sábado, 9 de marzo de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS PÁJAROS TAMBIÉN VUELAN EN LA TIERRA

Querida Mariana: en Comitán nadie se llama Sumire. En Comitán los nombres son comunes: Guadalupe, Carmen, María y Escolofandra. Sumire es un nombre japonés. Tal vez en Tokio hay muchas Sumires. Si alguien acá se llamara así serviría de escarnio. Si una estudiante de secundaria de la ETI se llamara Sumire, sus compañeros (latosos) la alburearían: “Si vos te dejares, ¡yo te sumire!”. Ya se sabe cómo son los niños molestosos.
Yo conozco una Sumire, ella vive en Japón, es personaje de una novela de Murakami. Ahora que te escribo, cuando son las cuatro y media de la madrugada y tomo un té de limón; ahora que todo está en silencio y apenas se oye el canto cansado de un grillo, me acordé de Sumire. Me acordé, porque en un momento de la novela ella escribe una carta y dice lo siguiente: “…me he vuelto como tú, llevo una vida de granjero, me levanto pronto por la mañana, me acuesto temprano por la noche”. Cuando leí el fragmento pensé que hablaba de mí. Pero el Club de Madrugadores está conformado por millones de seres. No sólo los granjeros se levantan pronto y se acuestan temprano. Mientras la otra mitad del mundo hace lo contrario (beben traguito, bailan, cogen, trabajan, caminan o se lavan los dientes), la mitad de dormilones ¡sueña!
La tía Eulogia decía que los madrugadores son como gallos y los trasnochadores son como búhos, para comprobarlo, en las noches, nos llevaba al patio donde tenía ocho jaulas con aves, que eran como una manifestación de arrechura alborotada a la luz del día. Caminábamos a la luz de la luna, por un caminito de arena y piedras de río. Prendía su lámpara de mano y enfocaba la jaula quinta. Ahí, en medio de la malla, veíamos un bonche de cotorritas australianas con los ojos cerrados, bien juntitas, que apenas protestaba por la interrupción. Luego, con un movimiento de barrido, la tía enviaba el rayo de luz a la jaula número seis y ahí mirábamos cómo el búho movía la cabeza y nos veía con los ojos como faros de mustang, modelo setenta y nueve. “¿No duerme?”, preguntaba mi prima Nora. No, decía la tía. Por eso el búho es sabio, agregaba, se pasa la noche pensando.
“Ay, mi prenda”, diría Esperanza. Por eso soy medio mudenco, porque, la mera verdad, a la hora que el búho sabio piensa (con sus ojos abiertos, como claraboyas del Titanic) yo duermo a pierna tendida. Como dice Sumire, llevo una vida de granjero (de ranchero, diríamos en Comitán).
Mi tío Ramiro Bermúdez dedicó gran parte de su vida a administrar ranchos. Primero el propio, y cuando vendió éste, los ajenos. Mis papás me llevaban a saludar al tío, algunos fines de semana. Subíamos a una willys cerrada, verde, y viajábamos de Comitán con rumbo a San Cristóbal. Al pasar por La Yerbabuena (siempre lleno de pinos, siempre con un friecito de hielo a punto de descongelarse) mi papá bajaba el cristal, sacaba la mano y me decía: ese es el rancho de tío Guillermo (papá de tío Ramiro). Sí, pensaba yo, ésta es una hierba buena, porque el friecito que entra por la ventana ¡calienta mi corazón! Ahora que escribo esta carta, niña bonita, siento ese friecito sabroso a la hora que tomo el té caliente. Es como si una mano tocara mi mano y no supiera de quién es esa mano, si de mi papá, de tío Ramiro o de papá Memito (como mi compadre Pepe -hijo de tío Ramiro- le decía a su abuelo Guillermo). La willys, con una lentitud de caracol, seguía su camino hasta que llegábamos a San Nicolás, que así se llama el rancho que está en la cima