, lo que ahora los posmodernos llaman stress.
¿Cuál es el día más grande de Comitán? ¿El día de Santo Domingo? O ¿acaso es el día de San Caralampio? El comercial de “Whiskas” dice “ocho de cada diez gatos prefieren whiskas”. Parodiando podemos decir: “ocho de cada diez comitecos católicos prefieren a San Caralampio, un santo que es cristiano”. Y no se trata de competir, porque estos fieles también tienen en su corazón a la Virgen de Guadalupe y a San Francisco y a San Goloteo. ¡Uf! El corazón de los fieles es más grande que el Estadio Azteca y alberga a decenas de santos y vírgenes. No, no se trata de discriminar y botar a los demás. Se trata de decir que los comitecos tienen una especial inclinación por ese santo. ¿En qué consiste la magia de San Caralampio? No lo sé. Lo único que sé es que cientos de comitecos que viven en otras ciudades de México o del mundo tienen una imagen del santo. Esa imagen, a veces, es una réplica fidedigna de una fotografía; otras veces es una imagen de bulto. Esta imagen puede ser de yeso, de alguna resina o de madera y las hay de todos tamaños. El otro día te conté que vi un “transformer”. El santo mueve los brazos, como si fuese un robot. ¡Es una genialidad! Está con sus manitas unidas, en actitud de rezo, pero, si quiere descansar, entonces, baja las manos, como si alguien diese la orden: ¡descanso, ya!
Vos sabés que soy escaso y huraño. Casi no me doy. Soy tímido y eso de las relaciones sociales no muy se me da, me “engento”. Las multitudes y los festejos no están dentro de mi catálogo de vida cotidiana. Pero si bien no acudo a festejos ¡los disfruto de lejos! Me seducen las multitudes. ¿Cómo es posible que una persona o entidad convoque a cientos o miles de personas? Cuando veo un concierto de U2 en la televisión quedo “turulato” al ver ese hervidero de gente, como si fuese un silo lleno de granos de luz. Ah, qué derroche de energía. Los hombres y mujeres se mueven como si fuesen una culebra de viento, cierran los ojos, cantan y levantan los brazos como si adoraran a Dios. ¡Qué pértiga para elevarse al cielo! ¡Qué catapulta para alejarse de la miserable hendija rutinaria! Me subliman esas multitudes. ¿Cómo en apenas un punto se concentran tantas personas llegadas de tan lejanos puntos? Bueno, salvadas las proporciones, un fenómeno similar ocurre en el festejo en honor a San Caralampio. ¡Pucha, qué prodigio! El día 10 de febrero, decenas de personas de diversas comunidades rurales caminan hasta el punto de reunión. Imagino, sólo imagino, los preparativos. Se levantan a las cuatro de la madrugada y las mujeres avivan la brasa para calentar el café, los frijolitos y las tortillas, para el camino. Los perros husmean por las rendijas, sienten el aroma del tasajo. El cielo aún está lleno de estrellas, todo está en calma. Apenas el viento mueve algunas ramas de los espinos. Nada advierte que horas después, esa tranquilidad se convertirá en un festejo pleno de rezos, murmullos, cohetes, sonidos de tambor y pito. Lo único que permanecerá inalterable será el hilo de la fe. A esas multitudes los mueve el hilo de la fe. Es la promesa de cada año. Ir a celebrar a San Caralampio, agradecer los dones. Los mueve una “manda”, algo como un pacto Divino. Cada fiel sabe el motivo real de su caminata. A las once de la mañana, a la hora que el sol comienza a desgajarse con fuerza, los peregrinos ya llevan el adelanto de una larga caminata desde su comunidad. A las once, en El Chumis, el punto de reunión, el rumor de cientos de personas es como el de un panal. El sol se abre como flor e incendia los rostros de los caminantes. La multitud también se abre, en cientos de pétalos, en cientos de soles. ¿Desde cuándo lo hacen? ¿Vinieron por primera vez de las manos de sus papás? ¿Quién sabe, bien a bien, cómo la estafeta pasa de generación a generación?
Los fieles de las comunidades rurales se posesionan de las calles de la ciudad. Todo se detiene para que ellos caminen con las flores en sus manos. En sus manos llevan ramos de “nubes”, casi casi como si dijeran que ofrecen el cielo a Tata Lampo. Este año los vi de lejos. Los vi caminar las subidas (desde el Cedro hasta el mero Centro); los vi con sus pies cansados en huaraches; los vi con la frente sudorosa. Los vi eternos, infinitos, como si la piedra de todo el año se convirtiera en un simple algodón de aire. Vi a los vecinos, de los barrios por donde pasa la romería, adornar las calles. Los vi colocar hilos enredados en banderas de plástico. Fue para decirles a los caminantes que estas son sus calles, que éstos son sus cielos. Vi a los caminantes besar con sus pies el suelo de las calles, como si en ese acto los bendijeran para siempre, como si su sudor fuese agua bendita.
A quienes participan en la romería los convoca una historia: la de San Caralampio. Nada es casual en la vida. No fue casual que (según doña Lety Román de Becerril), en 1850 la imagen del Santo apareciera en las alforjas de un hombre llamado Otero que llegó a Comitán. ¿Era su nombre o era el apellido? A veces me confundo y, en lugar de leer Otero, leo Otelo. Este último nombre me recuerda a Otelo, el moro Veneciano, de Shakespeare. Y entonces digo que hay ligas en el Universo que no son visibles a primera vista. Y digo que hay ligas porque alguien me cuenta que, antes, en la romería del 10 de febrero participaban “los moros”. ¿Mirás qué coincidencia?
Cuando veo las multitudes, así sea que asistan a un encuentro Pumas-Águilas, o a un concierto de U2, o a una romería, pienso que la conforman individuos. La magia está en la confluencia de tantas y tantas personas en un solo acto. Hay, en la multitud, un hilo que amarra a cada individuo: pasión. Todos los que asisten a un encuentro de fútbol lo hacen porque les apasiona ese deporte; lo mismo sucede con los fans de U2, lo mismo con los fieles que acuden, llenos de luz, a la romería que celebra a San Caralampio.
Ya nuestros mayores nos han contado cómo la historia de San Caralampio es una historia de milagros. Desde los milagros que narran, con emoción, los fieles que en la romería cumplen una manda, hasta los que se preguntan cómo Él logró el milagro de convivir al lado de santos católicos y, digámoslo con respeto, desplazarlos de su sitial de honor. ¿Un santo ortodoxo en un templo católico? ¿Se ha visto esto en alguna otra parte del mundo, con respecto a algún otro santo? No lo sé. ¡Yo qué voy a saber, niña bonita! Lo único que sé es el fervor de cientos de fieles que no se confunden: aman a San Caralampio.
