miércoles, 20 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL JUEGO FAVORITO DE DIOS ES LA RAYUELA

Un hijo acompaña a su padre. El hijo sostiene a su padre, éste camina sin duda. Tal vez recuerda que hace muchos años hizo lo mismo: tomó a su hijo de la mano y lo llevó al parque y le compró una nieve de vainilla y lo subió a “los caballitos”. Por eso, esta imagen, tomada cincuenta años después, es como un mero déjà vu (ya lo viví, piensa el hijo; ya lo viví, piensa el padre. Y en el recuerdo brota la bendición de que, cincuenta años después, las alas del prodigio vuelvan a aletear en un río de luz). Es una foto común, pero inusual. Común, porque quienes caminaban a su lado no se detuvieron un instante para procesarla. Toda la gente alrededor andaba en sus propios callejones. Ellos mismos andaban en su propio mundo. Todos están, siempre, metidos en otras vainas.
Se observa en la postura de ambos que también van inmersos en su burbuja. Los dos ven al piso. La mirada del padre se nota más cansada, pero satisfecha, porque no hay mayor sostén para un viejo que el brazo atento y agradecido del hijo. ¿Cuántos padres pueden decir lo mismo? ¿Cuántos hijos hacen lo mismo? He visto padres que no tienen más apoyo que un bastón (bordón, diríamos en Comitán); he visto hijos que no tienen más apoyo que una pared. Acá las paredes salen sobrando y no hay necesidad de bordones. El apoyo lo envía Dios a través del hijo y la sentencia bíblica toma su forma masculina: “Hijo, acá está tu padre. Padre, acá está tu hijo”. Hijo, acá está tu padre para que puedas entender el sentido de la vida; padre, acá está tu hijo para que sientas que la vida no fue un simple sueño.
El hijo viste un chaleco posmoderno y unos jeans; el padre viste un pantalón formal y una chamarra (se nota que hace frío, pero la imagen tiene una calidez que ilumina). Al lado del hijo aparece una cabina telefónica y encima el letrero: “Sólo pagas lo que hablas”. Al lado del padre una caja de control eléctrico. Pasarán por en medio y luego darán vuelta a la esquina y difícilmente volverá a repetirse la escena donde el hijo ayuda al padre y éste se siente satisfecho por esa vaina de cariño. A la hora que el hijo pase al lado de la cabina oirá una voz proveniente quién sabe de dónde que le susurrará: “sólo pagas lo que hablas” y él sabrá que la vida apresurada de hoy dicta eso. Pero en su conciencia, lejos de avatares mercantiles, reconoce que la palabra es sagrada y debe, a manera de luciérnaga, conservarse en los frascos más limpios. El padre y el hijo no hablan en el instante de la fotografía, van pendientes del piso. El hijo lo sostiene amoroso, tolerante, y el padre se deja llevar, porque sabe que camina por camino certero. Tal vez dos pasos más adelante el padre comentará algo y el hijo responderá, tolerante, porque sabe que su palabra es la palabra del Mayor.
Aparecen las ramas de un árbol enredadas en cables de luz. ¡No! No es un árbol de luz. Sus ramas oscuras así lo atestiguan. Esos cables fueron enredados por algún hombre sin conciencia. Hay hombres así, hombres que tienen como vocación enredar cables en los cielos de los hombres de bien. Por esto, la imagen donde un hijo acompaña a su padre es esperanzadora, porque es como un árbol que no tiene chunches enredados. Al contrario, el árbol es pleno, sin necesidad de bastones. Si hago un juego de imaginación imagino que ellos salieron a jugar y, ambos, brincan en la “rayuela” dibujada en el piso y entonces los veo reír. ¿Miran cómo el padre ríe a la hora que su pie izquierdo cae en el número 7? ¿Miran cómo el hijo le dice que está haciendo trampa y el padre ríe, ríe mucho? Ríe el padre y ríe el hijo y Dios también ríe, porque el prodigio cuando un hijo acompaña a su padre no tiene comparación en el Universo. Que Dios, en su infinita potencia, permita más instantes de éstos, más ramas sin cables enredados, y que nadie, nadie, tenga qué pagar por hablar, porque el silencio y el verbo son atributos gratuitos del hombre.