miércoles, 30 de enero de 2013


POR CUANTO PENSAMOS QUE NO EXISTE

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como tatuaje en un brazo y mujeres que son como una caricia sobre el cuello.
La mujer caricia sobre el cuello renace cada vez que su amado da cuerda al agua de su río. Basta que su hombre la mire como si ella fuese un cuadro de Kandinsky o la puerta del cuarto prohibido, para que la mariposa de su corazón aletee a cien por hora. De ese cuarto que nunca se abre en casa porque, dice la tía que siempre teje, es una bodega y está húmeda. Pero ella, la mujer caricia sobre el cuello, sabe que esa humedad es la misma que siente en su entrepierna cuando su amado, como si fuese un niño, la ve como vio por primera vez el cielo lleno de estrellas. ¡Ah, qué trigo de cafetera! Todo el cielo es como un campo sembrado de luciérnagas, como avenida de ciudad, como si Dios -qué idea tan boba- tuviese necesidad de decir ¡acá estoy!
Echa de menos las hamacas y el rumor del agua que se tiende sobre la arena; odia los relojes que, tercos, le recuerdan que debe regresar a casa. Qué fácil sería subirse a un barco, llegar a una isla y no tener que regresar a casa a la hora determinada; qué fácil sería privilegiar la flama de su amado y apagar todos los demás quinqués donde los padres insisten en marcar un camino.
Ella es mujer que disfruta recorrer la piel del amado, con la misma sensación con que la tela acaricia la almohada o la luz toca la sombra o el cabello se deja besar por el viento. Sería tan fácil subir a un tren y dejar todo atrás, dejar el polvo del andén, el hartazgo del sol en la tarde, la cama del hospital, la hoja que se despega de la rama y el ojo que se cierra en madrugada.
Sueña que un río inunda su cuarto y moja todo, moja sus libros, la televisión, su ropa, sus manos, sus piernas, la flor más amada de su cuerpo. Sueña que todo está húmedo, húmedo el puente, húmedo el mástil y húmeda la letra de la postal enviada desde un país lejano. Húmeda la ventana que saluda a la húmeda mañana, húmedo el labio que da el beso de bienvenida, el de despedida; húmeda la mano que la envuelve de la cintura, húmedo el movimiento que la despoja del brasier y deja sus pechos al aire, húmeda la luna que pinta de plata sus pezones y húmeda la palabra que nombra el nombre del amado.
Ella juega con el espejo a la hora que, coqueta, se peina, a la hora en que se lava los dientes con el cepillo de él, a la hora que el vaho del agua caliente elimina el reflejo.
Ella camina por senderos delimitados con muros de enredadera. Camina por avenidas donde los árboles sueltan sus hojas como suelta el moribundo el último aliento. Camina por donde camina el sueño a la hora en que la calle está vacía. Camina por las terrazas donde las flores se abren a la mañana con la misma generosidad con que se abre la ventana de la casa de la abuela. Camina por donde la luz se extravía en callejones de calles empedradas. Camina con el mismo aliento con que la voz se expande en el micrófono o en el eco.
Le gusta saberse admirada. Le gusta andar a la hora que los hombres hacen fila ante la taquilla del estadio de fútbol. Lo hace para sentir que todas las miradas se posan en sus pechos o en sus nalgas. Siente esa mirada como si fuesen nubes tatuando el cielo, como si volaran aves alrededor de sus areolas. Le gusta sentir cómo sus pezones se abren como flores y hacen guiños a esos ojos que, como lobos, como perros, anhelan el cielo.
Es una mujer generosa, es como un barandal para invidente, como reina para tablero de ajedrez, como cortina para ventana sin cristales, como ladrillo recocido para muro de aire, como banca para el desierto de la calle.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como la mano que recoge la basura y mujeres que son como anillo extraviado en un lavabo.