de la montaña desde donde se ve todo el Valle de Amatenango. A mí me encantaba llegar a ese lugar, porque bajaba de la willys y corría a un riachuelo (apenas un hilo de agua), y metía la mano para sentir el frío. Mi mano se comenzaba a entumir y, ¡prodigio!, aún parte de mi brazo que no estaba dentro del agua se enfriaba. Era como si el agua tuviera una capacidad de ampliar su territorio de témpano. El viento, también helado, jugueteaba por mi cara, brincaba la cuerda sobre el patio de mi rostro. ¡Ah, qué friecito más cachondo! Luego tío Ramiro nos ofrecía una taza de café, nos sentábamos en el corredor de la casa grande y mirábamos cómo los trabajadores cogían las tetas de las holandesas, siempre con su intrigante color en blanco y negro, y movían sus manos, como si se chaquetearan, y hacían brotar los chorros de leche que caían en botes metálicos. Dos o tres minutos después, uno de los trabajadores llegaba corriendo con vasos llenos de leche. Mi tío, que era un bolencón simpático, abría una botella de brandi y soltaba un chorro generoso y lo ofrecía a mi papá, quien, después de beber la leche bronca (con su generoso chorro de trago) se limpiaba la boca con la manga del suéter. Entonces era la hora que tío Ramiro decía: “me paro todas las mañanas a las cuatro de la madrugada”. Yo no entendía porqué, pero lo admiraba. Porque, en ese tiempo, yo dormía hasta las siete. Hasta que mi mamá entraba al cuarto y, desde la puerta, me decía: “ya, hijo, ya hay que ir a la escuela”, y yo, remolón, me daba la media vuelta y pedía la clásica prórroga de cinco minutos, cinco minutitos. Y mi mamá se acercaba y, con la mano derecha, siempre con la mano derecha, quitaba las cobijas y yo sentía frío, me enjutaba, como si fuese un feto y rezongaba (¡Ah, qué friecito más cachondo! Casi casi tan mágico como el frío que se paseaba en los pinos de Yerbabuena; casi casi tan misterioso como el friecito del agua de San Nicolás). En ese tiempo, niña té de menta, no sabía que mi espíritu estaba más cercano al gallo que al búho. ¡Tonto! Tal vez tenía pretensiones de ser sabio, sabio como el búho. ¡Qué tonto! Ahora, vos lo sabés, soy integrante distinguido del Club de Madrugadores, e igual que Sumire, igual que el tío Ramiro, igual que millones de personas gallo, ¡me levanto pronto y me acuesto temprano!
Es una bobera, pero a veces pienso que vos vivís una vida distante a la mía. Es feo pensar que mientras yo duermo vos vas al antro; mientras yo sueño, vos estás con tu novio, tomando un mojito, bailando, besándolo. Mientras yo sueño con vos, vos (con un vestido color rojo, entallado, que deja ver gran parte de tus muslos; con tus labios también rojos) bailás a mitad de una pista llena de humo de cigarro y con el aroma de los cuerpos sudorosos. Me duele saber que cuando yo pienso en vos (como ahora lo hago) vos dormís a pierna suelta. Es feo pensar que mientras yo te sueño ¡vos vivís! y mientras te pienso ¡vos dormís! Un poco como decir que mientras yo te vivo ¡vos vivís otro mundo! Por esto, a veces, cuando llegás a verme me encontrás con un aire de nostalgia y, lo juro, ese friecito de mi corazón no es cachondo, como si lo era el de Yerbabuena.
¿Qué me pierdo cuando duermo y el mundo búho vive? ¿Qué pierden los búhos cuando duermen y yo vivo? Mi tío Ramiro miraba el cielo de las cuatro y media de la madrugada, oía el rumor del bosque y el murmullo del hilo de agua fría. Este hilo de agua nunca duerme. Es la ventaja que tienen los ríos y riachuelos. Jamás se cansan. Es cierto, cuando duermo pierdo el estruendo de la vida nocturna.
