viernes, 29 de marzo de 2013
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL MAR ES ARTIFICIAL
En primer plano aparece un piso de lajas y un pretil de ladrillos. Este pretil, como se ve, puede servir de mesa o como asiento o como bodega a cielo abierto. En el primer caso sirve para colocar un plato de plástico y un vaso, también de plástico; en el segundo caso sirve para que una mujer (apenas se le ve el brazo y la playera de color amarillo) se siente sobre una manta de tela sintética; y en el tercer caso sirve para “guardar” una mochila con dibujos, también de tela sintética. En el fondo se aprecia un bosque, una serie de árboles que parecen crecer en medio de un mar de plástico. Los árboles (¡gracias, Dios mío!) sí son naturales. Pero el que está en medio de todos, el más pequeño, el que tiene hojas amarillas y rojas, parece estar a punto de la asfixia. Es que es el coshito (el más pequeño). Los grandes tienen la capacidad de sobrevivir en medios hostiles, pero ¿los pequeños, los que aún están por crecer? El plástico todo lo asfixia. Acá el espectador no lo advierte, pero debajo de ese mar plástico, la gente camina, vende y compra. Es un mercado improvisado, donde venden artesanías, algunas naturales, algunas artificiales (es decir, plásticas). Lo que fue cielo abierto un día hoy es un cielo cerrado.
Una vez, hace tiempo, vi una foto satelital de España. En esa foto vi una mancha blanca, como reflejo lumínico de una lámina. La imagen hería a la vista, hería al escaso verde circundante. La mancha se extendía en gran parte de territorios de Valencia. Un amigo científico me dijo que esa mancha correspondía a una región donde cultivan flores en invernaderos. Los invernaderos los cubren con plásticos. A vista de pájaro esa mancha española tiene mucha similitud con esta fotografía tomada en Chiapas. Los cielos improvisados nos están asfixiando. Y digo que nos asfixian porque la gente que compra, la gente que vende, no lo advierte, pero hubo un tiempo en que los árboles de esa plaza crecieron de manera libre. Hoy ya no lo hacen. El árbol pequeño, si uno se fija bien, es como un niño que está extraviado, busca la presencia de sus papis, pero no los encuentra, ellos están distantes. El niño árbol está en un hueco, rodeado de agua plástica, ¡Dios mío!, extiende las manos, solicita auxilio, en medio de ese terror. Siente en sus raíces un movimiento como si correspondiera a tiburones. Nadie hay que lo conforte, nadie que le diga que pasa nada, que quienes caminan debajo de ese cielo son simples mortales. Que ninguno de éstos tiene una sierra eléctrica (por el momento).
A mí me gusta caminar debajo de cielos artificiales. Uno de mis juegos favoritos es colocar una manta en mi cuarto, como si fuese una casa de campaña, para camping y no para buscar el voto popular. Como si fuese un niño meto, debajo de la manta, una lámpara de mano, un libro y un té de limón. ¡Me siento tan bien debajo de esos cielos! ¡Los alcanzo, están tan a la mano de la mano! Pero esta imagen me causó desasosiego. Cuando terminé de tomarla, bajé de inmediato. Bajé para saber si podía caminar debajo de ese mar plástico; para constatar si quienes ahí vendían y quienes compraban no eran como tiburones, como peces artificiales. Debajo de ese mar estaba la vida, la vida sin concesiones, la vida que todos los días se manifiesta en los pueblos del mundo. La vida ¡vida!, la que no es plástica, la que no permite imitaciones. La gente se detenía en los puestos, comprobaban el precio de pulseras hechas con chaquira, preguntaba el costo del masaje que una mujer se encargaba de dar, veía el catálogo de los tatuajes y se emocionaba con la posibilidad, se probaba las blusas blancas con bordados llenos de colores. Ahí estaba la vida concentrada, mientras lo vivos caminaban por los pasillos comiendo chicharrones con salsa roja o papas fritas o pedazos de pizza o trozos de elotes hervidos. La gente miraba hacia el frente o hacia abajo, donde estaba colocada la mercancía. Nadie (excepto uno) miraba al cielo; nadie (excepto uno) miraba los árboles que estaban como viajan los viajantes en el Metro a hora pico. ¿Con qué derecho les quitaban su derecho de libertad? Con pena busqué el árbol niño, llegué hasta donde estaba y, en acto reflejo, extendí mi mano y toqué su tronco, fue un poco como decirle: ya, ya, niño mío, todo está bien. Pasa nada. Pero él nada dijo. Respiraba como si tuviese algo trabado en los pulmones. Casi casi lo oí llorar. Llamaba a su mamá, buscaba a su papá. La capa plástica le impedía bajar sus manos y tentalear el aire. Sus ramas permanecían por encima del cielo y sólo alcanzaban a extenderse en busca de Dios. Sentí su apremio. Yo, que soy tan feliz cuando, en mi cuarto, juego a que me meto debajo de un manteado. Me dio pena.