sábado, 16 de marzo de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO HACE PAUSAS

Querida Mariana: ¿cómo regresar las ausencias? Los seres humanos hemos creado varias formas a través del recuerdo. Un día (¡bendito día!) el hombre inventó la fotografía y el video. A través de estas dos esencias podemos recuperar ausencias. Ahora que tenemos ese prodigio que se llama devedé puedo, a la hora que lo desee, mirar películas donde aparece Marilyn Monroe, por ejemplo. Pero no sólo a través del cine, también a través de las fotografías. Abro una revista de Playboy (¡uy, qué cosa tan bonita!) y miro a la Marilyn, como si ahora mismo estuviese acá, al lado de mi buró; es decir, en mi cama. La fotografía y el cine hacen el prodigio de recuperar rostros y cuerpos extraviados. Algún día, el hombre logrará inventar el espectrómetro espiritual y recuperaremos las almas de nuestros ausentes; nos sentaremos con ellos en una mesa debajo de un árbol de durazno y tomaremos café y comeremos panes compuestos y oiremos marimba y platicaremos hasta el amanecer sin apremio. Mientras tanto, nos conformamos con recuperar rostros e instantes a través de fotos y de videos. Basta (¡por fortuna!) un instante capturado en una fotografía para accionar el mecanismo del recuerdo y traer una avalancha de instantes. Un sencillo momento nos catapulta a una serie de recuerdos intensos, dramáticos y maravillosos. He visto cómo muchas personas ven una fotografía y se convulsionan del llanto o de la risa ante el recuerdo de un ausente. Mi tía Ina, todas las tardes, a las cinco, salía al corredor de su casa y se sentaba en la vieja poltrona que fue la favorita del tío Enrique. Ella abría el álbum, con tapas de madera labrada, y miraba viejas fotografías en blanco y negro y en sepia. Con la punta de su chal se limpiaba unas lágrimas que aparecían en su carita, mientras sonreía. “Tu tío viene a visitarme todas las tardes”, decía. A mí siempre me sorprendió esa invocación. No era ella quien lo convocaba, sino que él (creía ella) llegaba puntualmente a verla. Por esto, desde media hora antes de las cinco nadie la interrumpía, porque ella se arreglaba como si, en efecto, esperara al amado. A las cinco en punto salía vestida como de fiesta, con su vestido rojo, con su torzal de oro, con sus grandes arracadas y con un pañuelito blanco en la mano (ese pañuelo había pertenecido al tío). ¡Ah, con qué garbo, con qué ilusión, llegaba hasta la poltrona y hacía el ritual de convocar a su amado!
El otro día, el Ateneo de Comitán (¡en buena hora!) rindió un homenaje en memoria de la comiteca Leonor Pulido. Y bueno, dirás vos, ella qué timbales tocó. ¡Ah, la historia es larga! Los mayores cuentan que ella fue dueña de lo que ahora es el Parque Nacional Lagunas de Montebello; ella tenía su casa frente al lago mayor. ¿Lo imaginás? ¿Imaginás ese prodigio? Hagamos un juego de imaginación e imaginá que sos dueña de El Chiflón. ¿En dónde colocarías tu casa? ¿Hasta mero arriba o hasta mero abajo? ¿Hasta mero arriba para sentir que sos dueña del mundo? ¿Hasta mero abajo para recibir la brisa como una bendición, como un bautizo? Y digo hasta mero abajo como si dijera en la rivera izquierda del río. No debajo de la cascada, porque ante el primer zapatazo de agua quedarías como cucaracha de agua y tu casa como batido de Tzimol.
El cronista municipal, Arquitecto Pepe Trujillo, comentó, esa tarde de homenaje, que él conoció a doña Leonor. Eran vecinos. Yo también conocí a doña Leonor, a pesar de que no era vecino. Una vez, por azar del destino, actué en una obra teatral dirigida por ella.
Ahora ya podés ver por dónde andaba el camino de Leonor Pulido, andaba enredado en los ajos del arte. Y digo esto porque esa tarde de homenaje, el maestro Ernesto Carboney leyó poemas escritos por doña Leonor.
A pesar de que estoy viejo no logro imaginar qué sentía doña Leonor al ser dueña de esa maravilla que ahora es Parque Nacional. ¿Imaginás qué cará pondría alguien que viera el Chiflón y vos, muy oronda, con los brazos cruzados, dijeras: “yo soy la dueña”? ¿Imaginás cuál sería nuestra reacción si alguien dijera: “soy dueño de El Sumidero”? (y no me refiero al Motel que está en la entrada a Tuxtla y que muchos paisanos reconocen). Bueno, pues algo así debió suceder cuando doña Leonor bajaba del camión de redilas y entraba a “su” casa, construida frente a “su” Lago de Montebello. Tal vez ella tuvo conciencia del privilegio de ser dueña de algo más allá de lo normal y deseó corresponder a esa grandeza transmitiendo arte a su pueblo, porque esa tarde de homenaje se honró su memoria recordando que ella escribió narrativa y poesía, pero, sobre todo, alentó la creación de grupos culturales, donde la actuación fue un sostén importantísimo. Por esto, dos artistas jóvenes actuaron ahí: Mónica Sánchez y Rosa Hortensia Aguilar Trujillo.