Hace muchos años, una señora me contó que su hijito estaba muy malo, los doctores dijeron que el niño iba a morir. La mujer salió del consultorio, lo envolvió con una colchita y caminó con rumbo al templo de San Caralampio, lo hizo con prisa, casi corriendo, casi tropezando. Subió la escalinata y, desde la entrada, le pidió a San Caralampio que lo curara. “Señor, haceme el milagro que mi criaturita viva”. El templo estaba vacío, apenas unas veladoras iluminaban el deseo de la mujer. La mujer llegó frente a la imagen, se hincó y destapó la carita del niño. La mujer (lo juro, mi niña), me contó que en cuanto la carita del niño quedó destapado, algo como una luz lo iluminó, abrió los ojitos y dijo: “Agua, mami, agua”. ¡Claro, el niño se salvó! Danielita Chapela, hace pocos días, en el programa de radio “Crónicas de Adobe”, contó una historia semejante. Danielita dijo que San Caralampio le hizo el milagro de salvar a su hijo recién nacido. Los doctores habían vaticinado que no sobreviviría. ¡Ah, los doctores! ¡Ah, el mundo terrenal! A veces, aseguran los creyentes, hay rendijas por donde se cuela una luz Divina que es imposible de explicar.
Posdata: hace cinco o seis o diez días caminé por la 8. Una calle que va del Cedro al semáforo del entronque con la carretera a Las Margaritas. Caminaba cuando de pronto, en una casa modesta, vi un altar. En el lugar de honor estaban dos imágenes de San Caralampio, pequeñas. Una de madera y otra de yeso. Cinco o seis o diez personas, sentadas en sillas plegables, de madera, esperaban el momento de iniciar el rosario en honor a San Caralampio. La dueña de la casa me dijo que es tradición hacerle su novena. Por supuesto que esa vivienda no tenía la rotundez del templo que está en La Pila, pero, lo juro, poseía la misma luz. Esto que digo lo saben los hombres y mujeres que, en el mundo, tienen una imagen del santo en el oratorio. Quien, en París, tiene una imagen de San Caralampio, tiene un fragmento del cielo de Comitán. Quien, en Comitán, tiene una imagen de San Caralampio, tiene el corazón del santo en su corazón.
Llama mi atención el fenómeno que se suscita cuando el individuo se confunde entre la multitud. De pronto pierde su identidad y se confunde con la masa. Por esto, en los estadios la gente se comporta de manera extraña. Un hombre tranquilo puede contagiarse del rebumbio de la multitud y termina gritando, pataleando, aventando meados o llorando. Los hombres de comunidades rurales que asisten a la romería se integran en una sola flor, en una sola petición. San Caralampio los espera en su templo. Todos son uno y una es la luz que los acompaña. Una vez que han cumplido comen “asado”, con harta tortilla y un poco de posh. Cuando regresan a sus casas, el calorcito del trago los tambalea, sus pasos ya no tienen la misma verticalidad del camino de venida. Y es que ¿quién puede permanecer impávido si horas antes estuvo frente al Tata Mayor? “¡Señor, no me abandonés, dame tu manita y curá mi corazón!”. Los tambores y los pitos van callados. El sonido de la mañana ya descansa. El árbol de Chumis también está solo. Únicamente el corazón sigue con el sonsonete eterno. ¡Ah, el tambor del corazón! ¡Ah, la flauta de carrizo! ¿Cuál es nuestro día más grande? ¿El día en que el corazón celebra la vida?
viernes, 15 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA QUE HUELE A LEÓN
Puede ser cualquier mañana, en una avenida cualquiera. Pareciera que el chofer del volkswagen se apresura a huir de la indicación del cartel; pareciera que el cartel insiste en repegarse a la parte trasera del auto. El auto tiene movimiento, un movimiento parecido al vértigo. Toda flecha conlleva eso: ¡movimiento! Toda flecha indica una dirección; y toda dirección incluye un destino.
Hubo un tiempo en que no fue necesario colocar indicaciones. En el principio de los tiempos todo estaba al alcance de la mano. Las pinturas que consignan el mundo de Adán y Eva están libres de señalamientos. A veces, sólo a veces, en los cartones, los caricaturistas colocan una flecha que indica la salida y una mano Divina que los expulsa por haber comido del fruto prohibido. Se nota que ambos, Adán y Eva, caminan desalentados, arrepentidos. Como que intuyen que, a partir de ese instante, todo será diferente. Al perder el rumbo necesitarán de señalamientos para proseguir.
Y sí, todo cambió. Ahora el mundo está lleno de señalamientos, flechas incluidas. Ahora todo mundo ha olvidado la prédica Divina. Cualquiera, a cualquier hora, come del árbol de la ciencia del bien y del mal y no tiene empacho en armar “guerras de circos”.
Puede ser cualquier mañana, un auto pasa veloz frente a un cartel que anuncia un espectáculo, muy lejano a lo que era la armonía de El Paraíso. Porque en el inicio de los tiempos, los animales convivían con Adán y Eva en total armonía. Ahora, los descendientes de aquellos primeros hombres convierten los espacios en réplicas del Coliseo Romano. Hoy, todo es una guerra. Una guerra donde nadie escapa al polvo y a la metralla. ¿Guerra de circos? ¿Circos de guerra? Toda guerra conlleva el afán de conquista. El contrincante hace todo lo posible por derrotar al otro y sobajarlo. Esta guerra ¿hacia dónde conduce? Tal vez el del auto decidió bien y huyó de ese territorio de guerra. Tal vez decidió bien y eligió el camino donde las buganvilias y los pinos son como una pausa para la memoria.
Recuerdo que una de las peores experiencias de mi vida fue asistir a un circo de tres pistas. Terminé despistado. ¿Qué acto ver si todo se realizaba de manera simultánea? Amaba los circos (tal vez los sigo amando, por sus hilos de trapecio y por sus payasadas simples e ingenuas). Ahora tiene mil años que no acudo a circos. Ya me hice viejo y ahora sufro cuando veo que un animal sufre. Me fascina la propuesta inteligente de Cirque du Soleil. Ahí todo es un canto a la vida, todo es como una esquina del universo donde los malabaristas juegan a ser hilos de luz, a ser cristales de agua.
Nunca hubiese querido asistir a una guerra de circos. La palabra guerra invoca el polvo de la calle, el humo del tubo de escape del auto. Por eso, llama mi atención esta fotografía. El auto parece decidir por el escape y mandar por el tubo el “llamativo” mensaje.
Pero no sólo huye de la flecha que, más que un señalamiento, parece una imposición. Toda flecha guía y no hay peor cosa para el hombre libre que la cancelación de la posibilidad de aire. No sólo huye de la flecha, también parece alejarse del letrero del fondo. La franja roja que parece ser exclusividad de la Coca Cola o del Oxxo. Sí, en mi infancia fui a un circo que trajo un oso. Lo recuerdo imponente. Jamás había visto un oso tan cerca. Sólo lo había visto en los libros de texto y en una revista que contaba el cuento de un oso polar. El oso del circo era un oso gris y se paraba en sus patas traseras y bailaba. El hombre, con una chaqueta roja y un sombrero negro, tocaba un pandero y el oso giraba en sus dos patas. Todo el público aplaudía, sorprendido. Yo, extasiado, veía al oso con cierto desconcierto. Por un lado me impresionaba su altura y sus garras; por otro lado veía que tenía como una mirada triste, como que añoraba los bosques de su infancia. Porque, así lo pensé entonces, este oso no había nacido en el circo (mi papá dijo que tal vez sí, que tal vez sus papás fueron capturados en algún bosque de Canadá y él ya había nacido en cautiverio. Así lo dijo).
