lunes, 25 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA SUGERENCIA ES LA LUZ QUE CANCELA LA SOMBRA

Ángel Gabriel, el artista, puso la foto sobre mi mesa, al lado donde mis sueños, como ovejas, retozaban. ¿Qué ves?, preguntó el artista. Un verso de El Cantar de los Cantares apareció en mi mente y en mi corazón: “He aquí que tú eres hermosa, amiga mía, he aquí que tú eres hermosa”. “¿Qué ves?”, fue la pregunta a manera de juego, a manera de fuego.
Ella, en medio de una luz apenas sugerida, está desnuda. Miento, ¡no está desnuda!, su vestido es el caminar lento de su cabello, la tela que lleva entre las manos y el agua del aire que la cubre, como si ella fuese una imagen intocada. Si la veo bien ella se cubre con los labios de esos hilos de luz que matizan el costado de su costado. Su cabello negro, del color de los zaguanes por donde se cuela el deseo, cae con la misma generosidad con que cae la tela entre sus manos. Cae sobre sus pechos, apenas sugeridos, apenas cervatillos que se mueven al ritmo del latido de su corazón. Si ese cabello fuesen manos, si fuesen aire, la tocarían como el creyente toca la figura en el templo; si ese cabello fuesen labios, éstos se inclinarían con la misma fe con que el sediento abre su boca en el borde del vaso lleno de agua, porque ella es como agua limpia para el sediento, para el hombre que, inclinado, amoroso, abre la ventana y mira el horizonte donde la arena es la línea sugerida en medio del desierto. ¡Agua!, clama el sediento. Ella es ¡agua! ¡Agua para el calor, para la sed, para la niebla, para la mano, para el tacto, para la caricia, para el corazón!
La cubre una tela que, con la misma cadencia del muro tierno de su cabello, se regodea en su seno. Ella detiene con sus manos (con sus manos como renuevos de árbol tierno) la tela que, a manera de niebla, protege el bosque donde los amados juegan el infinito juego del placer.
La foto apenas muestra parte de sus labios, parte de su nariz perfilada. Si el que sueña mira con atención ve que ella respira, sus belfos se abren al mismo ritmo con que respira el que la observa. El rostro está apenas sugerido. Su mirada está oculta, quedó fuera del marco. Es como si ella estuviese en una recámara y pasara apresurada y el dintel de la ventana extraviara sus ojos. Ella sabe que no son sus ojos los que completan la luz, son los ojos de los otros, los ojos de quienes la miran, quienes, a manera de ese fragmento de tela, la visten con la mirada de puente que se tiende a la otra orilla; la otra orilla donde Dios dice que no es bueno que el hombre esté solo. Porque ella no es sin la mirada del otro. ¡Bendita conjunción!
Su mano derecha sostiene la tela que se desparrama como agua, como cascada, sobre la pierna derecha que, acaso temerosa, acaso púdica, se esconde en medio de la penumbra. Por el contrario, el muslo izquierdo se muestra pleno, como si fuese una torre o un muro con almenas que protege el palacio. De igual manera, la mano izquierda no se oculta, por el contrario, sugiere, a manera de trompetas, los reales fuegos de artificio que están próximos a iluminar los cielos. Su mano izquierda es el puente que salva el foso donde los cocodrilos esperan morder a la doncella.
Sí, lo primero que acudió a mi mente fueron versos del Cantar de los Cantares: “He aquí que tú eres hermosa, amiga mía, he aquí que tú eres hermosa”. He aquí que eres como el aire para mi fragua, como la hierba que crece en el bosque del deseo. He aquí que te muestras plena para mí, como si fueses la línea superior de una montaña que recibe la bendición del sol en la mañana. He aquí que sin conocerte y sin haberte jamás visto, ya te conozco, ya eres el aire de mi mañana, la rama de mi árbol, el labio que besa mi sueño.
He aquí que un día llegó Ángel Gabriel y llegó proclamando la bendición: el Espíritu Santo realiza el prodigio de volver carne, carne plena, la imposibilidad del sueño. Porque el artista colocó la fotografía sobre mi mesa, ahí donde retozan mis sueños, ahí donde está el pan diario, y preguntó: ¿Qué ves? Lo dijo a manera de juego, de fuego. Y yo pensé en El Cantar de los Cantares y pensé en la bendición suprema, en ese cabello jugando con sus pechos, en esa mano izquierda que, como agua de río, a semejanza del Arco de Piedra, en Montebello, se oculta en la tierra; en la tierra bendita donde crece el trigo y pace el rebaño al amparo del cielo. Pensé en la bendición infinita de Dios al decirme que somos espíritu y cuerpo, carne y alma. Y ella, la que es hermosa, me mira desde los ojos de su alma y de su cuerpo, que es como un bálsamo para conjurar la oscuridad del cuarto. De este cuarto donde, solo, a las cuatro y media de la madrugada, al lado de donde retozan mis sueños, pienso en ella, la que es hermosa, y miro lo que ella no mira, su mano derecha que sostiene lo que sus labios sugieren, la oración que ella provoca a la hora que su mano izquierda seduce el sueño.