Cuando fui joven viví como búho (es una pena reconocer que no adquirí su sabiduría sino sólo las ojeras “borrachas de sol”). En la ciudad de México, en compañía de la palomilla, echábamos trago los viernes, mientras calentábamos el cogote jugábamos cartas, escuchábamos música, abríamos la ventana y gritábamos “Cotz para todos”. Los vecinos alucinaban con nosotros. Lo que más nos gustaba era esperar que amaneciera. Subíamos a la azotea del edificio de departamentos donde vivíamos y ahí, en medio de tinacos de asbesto y de alambres para colgar la ropa, mirábamos cómo el sol, en medio de una nata gris, se desperezaba y levantaba los brazos para iniciar otro día. Nosotros, tirados sobre el piso, con los brazos en cruz, nos sentíamos vivos. En esos tiempos, a la rutina le dábamos una gran torcedura: ni nos acostábamos temprano ni nos levantábamos pronto. En ese tiempo, simple y sencillamente: ¡no dormíamos! El refugio del sueño lo buscábamos después de ir al mercado a tomar una cerveza, bien fría, con un coctel de mariscos, algo que se llama “Vuelve a la vida”. Porque esto era lo que buscábamos: volver a la vida. Eran pausas eternas que eran suspendidas como a las once de la mañana, hora en que el cuerpo se rendía ante el inclemente exceso. Tal vez ahora son tiempos de expiación, tal vez son tiempos en que el cuerpo exige una pausa. Hoy, igual que en esos años setenteros, también subo a la azotea de la casa y miro el amanecer. Veo el previo, el instante en que el cielo, lleno de estrellas, me regala su rotundez y su infinito vacío “lleno” de estrellas. Y, como si fuese el mismo muchacho de entonces, del tiempo en que estudié en la UNAM, me lleno de ese árbol de mil troncos, de mil hojas, que se llama universo. La única diferencia es que ahora lo hago con la plenitud de mis sentidos. Nunca más el paraíso artificial del trago, la estupidez de la borrachera.

Posdata: te llamás Mariana, Mariana de todos los desvelos, de todas las madrugadas. Te llamás así, pero, hoy, sólo por hoy, jugaré a que te llamás Sumire y sos una muchacha que vive en Tokio. Imaginaré que naciste allá y que usás falda corta a cuadros y calcetas que te llegan hasta la mitad de tus muslos. Imaginaré que vivís en un penthouse, de un edificio de treinta y cuatro pisos. En las madrugadas te levantás, en puntillas; te acercás al gran ventanal y mirás a tus pies las calles donde la vida no cesa, donde todo es un hormiguero. En Tokio (me contás) siempre hay movimiento y nunca aparece esa niebla tan común en pueblos como Comitán, donde a las diez de la noche el ala de un pájaro llamado silencio se posa sobre el árbol mayor del parque. Allá (me contás, mientras me acariciás la mano) el corazón del hombre siempre está iluminado por una lámpara de neón.
Imaginaré que te llamás Sumire y no permitiré que muchacho alguno te alburee. Lo imaginaré porque deseo, en lo más hondo de mi vida, que seás como Sumire, que, igual que un granjero, vos te acostés pronto y te levantés temprano. Así dejarás de ir a los antros y no permitirás que, en madrugada, tu novio te bese, saber en qué callejón, saber en qué banca del parque de San Sebastián. En la madrugada, como a las cuatro, vos despertarás y tomarás un té y oirás un disco de Nina Simone y, a las cinco con cuarenta y dos minutos, saldrás a la terraza y esperarás la salida del sol. Y como yo, a esa misma hora, en mi casa, haré lo mismo, sabré que hay un puente entre vos y yo, un puente infinito, un puente que nos une al universo, que es casi como decir la mano de Dios.
Imaginaré que te llamás Sumire y que estás cerca, muy cerca de mí, aunque vivás en un penthouse de Tokio y no hablés mi lengua. Imaginaré que ya sos sabia y que no necesitás ser espíritu búho; imaginaré que sos espíritu gallo y, a las ocho y media de la noche, buscás tu palo para dormir (sin albur, por favor, sin albur). ¿Cómo se dice Te quiero, en japonés?