Puede ser cualquier mañana, en cualquier avenida, de cualquier ciudad. Los hombres estacionan sus camiones con plataformas que son como celdas. Los caminantes se detienen y miran los tigres, los monos y las gacelas, encarcelados. Los animales no saben de guerras. Los hombres son los que hacen las guerras; los que tienen sed de conquistar territorios; los que, necios, insisten en dominar al otro. Y el otro no importa que sea un semejante o un animal. No importa. Recuerdo al hombre que, con un látigo en una mano y con un sillín de madera en la otra, dominaba al tigre. Éste rasgaba el aire con su garra, lo hacía con un movimiento lento, como de pared a punto de derrumbe. Entonces vi, por primera vez, que el circo era un espectáculo triste. Debía pasar más de mil años para descubrir, en la televisión, al cirque du soleil; debía pasar mucho tiempo para reconocer que el hombre puede descubrir mundos inteligentes donde el hombre esté a la altura del hombre. Y para este destino no hace falta colgar señalamientos en el camino.
lunes, 11 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL LIBRO ESTÁ COMO SUSPENDIDO
El librero es pequeño. En la foto se aprecian dos tablas, una permite ver la parte oscura, la que siempre se llena de telarañas; la otra muestra el lado de arriba, pero que nunca está totalmente expuesta, porque es soporte de los libros del espacio superior. En la tabla de arriba se ve una máquina mecánica de escribir. Se alcanza a ver las teclas que están distribuidas como si fuesen terrazas sembradas de arroz en alguna montaña de China. Todas las líneas son rectas. Para compensar la horizontalidad, los libros (siempre) están colocados de manera vertical, como si fuesen pilotes para una construcción intelectual. El librero está pintado de negro, como si fuese el universo y los libros jugaran el papel de asteroides o de planetas; como si la pregunta fuese: ¿existe posibilidades de vida en estos planetas? Como si el cometido del hombre estuviera puesto en la misión de hallar agua.
A veces me preocupa ver la forma en que están apilados los libros en los libreros. No tienen espacio para hacerse a algún lado. Están constreñidos. Si los veo de frente, como ahora los veo en esta fotografía, los imagino con los brazos repegados a su cuerpo. ¡No, no he dicho bien! Sería mejor escribir que los veo con las alas cerradas. Siempre llama mi atención los hombres que acuden a gimnasios, cuando desean mostrar lo fuertes que son elevan los brazos y muestran las montañas que han nacido en sus bíceps. De igual manera imagino a los libros. Así como están en este librero se ven disminuidos, casi casi como si estuviesen en una silla de ruedas. ¡Ah, qué prodigio cuando se abren y muestran sus alas! Existe una mínima diferencia entre los cultivadores de la halterofilia y el libro; los primeros no pueden despegarse del suelo, en cambio ¡los libros!
¿Para qué sirve la máquina mecánica que descansa en el listón de madera? ¿De qué sirve la nostalgia en tiempos futuros? De igual manera podía preguntar ¿de qué sirve esta fotografía en tiempos donde los libros impresos en papel se advierten como abuelos de los libros digitales, libros que comienzan a invadir todos los territorios del hombre? Tal vez esta fotografía, no lo sé, sea como una advertencia de un acetato de setenta y ocho revoluciones ante la llegada de los discos compactos. Al hombre siempre le ha tocado vivir la transición de una época a otra. Hubo hombres que vivieron el salto de los libros copiados por amanuenses al libro de Gutenberg. ¡Ah, esto fue como si Neil Armstrong dijera que es “un salto pequeño para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. Sí, hemos vivido grandes saltos. Los jóvenes de los setenta imaginamos el porvenir. Lo imaginamos menos violento y con los avances tecnológicos que hoy vivimos. Si alguien me forzara diría que el futuro nos quedó debiendo, porque lo imaginamos con carros voladores, pero también debo admitir que nunca imaginamos esta revolución tecnológica donde un sencillo teléfono celular puede acercarnos a todo el mundo y más allá. Nunca imaginamos la maravilla de la tableta electrónica que permite albergar más de cinco mil libros.
Los jóvenes de los setenta siempre imaginamos al mundo lleno de bibliotecas, con miles de estantes llenos de millones de libros en papel. Y ahora resulta que esta imagen, dentro de veinte años, puede ser como la fotografía de un animal extinto.
Estos pequeños estantes son como oasis en medio de desiertos. Todavía en casas comitecas pueden hallarse libreros con enciclopedias compradas en Selecciones del Readers Digest. ¿Ahora –pregunto- alguien compra el “Tesoro de la Juventud” cuando en un disco compacto podemos tener no sólo el Tesoro de la juventud sino también el tesoro de la senectud?
El librero está pintado en negro. Esto permite que los colores de los lomos de los libros ¡resalten! Y con ello resaltan los nombres de los autores o los títulos de los libros. En un extremo hay un apartado con discos compactos, y en el espacio inferior se alcanza a ver una mínima colección de devedés, con películas de arte. El librero es pequeño, no obstante, cuando uno lo ve con detenimiento puede advertir que tiene una gracia que está por encima de lo cotidiano. Algo espera este mueble. Es raro que un mueble dé la impresión de espera. Este mueble espera. ¿Qué? No lo sé bien. Ni me atrevo a emitir una opinión, no sea que alguien me tache de loco. ¡Ah, qué asfixia deben tener esos libros con tanto apretujamiento! ¿Por qué sus alas están plegadas?
sábado, 9 de febrero de 2013
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO ARQUÍMEDES ERA ¡LA NETA!
Querida Mariana: a cada rato oímos la cita de Arquímedes. La mera verdad saber quién fue Arquímedes, pero dicen que dijo: “Denme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Sabemos que se refería al plano físico, pero también en lo espiritual necesitamos algo como un punto de apoyo. El Víctor, cuando jugábamos canicas, sostenía el brazo derecho sobre su mano izquierda, que usaba como mampuesta. Ahí, de chiquitíos, sin saberlo, ya andaba enredado en nuestro mundo el ideal de don Arquímedes. Víctor cerraba su ojo derecho y apuntaba (igual que apuntaba el adolescente Enrique en el momento de refinarse una palomita pumusa con la escopeta cuacha que tenía). La mano izquierda le ayudaba a que la mano con la canica no temblara. ¡El Víctor era buenísimo en el juego de las canicas! Cuando Rafa y yo llegábamos a la casa de los papás de Víctor (con el sitio más lindo del mundo: lleno de árboles de lima de pechito), lo hacíamos con las bolsas llenas de canicas. A la hora de la despedida, salíamos con las bolsas vacías. El domingo siguiente íbamos a la tienda de doña Angelita, contra esquina de la iglesia de El Calvario, a comprar más canicas que, seguro, pasarían a las manos de Víctor. Y así hasta el infinito.