Digo que actué por casualidad en una obra dirigida por ella, porque no me correspondía el papel. Una mañana, el padre Carlos pidió que levantaran la mano los alumnos que quisieran participar en una obra de teatro, para presentarse en el cierre de ciclo escolar. Estudiábamos el tercer grado de secundaria. Seis o siete u ocho alumnos levantaron la mano (yo incluido). El padre dijo: tú, tú, tú, tú, tú, tú y tú. (¡siete! El excluido ¡fui yo!). Bajé mi mano con un dolor por dentro, como cuando comés chile y te dan ganas de llorar. La clase continuó como si nada. Todo mundo escuchó con atención la historia de cuando Dante baja a los infiernos. A la hora de la salida, Enrique (uno de los elegidos) me dijo que irían a la casa de doña Leonor, por la tarde. “Vonós”, me dijo. Como en ese tiempo Enrique y yo íbamos juntos a todos lados dije que sí y comencé a ir, todas las tardes, al ensayo de la obra. Los actores ensayaban en la sala de la casa. Yo, en una esquina, miraba sus desplazamientos y miraba cómo doña Leonor movía los brazos, se acercaba a ellos, les decía cómo debían moverse, cómo reír, cómo tirarse al piso. Dos o tres semanas después, como resulta en tantas historias de vida, un día faltó uno de los actores y Enrique (con ese colmillo retorcido que siempre ha tenido) dijo: “Ahí está Alejandro. Él se sabe el papel”. Doña Leonor miró a todos los demás y les dijo que se pararan, que íbamos a ensayar la obra, que ya estaba cerca la fecha y no podíamos perder tiempo. Ah, no sabés qué gusto me dio oír eso. Dijo que “íbamos” a ensayar; dijo que no “podíamos” perder tiempo. ¡Yo estaba incluido! Había escuchado tantas veces los parlamentos que, en efecto, los sabía de memoria. Total, mi niña escenario, cuando el actor elegido regresó días después, doña Leonor le dijo algo parecido a “quien se va a la Villa pierde su silla” y yo me adueñé de la silla y representé el papel. Esa noche de homenaje la recordé porque todo mundo de ahí mencionaba su nombre y porque, en la pared del fondo, donde estuvo la mesa de honor, alguien colgó una fotografía de doña Leonor. Cuando las personas mueren tenemos propensión a colocar las fotos de nuestros ausentes para no olvidarlos. El maestro Jorge me obsequió una foto de mi papá y la tengo en la oficina de la Universidad. Le saqué una copia y ésta la coloqué en la mesa que hay en la sala de la casa. Ahora mismo, mientras te escribo, vuelvo la mirada y lo veo y él me ve y, a pesar de que está medio serio, lo veo sonreír. Vos sabés que la mente y el corazón del hombre son como árboles floridos y, a veces, logran hacer prodigios. A veces, casi siempre, miro que mi papá sonríe. La foto, por supuesto, no se altera. Soy yo, es mi imaginación la que hace que la línea de sus labios se mueva tantito y sonría. Su carita asume un gesto amable y sé que lo hace por mí y yo lo quiero más, mucho más, como mil universos llenos de flores como planetas, llenos de claveles rojos (que eran las flores que más le gustaban). No poseo la capacidad de la tía Ina, pero siempre, en la mañana, miro la foto de mi papá y lo convoco y él acude puntual.
Doña Leonor fue lo que hoy llaman Promotora Cultural. Lo hizo como se hacían las cosas en aquel tiempo: “por amor al arte”. Hoy todo mundo quiere cobrar, quiere ganar paga. Hoy todo mundo es avorazado, es “chucho”. En aquel tiempo ella destinó su tiempo, talento, capacidad y amor por puro amor. En su homenaje eso se le reconoció: la entrega generosa, sin medida.

Posdata: por ahí asomaron las actrices Rosa Hortensia y Mónica. Rosa es una de las artistas más reconocidas por su labor teatral y Mónica, más joven, actúa en las obras que promueve su papá Joel Sánchez y también canta y, como dicen en el pueblo, ¡no canta mal las rancheras! Canta y ¡canta bien!
Mónica es muy joven. Ya no tuvo oportunidad de conocer físicamente a doña Leonor. Pero, por esas coincidencias universales, esa tarde de homenaje un puente las unió. Fue como si Mónica, con su belleza de pintura Impresionista, caminara por el corredor de la casa, se sentara en el asiento favorito de doña Leonor y la invocara. Fue como si Mónica, como tiuca sencilla, cantara quedito, en el tono preciso para convocarla. Fue como si doña Leonor, con su belleza de pintura Renacentista, apareciera con esa luz que siempre la acompañó.
Esa tarde, Mónica y Leonor fueron una, fueron el puente que unió la posmodernidad con la tradición. Si Mónica es lo que es, si los jóvenes de hoy son lo que son, es gracias a la luz de los antepasados, de esos seres que hoy no son más que cuadros y fotografías colgadas en la pared o que permanecen en mesas de centro o adentro de álbumes. Las fotografías y videos nos regresan a nuestros ausentes y esto es lo que permite que no perdamos el rumbo. Sería tan fácil despeñarse. Gracias a Dios ahí están ellos que nos sostienen de la mano, en el último instante. Porque la vida es la sumatoria de instantes y, esa tarde de homenaje, fue un instante prodigioso en que doña Leonor escuchó la voz armoniosa de Mónica y Mónica, sin tener mucha conciencia de ello, algo recibió de doña Leonor. Algún día Mónica se sentará en un corredor y abrirá el álbum y destinará parte de su tiempo a ver con detenimiento la foto en donde está Leonor. ¿Qué historias puede jalar? ¿Qué tiene qué contarle esa mujer que nunca conoció? Doña Leonor entregó luz al pueblo de Comitán. Luz es lo que hace el prodigio de la fotografía y del video, y del recuerdo, también (en esta fotografía aparece Mónica, en primer plano, y doña Leonor, en segundo. La foto me la obsequió el escritor Ornán Gómez).