Cuando mi papá murió sentí que perdía mi punto de apoyo, el más importante de mi vida. Pero, conforme el tiempo pasó me di cuenta que ese punto era un punto inamovible en el Universo. Ahí sigue, suspendido en el aire, a mi lado. Ni me preguntés cómo funciona esto (caso soy Arquímedes). Lo único que sé es que, como señala la primera Ley de la Termodinámica: “la energía no se crea, ni se destruye, sólo se transforma” (de algo me sirvió estudiar en la Facultad de Ingeniería, de la UNAM). El punto de apoyo, que es mi papá, está enredado en este increíble envase que contiene millones y millones de planetas. ¡Millones! ¿Lo mirás? A cada instante que juego “canicas”, ahora de viejo, aparece el punto de apoyo donde me recargo a fin de que no me tiemble la mano del corazón. Mi papá, más que nunca, es mi punto de apoyo esencial. Soy un convencido de que la muerte no es más que abandonar el cuerpo para fundirse en el magma Divino.
A la hora que doña Margarita sirve el atol agrio, una fuerza vital sostiene su brazo para hacer el movimiento exacto. Su mampuesta es el aire de Comitán, el aire de la tradición y de la luz. Doña Margarita (la conocés) es quien vende atol agrio y atol de granillo, en el Mercado Primero de Mayo. Tiene como vecinas a quienes venden los chinculgüajes más sabrosos de Quijá, Comitán y puntos intermedios. Ya te conté que cuando regresé a vivir a Comitán, después de andar un rato en la ciudad de Puebla, lo primero que hice, después de dejar mi maleta, fue correr al mercado y pedir un vaso de jocoatol para tococheármelo. Primero pensé en hincarme y besar esta bendita tierra, pero luego miré que ya Juan Pablo II lo había choteado, así que mi ritual fue tomar atol agrio.
No nos damos cuenta, pero los tiempos actuales nos han despojado de movimientos que eran importantes, no sólo para la motricidad física, sino para la del espíritu. A pesar de que en los jardines de niños ahora dan estimulación temprana, nuestros niños han perdido algo. Paréntesis aparte te cuento que a mí me gusta el término Jardín de Niños (más que kínder, más que parvulitos, más que preescolar). Me gusta porque es como si el jardín estuviese lleno de angelitos que son como cronopios, diría Cortázar. Y digo esto último no por viejo cursi, sino porque, en efecto, los niños (todos) son los ángeles de nuestro Paraíso. Ya luego, conforme crecen, los adultos nos encargamos de echarlos a perder y ellos siguen por su propio camino, ya sin necesidad de echarles cuerda y los inocentes se convierten en grandes cabrones. ¡Jardín de niños! ¡Ah, qué bonito! Casi casi como decir Jardín donde juega Dios.
El tío Daniel (que a todo le busca cola) dice que el tal Arquímedes se equivocó. No debía haber pedido un punto de apoyo sino una resistente vara larguísima. Dice que el Universo tiene millones de puntos de apoyo, lo que hace falta son las palancas. “Mirá -dice-, si el pinche Arquímedes hubiese tenido una gran vara, dura, como de fierro, no de caña de castilla, la hubiese apoyado en Marte, digamos, y le hubiera dado una gran movida a la tierra”. Bueno, esto es lo que dice el tío Daniel y remata: “Dadme una buena palanca, ¡yo tengo el punto de apoyo!”.
Digo que hemos perdido movimientos importantes, porque ahora otros modos de ser nos definen. Te pongo un ejemplo: cuando era niño miraba cómo Sara, la sirvienta de la casa, servía el café de olla. Era un movimiento elemental, su mano derecha sostenía un jarrito de barro y ella hacía un movimiento de barrido, el mismo que hacen los niños cuando meten una cubeta al río para sacar pececillos. Luego, Sara vaciaba el jarro y el café pasaba a llenar la taza. ¿Mirás? Un movimiento de barrido y luego un movimiento de cascada. ¿Ahora? Ayer fui a un Oxxo y miré cómo la muchacha bonita (bien bonita, con el pantalón de mezclilla ajustadito, con la blusa bien ajustadita sobre sus pechitos ajustados) colocó un vaso de plástico debajo de un chunche, apretó un botón y esperó que el vaso se llenara con café. Esto que, en apariencia, es casi simple, establece una gran diferencia. Hemos perdido, con el extravío de nuestros movimientos esenciales, un punto de apoyo definitorio. Con estos movimientos nos volvemos, cada vez más, menos nosotros. Entiendo que estamos ya (¡qué pena!) a la altura de cualquier estanquillo de Nueva York. Por esto, el otro día que fui a la casa de doña Conchita Pérez ella al ofrecerme café insistió en que era café de olla. Claro, con eso me decía que en su casa sigue fiel la tradición, que en su casa aún está vigente el punto de apoyo. Parece broma, pero los movimientos hacen ¡la gran diferencia!
Cuando vamos al mercado regresamos a lo nuestro. Doña Margarita quita la tapa de la olla de peltre, la coloca sobre la mesa de madera, toma un vaso y, con ese maravilloso movimiento de barrido, lo mete adentro del atol agrio hasta que se llena, luego hace el movimiento de cascada y llena el vaso (si es para tomar ahí) o llena una bolsa de plástico (si es para llevar). Las mujeres que son precavidas llevan un depósito para que el atol no pierda su esencia en una pinche bolsa de plástico. Gracias a Dios y a San Caralampio el mercado comiteco aún está ajeno a la modernidad. Los mercados comitecos, por fortuna, aún no tienen botones para aplastar. El fin de este pueblo llegará el día que el atol agrio sea servido por un dispensador electrónico (¡Dios mío, qué pesadilla!). Bueno, parece que el fin del mundo no está tan lejano. Ahora ya venden tamales en Oxxo. Sí, es en serio. Te lo juro. Tiemblo. Tiemblo sólo de pensar que uno de estos días deba entrar y pedir: “deme’sté dos panes compoxxtos” o “deme’sté dos huesos de tío Oxxo”.
Los niños de mi tiempo tuvieron movimientos cercanos a la identidad. Con ambas manos controlaron el lazo de los carretones; el lazo de los papalotes; la cuerda de los trompos y el del yo-yo. ¿Ahora? Los movimientos han cambiado. Ahora manejan, con gran destreza, los pulgares, para aplastar los botones del playstation o los del celular.
Quiero pensar que los chavos de los años sesenta y setenta somos buenos amantes. Lo somos porque nuestros cielos tenían movimientos de barrido y de cascada. Cuando los niños de ahora crezcan y sean amantes ¿cómo acariciarán a sus amadas? ¿Les apachurrarán todos los botones aplastables? Siempre que pienso en la sensualidad y el erotismo me acuerdo de mi tía Mary que decía que mi tío Eusebio era muy simple “para cosas de cama”. “El inútil -decía la tía- cree que mis pechos son aguayón o pulpa, por las aplanadas que me da”, y es que el tío Eusebio había trabajado en una carnicería en Villahermosa.
Los hombres de otros tiempos fuimos artesanos, en el amplio sentido de la palabra. Nuestras manos servían para definir el mundo, para componerlo. Los relojeros ¡componían relojes! Cuando un Citizen se paraba lo llevábamos con don Pepe Sánchez y días después lo regresaba caminando, como si fuese campeón de la Maratón. Ahora, cuando un reloj se para ¡lo botan! Es tan fácil ir al mercado y comprar una réplica de plástico. Nuestro mundo se volvió desechable. Ahora el único movimiento que nuestras manos hacen es el de botar basura. ¡Ah, bárbaro, cómo aventamos cosas! Botamos pañales cagados, condones usados, rastrillos, envases, bolsas y mil chunches asquerosos más. Esto que escribiré es una bobera, pero a veces pienso, de veras lo pienso, que los muchachos de hoy ya no se masturban como antes. Tal vez existen aparatos donde aprietan un botón y la máquina hace todo por ellos. Sí, mi niña bonita, es una bobera pero lo pienso. ¿No mirás que en Japón hay máquinas que “te limpian”, después de hacer del dos? Bueno, con esto digo todo: hasta ese movimiento de papel lo hemos perdido. Nuestras manos sólo hacen el movimiento de tirar basura. ¿Mirás qué símbolo tan jodido estamos formulando?
Posdata: A veces voy al mercado sólo a ver. No compro. Me recargo en una pared o en un poste y miro. Miro a las niñas bonitas que pasan; a las señoras que cargan bolsas llenas de manzanas y papayas (lo digo sin albur); a los hombres que cargan los trozos de carne al hombro, sobre unas mantas blancas llenas de sangre. Miro el movimiento de las manos de los hombres que ahí trabajan: el tablajero que corta un trozo de carne; la mujer que envuelve el pedazo de queso de doble crema; la mujer que, con una maquinita hermosa, llena la tripa con carne para hacer chorizos; la mujer que riega gotas de agua a los manojos de cilantro. Pero lo que más me impacta es el movimiento que hace doña Margarita a la hora que sirve el atol agrio. ¿Quién sabe cuántos años lleva haciéndolo? Esto es lo que se llama heredad. Ese movimiento no podemos dejar que se extinga. No podemos vivir de puro apachurrón de botones. El acto amoroso exige la sensualidad el movimiento, la seducción.
No sé nadar, pero admiro a los nadadores. Me encanta ver, desde la orilla, desde una silla, tomando agua de coco, a los nadadores en las albercas. Ah, qué sincronía con manos, brazos, cabeza, torso, pies. Si tuviesen alas seguro que saldrían volando en cualquier instante. Son tan bellos los hombres y mujeres adentro del agua. Algo nos falta a la hora de nadar en el aire, como que acá nos atontamos, perdemos ese vínculo amniótico, esa nostalgia de placenta.
Por esto, mi niña vaso de atol, me gusta convivir con vos. Me gusta cuando caminamos por el parque de San Sebastián y me decís que elevemos los brazos y los movamos como si fuésemos un barco de remos. ¡Ah, qué disfrute! No perdás esa capacidad de Leonardo Da Vinci, seguí siendo, siempre, un helicóptero en los más intrincados sueños. Total, mientras tanto, yo puedo ser tu punto de apoyo; puedo ser tu Arquímedes de Chacaljocom. Sé vos la palanca que mueve mi mundo, siempre.
viernes, 8 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE CÓMO EL CIELO ES AZUL
Azul es el vestido de Angélica y azul la serie de focos que, como serpiente, se enreda en el tronco. Al lado, el busto de Josefina García da la espalda, un poco como para decir que sólo es mito. Y un mito no tiene nada qué hacer ante la realidad de la Historia. Y esta foto es la Historia. Por esto, porque todo acto de vida es un acto de fiesta, el camino de juncia da fe del camino de la Reina. La tradición indica que los barrios de todos los pueblos de México renuevan su pacto de nobleza en un acto de Real Nobleza. Por esto es azul el vestido de la Reina, porque por sus venas corre sangre azul, no literal, pero sí simbólica.
La mujer que aparece en un extremo se cubre con una bufanda (también azul), lo hace porque esa noche de festejo, de veinte de enero, fue una noche fría. Por esto, los hombres tienen las manos adentro de las chamaras o de las bolsas del pantalón. Sólo ella, la Reina, siente calor en su corazón. Su vestido le deja descubiertos los hombros, los brazos, las manos, parte del pecho, la espalda, el cuello y el rostro completo. Un rostro que sonríe, que es como la enunciación de una noche sublime.
Esta foto muestra el instante previo en que Angélica será coronada como Reina del barrio de San Sebastián 2013, de la ciudad de Comitán.
Una voz, sólo una, en el facebook se atrevió a cuestionar el método de elección de Angélica. La voz preguntó si ella era del barrio y cómo había resultado electa. La mayoría ignoró esta voz, porque todo mundo de acá sabe que Angélica es integrante de una familia de gran tradición en el barrio. ¿Qué reclamaba esa voz? Tal vez lo que llaman un método de elección popular, un método de elección democrática. Esa voz no comprendería que todo acto es un acto de decisión. Si un Comité de Feria se abroga el derecho de nombrar a alguien lo hace con el derecho que le otorga su condición. Las elecciones de reinas se hacen por dos o tres métodos conocidos. No hay más. Uno es la voluntad personal, otro es la voluntad popular y uno más la decisión de un jurado. En los tres casos existe el principio del acto de decisión. ¿Existe un método imparcial? ¡No! Perdón, pero ¡no! En el jardín de niños que estudié, la elección de Reina de la Primavera se hacía en base a votos comprados. La niña que llevaba más dinero ¡era electa! En caso de una elección democrática se nombra a un Jurado que es quien decide. ¿Quién mete la mano al fuego para asegurar que esa decisión es la correcta y que no algún jurado se inclina por alguien en especial? Quienes se rasgan las vestiduras exigiendo un método justo no saben que sólo Dios tiene esa potestad. Todo lo demás es falible.
¿Alguien se opone a que esta niña, bella, inteligente y orgullosa de su identidad represente a un barrio con gran tradición cultural? Angélica fue bendecida por muchos dones: es una alumna destacada, una gran declamadora y es una mujer guapa.
Los comitecos y los de fuera saben que en nuestro pueblo existen muchas niñas con dones similares. No es casualidad que los hombres digan que Comitán sigue siendo Comitán de las Flores por la belleza de sus mujeres. Por esto, Angélica no sólo es representante de su barrio, también es digna representante de un pueblo digno: Comitán.
Un reflector de atrás, por la magia de la lente, pareciera ser un lucero que dirige su luz directamente a Angélica. Ella, con humildad, pero en actitud segura, sonríe. Está acostumbrada a hacerlo, es una triunfadora.
Si pudiésemos leer su mente veríamos que es una mente clara. Los retorcidos son los árboles que parecen ceder ante el peso de las retorcidas ramas. El árbol de la serie de focos azules creció enhiesto, pero llegó un momento que cedió a la tentación y se abrió. Sólo ella está parada firme. Sonríe. Sonríe a la cámara que la retrata. Por esto, hoy, el de la cámara le sonríe.
Las miradas se reparten: algunas ven hacia el lugar de honor, otras ven las caras de las personas con quienes conversan y otras ven a Angélica. Sólo ella no mira a otra parte. Casi casi tiene la seguridad de que a la cámara que ve es la que le devolverá su imagen. No mira a nadie en especial, ve a la cámara porque ahora ve a todos los lectores y éstos la miran. No ve hacia el lugar de honor, porque sabe que, instantes después, será suyo. Tal vez así mira el mundo, segura de que el sitio de honor que le corresponde no será alcanzado por nadie más que por ella.
Todos se cubren con chamarras, ella no, en medio del frío, escucha un blues a lo lejos y es como si estuviese en medio de una plaza con temperatura de veintitrés grados. Es azul, la noche es azul, azul la serie de foquitos enredada en el árbol, azul su vestido, su horizonte es azul, azul cielo
miércoles, 6 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA QUE MUESTRA UNA FOTOGRAFÍA
El acto fue sencillo: colocar la cámara frente a la fotografía y disparar. El tío Eugenio siempre dijo que este acto se asemejaba mucho al acto que realiza un cazador, pero, a la vez, era la antípoda. El fotógrafo preserva la vida. El cazador y el fotógrafo frente al venado realizan el mismo acto: se paran frente al animal, apuntan y disparan. Ambos logran un trofeo. El cazador hace que el instante retome su miserable condición natural y el fotógrafo, por un proceso Divino, hace que el instante se convierta en algo casi eterno.
Y digo que el acto fue sencillo, porque ahora pienso en un fotógrafo de National Geographic, por ejemplo. ¿Cuántas horas tarda en un territorio esperando que el águila llegue al nido? ¡Horas y horas soportando la lluvia y el frío o el calor de mil infiernos adobados en magma de volcán! ¿Cuánto tiempo le tomó a Gabriel Penagos (autor de la foto expuesta)? No lo sé.
La fotografía que tomé muestra un muro de piedras, como fondo (se alcanza a ver una protección de hierro y el arco de madera de una ventana); se aprecia el piso de losetas en rojo quemado y un soporte de madera de pino que exhibe la fotografía que se publicó en el libro “Comitán de mis amores. Colores y miradas de nuestra tierra”.
Y digo que el acto fue sencillo porque no hay cosa más simple que tomar la foto de una foto. Pero, si me detengo tantito, veo que el acto entraña cierta complejidad. Es un poco como si el derecho de autor se cancelara, un poco como si me aprovechara del talento del otro. Acá enseño la mirada del otro a través de mi mirada. La fotografía de Gabriel está dividida en dos planos: el superior abarca casi tres cuartas partes, y el plano inferior se queda con el resto. Las montañas y el pueblo son casi una franja mínima en comparación con la rotundez del cielo y de las nubes. De acuerdo a la línea del horizonte que se aprecia, puedo decir que el fotógrafo está encaramado en algún lugar por encima de Comitán. ¿Está en El Mirador? ¿Está en el Cerro de La Ametralladora? ¿Hizo un prodigio y levitó gracias a sus cartas credenciales que dicen que es Ángel Gabriel? En esa altura, al fotógrafo se le hizo fácil levantar tantito la vista y dejarse sublimar por el cielo que, según se aprecia en la foto, es como un chal que protege a este pueblo de Dios.
Y digo que el acto fue sencillo, porque me apropié de su mirada. Hoy, con esta revolución de cámaras digitales ya no está vigente la actitud de los indígenas que no se dejaban retratar porque les robaban su espíritu; ahora robamos el espíritu de los fotógrafos, un poco como para regresar todos los espíritus indígenas robados.
Esta foto (perdón, Gabriel) ¡es mía! Nadie podrá acusarme de plagio. Bastaría una sola piedra del fondo para comprobar que la foto es de mi autoría y no de él. ¡Dios mío, qué frágil se ha vuelto el mundo!
Brice Echenique fue acusado de plagio. Dicen los críticos que tomó textos de otro y apenas le hizo ligeras modificaciones. El escritor Brice Echenique fue demandado. La fotografía está más expuesta al plagio. Ahora pienso que podría ir a la cárcel si hiciera con la literatura lo mismo que hice con la fotografía de Gabriel. El mundo se me vendría encima si tomara un texto de Julio Cortázar y le agregara dos piedras y un soporte, como hice ahora con esta fotografía.
Al estar frente a la foto de Gabriel pensé que era un prodigio. En el Centro de Comitán tenía una panorámica de mi pueblo. El cielo eterno de un instante lo tenía para siempre al alcance de mi mano, al alcance de mi ojo, al alcance de mi corazón. Nunca, lo sé bien, ese cielo volverá a estar como estuvo esa tarde en que, seductor, se mostró como se muestra en la foto. Sólo Gabriel, lo sé bien, tuvo el privilegio de verlo así. Todos los demás estábamos enredados en otros afanes: Mariana estudiaba, José pegaba ladrillos, Armando subía una foto familiar al muro de su facebook y yo, Dios mío, escribía una Arenilla. Ninguno de nosotros miró el cielo, ninguno de nosotros subió adonde Gabriel subió. Sólo él vio este cielo, lo atrapó para siempre, y lo dio a los demás. Ahora, mientras él sube una foto a su muro del facebook yo miro su cielo y se lo devuelvo en palabras. Claro, tengo ventajas. Él no podrá tomar una fotografía de esto, a menos que beba las palabras, luego suba a la montaña y las vomite, parado sobre una piedra. Sólo esta posibilidad tiene: retratar las palabras a mitad del aire, volando como cometas, como chinchibules, como nubes grises y compactas jugando por los cielos. Tal vez, entonces, el acto complejo del plagio se convierta en algo sencillo, tan sencillo como plagiar una fotografía a plena luz del sol y frente a la mirada de todo el mundo.
lunes, 4 de febrero de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE UN GATO QUE INTENTA APARENTAR SER CULTO
Entró por la puerta principal. Lo hizo con la lentitud con que caminan los gatos que poseen el secreto del misterio cuando se dice que “hay gato encerrado”. Es un gato -lo intuyo- que conoce el terreno que pisa. Tal vez es “gato casero” y duerme en alguna galería del mismo edificio. Lo digo, porque el vestíbulo donde camina el gatito blanco, con motas cafés, corresponde a un edificio donde hay una sala cinematográfica. No lo vio al entrar, pero a su izquierda, en el muro de lajas jaspeadas del fondo, se recorta un pizarrón negro que muestra los nombres, en letras blancas, de los directivos de la institución. Este letrero demuestra que, en la vida, muchas cosas son maniqueas y ante lo negro debe sobreponerse el blanco. Pero puede ser que el gatito no sea de casa y sea un gato callejero o de casa ajena y, despistado, haya entrado sólo a ver si en algún espacio de la sala cinematográfica todavía quedan ratones. Y escribo esto porque en mis años de infancia, en el Cine Comitán, de mi pueblo, los gatos se paseaban orondos por la butaquería y por el escenario. Con esto, el dueño del cine garantizaba que el edificio estuviese libre de roedores (Mariana siempre dice que los edificios públicos de México deberían tener gatos, para garantizar la ausencia de ratas y ratones). En el Cine Comitán, uno no sabía qué era mejor: si espantarse ante la carrera alocada de un ratón (a la hora que exhibían la película “Ben, la rata asesina”) o sentir (a la hora que exhibían la cinta “Los pájaros”, de Hitchcock) cómo el gato se sobaba en medio de las piernas, al estilo con que las putitas de la calle Independencia, de la ciudad de México, se sobaban en el cuerpo de los muchachos que, indecisos, espiaban detrás de un poste.
El gato blanco, con motas cafés, tiene un nombre. Tal vez los que ahí trabajan lo conocen y ya le pusieron uno. Tal vez los del Departamento de Literatura lo llaman Okawa, nombre del gato que hablaba con Nakata, ambos personajes de Murakami. Pero lo más seguro es que lo llaman por su nombre verdadero, el nombre que le puso su dueña, la niña que se enamoró del gatito (porque se ve que es un macho; por la forma en que extiende la pata derecha delantera, por la forma en que ve hacia la pared blanca, por la forma de su pensamiento que está mucho más allá de lo que el cristal del fondo refleja ¡se advierte que es un macho!). Por esto, durante las noches, debe pasearse por la Avenida Central de Tuxtla y debe escabullirse por las paredes tapizadas con enredaderas y debe trepar por las bardas y debe coger a las gatitas que, siempre deseosas, siempre seductoras, lo esperan en los techos y en las azoteas donde duermen las otras “gatitas” que al otro día deberán levantarse temprano para ir al mercado y tener listo el desayuno de sus patrones. Todas las gatitas cogen, en noches de calor, en las azoteas o en los cuartos de las azoteas.
Y digo que debe haber entrado a ver si había ratones en la sala cinematográfica que lleva el nombre de un dramaturgo chiapaneco, porque es imposible que haya entrado a ese edificio a presentar un proyecto cultural (se sabe que, por lo regular, los gatos se concretan a cumplir órdenes y tienen prohibido presentar iniciativas).
Los gatos sueltan pelos por todos lados. Tal vez este gato moteado dejó algunos en su camino por el vestíbulo. Pero no creó alarma, porque, dos minutos después, una afanadora pasó el “mechudo” por el suelo. Siempre es así. Las huellas de los miles de gatos moteados que han entrado se han perdido en el tiempo.
Este gato, lo advierto, no puso atención al cartel que está pegado en el cristal de la puerta de entrada. No lo hizo, no porque no le llamara la atención, sino porque es el lugar que menos llama la atención. El único mural donde la gente pone atención es la hermosa pared jaspeada que, parece, en cualquier instante se abrirá como una flor gigante y mostrará el pistilo y el aroma de su esencia. ¿A qué olerá? Todo -pensó el gato a la hora que puso la primera pata sobre el piso del edificio- todo está lleno de líneas rectas. Apenas el chunche del basurero da la nota cálida. Porque, esto lo sabe el gato constructor, la línea recta es fría. La línea curva otorga un poco de calidez al mundo. Por esto, piensa el gato moteado, me gusta ser como soy. Sería un contrasentido ser un gato de líneas rectas. No se trata de ser voluptuoso, se trata de ser sugerente, como sugerente la poesía, como sugerente el arte. El edificio es inamovible por sus líneas rectas de carretera cansada. ¿Quién otorga la línea cálida? Dios creó el universo con líneas sugerentes. En cada esquina del universo está ausente la línea recta. Esto piensa el gatito, mientras avanza y deja atrás el muro de losetas jaspeadas, el pizarrón donde están los nombres de quienes, por ahora, cuidan de la casa.
(Fotografía tomada el 22 de enero de 2013. Oficinas de Coneculta-Chiapas. Tuxtla Gutiérrez).
sábado, 2 de febrero de 2013
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UNA LÍNEA ES MÁS QUE UN PUNTO
Querida Mariana: cuando entrás a Comitán, viniendo de San Cristóbal (antes de llegar al bulevar lleno de buganvilias) hay un arriate largo, largo, que separa un carril del otro. En ese mini bulevar están sembradas plantas de maguey, que son como penachos aztecas, como sueños de medusa. Quién sabe a quien se le ocurrió esa buena idea. Porque ese sembradío es como un pendón de bienvenida que dice: viajero, bendito seás, estás entrando a la tierra del comiteco. Porque esta bebida alcohólica, igual que el tequila, se hace de esta planta.
Hay un escritor que asegura que el comiteco más famoso del mundo es “el comiteco”. Y esto es así, porque, hablando de famosos, un bonche de famosos escritores ha incluido al “comiteco” en sus obras literarias. Esto ha hecho que medio mundo conozca la bebida. Claro, no todo mundo lo ha bebido, pero es un elemento mítico de nuestra comunidad.
Sin duda recordás el conocido cuarteto que dice: “Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro… / y a veces lloro sin querer”. ¡Sí, niña mía, es de Rubén Darío, el poeta Nicaragüense, introductor del Modernismo, en América! (el travieso poeta Efraín Huerta se pitorreó del Modernismo y parodió a Darío diciendo: “…cuando quiero coger no cojo / y a veces cojo sin querer”. Bueno, ya sabés cómo es el mundo).
Recuerdo a Darío, porque este poeta escribió un cuento que se llama “Huitzilopochtli”, donde hace mención del comiteco. Sí, el gran poeta tenía en su mente nuestra bebida (quién sabe si también en su paladar y en su espíritu). En el cuento mencionado, uno de los personajes, mister Perhaps, le ofrece un güisqui al Coronel, pero el Padre Reguera dice: “prefiero el comiteco”. Y la historia consigna que el Coronel se mete un pitutazo de comiteco, acompañado con sal. Como si ese fuese el ritual para celebrar la vida: poner un poco de sal en la lengua y luego meterse de un solo trago el trago de nuestra bebida más famosa (¿o al revés, primero el trago y luego el poco de sal?).
Los cronistas e historiadores comitecos aún están en deuda con nosotros, no han escrito “La historia verdadera de la conquista de los paladares del mundo a través del comiteco”.
De las bebidas más famosas de México están el tequila (de Jalisco), el mezcal (de Oaxaca) y el comiteco (de Comitán, Chiapas). Si vemos, las dos primeras bebidas han acrecentado su fama y ahora son bebidas cotizadísimas. ¿Qué pasó con el comiteco? Bueno, bueno, ya nos han explicado cómo las autoridades de hace tiempo se encargaron de echarle una paletada de tierra. Faltó visión empresarial y conciencia de identidad. Por fortuna, ahora mi amigo Jorge Domínguez sigue con la tradición y elabora el comiteco. Aunque, aseguran los expertos, ya no puede compararse con el de antaño, aquel que bebieron nuestros abuelos y que hacía “cordón”. ¡Ah, cómo lo cuentan los abuelos! Dicen que era la prueba de fuego, ponían a la botella con el culo para arriba y a la hora que la volteaban aparecía un cordón de burbujas. Esa era la señal de la calidad óptima. Ya luego abrían la botella, servían el licor en copitas y ¡va güitz! ¡Ah, qué prodigio de vida, qué cordón de luz!
Como si fuéramos merolicos podemos anunciar: “¡Beba su comiteco! Señor, señora, para cuando tenga gutzera; para cuando le asome el flato; para cuando tenga contento en su alma; para cuando esté enjundioso; para cuando tenga atrapazón de tripa; para cuando su ojo esté lloroso; para cuando el arco iris no tenga el color achiote; para cuando esté trepado en la nube más alta; para cuando el manteado sea el cielo de su patio; y para cualquier ocasión: ¡métale comiteco a su corazón!”. Porque el comiteco ha sido elemento fundamental de nuestro carácter. Está aliado al sonido de la marimba, al sabor de la butifarra y al aroma del tenocté. Porque no hubo casa donde llegara el invitado y la señora no dijera: “pásele a lo barrido, compadre, aunque barrido no esté”. Y cuando el compadre soltaba el culo en la silla de mimbre, de inmediato la sirvienta aparecía con una charola y la comadre decía: “¿se mete’sté un su pitutazo de comiteco?”, y el compa, sin pensarlo dos veces, tomaba la copa y, sin decir agua va, se lo jimbaba de un solo trago. Ya luego, con el ardor del licor en el cuerpo, con el calorcito como de agua azufrada, como de arena de playa, preguntaba: “¿y qué razón del compadre?”. Si el compadre estaba ¡se comportaba!, si no estaba, pues se acercaba más a la comadre y le decía: “¡Ay, comadrita, qué buena se ha’sté puesto!”.
Era la tradición de buen anfitrión: ofrecer una copita de comiteco. Por esto, en “El Papa verde”, novela de Miguel Ángel Asturias, escritor guatemalteco que obtuvo el Premio Nobel de Literatura (¡nadita!), hallamos enredado al comiteco. Hay un instante en la novela en que un grupo de compas toca guitarra y toman su traguito, entonces cuando la reserva merma dice un personaje: “Se está acabando la botánica y nos vamos a quedar a pie… Hay que ir por otra… Yo doy”. De inmediato (¡nunca falta!) Rosalío Cándido dice: “No dé nadie, pues yo tengo tres botellas de comiteco”. Ah, qué bendición, el tal Rosalío era casi casi como Jesús y a la hora que el trago escaseaba tenía la fórmula para hacer del agua ¡comiteco! ¡Benditos hayan sido!
¿Mirás qué prodigio? ¿Mirás qué gentileza y generosidad de pueblo al brindar al mundo una bebida de excelencia? ¿Qué pasó? ¿En qué momento torcimos el destino prodigioso? Disculpá, no te vayás a enojar por la comparación, pero el otro día fui a San Cristóbal y descubrí que mis amados coletos continúan elaborando “la cervecita dulce” y “el nectarín”, bebidas propias. Acá, mis amigos que saben de cálculo diferencial, insisten en que al comiteco deberíamos regresarlo a su sitial de honor. Sugieren que los inversionistas dedicados al ramo emprendan una campaña intensa de dignificación hacia esta bebida. Ya sé que mi tía Elvira se encabronará y dirá: “Bola de bolos, sólo están pensando en la borrachera. Que el infierno les adobe la panza cuando lleguen”.
¿Cómo decirle a la tía que no se trata de fomentar la bolera? ¿Cómo explicarle que tomar una copita de comiteco es como bendecir el espíritu? En mis tiempos de bebedor sentí esa flama bendita en mi cogote, sentí cómo, casi casi como agua de cascada El Chiflón, resbalaba impetuosa por mi garganta y era como un trapito caliente, como una compresa para curar el alma, para infundirle vida.
Matías, personaje de Eraclio Zepeda, en el cuento “Viento”, también ofrecía comiteco. Matías, indio curtido de Solosuchiapa, es paciente. Nada lo mortifica, ni siquiera la muerte de su hijo. Laco Zepeda dice: “Matías nunca tuvo prisa. Si era necesario esperar quince años para comprar la dinamita suficiente para volar las piedras que estorbaban el camino, Matías no se desesperaba. Aguardó tres años para recoger el cadáver de su hijo Quinto, que le mataron en la montaña. Cuando le avisaron se fue a donde había caído. Lo vio acabando de morir, fresco aún, hasta calientito de la nuca todavía; pero allí lo dejó. No lo quiso enterrar sino hasta tres años después, el día en que, para vengarlo, le metió los veintisiete machetazos del culto a Pancho García que fue quien madrugó al pobre Quinto. Fueron veintisiete machetazos porque esos son los días que tiene la luna llena, y porque esa era la edad del hijo Quinto, y porque a veintisiete leguas, montaña adentro, está el templo de San Miguelito. Tres años esperó para vengar al hijo. Tres años después fue cuando se encontró con el asesino. Hasta ese día enterró al pobre Quinto y entonces sí le prendió sus velas, y le quemó copal, y su mujer, la Martina, rezó el rosario, y él tocó la guitarra y le cantó las golondrinas y regaló a los invitados, dos garrafones de comiteco.”.
¿Mirás, niña viento, niña lluvia, niña sol? El buen Laco, con esa prosa sabrosa, como de aire sin dique, también tiene al comiteco en el buche de su alma. ¡Claro, medio mundo lo tenía, porque todo mundo sabía que los prodigios no se repiten a cada rato! ¿Cuántas lunas tienen que pasar para que un licor aparezca en el horizonte? ¿Cuántos siglos del güisqui, cuántos del vodka, cuántos del tequila? Nosotros, como dijera el Perro Bermúdez, tuvimos al comiteco, era nuestro y lo dejamos ir. Lo que estaba marcado para ser un gran gol resultó un ¡tirititito!
Aún es tiempo, niña de montaña, niña de árbol tiuca. Aún es tiempo de reencontrarnos con lo nuestro.
Y no vayás a pensar que sólo estos autores hablaron gloria de nuestra bebida. No, hay más. Van apareciendo poco a poco, como si fueran soles y se mostraran tímidos a las seis de la madrugada para luego, a las doce, inundar de luz.
Posdata: me siento chento cuando escucho una mención al comiteco. Porque también es nuestro gentilicio. Este es otro prodigio de nuestra cultura. No hay bebida en el mundo que tenga un nombre que también aluda al gentilicio. Los comitecos bebemos comiteco. ¿Mirás qué bonito suena? Es como si nos bebiéramos, como si empapáramos nuestro espíritu con nuestro propio espíritu. ¿Dónde has visto que el tequila sea bebido por los tequilas? ¿O que el mezcal sea bebido por los mezcales? ¿No verdad? ¿Mirás qué bendición? No hay güiscos, no hay vodkos. Sí hay comitecos que beben ¡comiteco! Cotz con todos los hombres de buena voluntad que beben comiteco. ¡Que así sea!
Tío Tavo Penagos hizo famosa a la “macharnuda”. Ahora el Nuka, alias Francisco Nucamendi, hace famoso el “macharnuka”. Tenemos una propensión a ser grandes, pero luego, a la vuelta de la esquina, como que nos apachurramos y no hacemos crecer las ideas brillantes de brillantes comitecos. Ojalá que ahora los inversionistas piensen en grande y le den más cuerda al papalote y que éste se eleve mucho y que nunca se rompa el hilo y que las nubes sean nuestro alimento y que los cielos sean nuestro destino.
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