viernes, 1 de marzo de 2013



Con un abrazo para Dora Patricia Espinosa Vázquez
por su cumpleaños.

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA LUZ ES MÁS QUE LA SOMBRA

Están sentados en la sombra. Es una sombra amplia, generosa. No la provoca la sombrilla del bolero, ¡no! Es una sombra de árbol, natural, sencilla. Gustavo está sentado en el “cajón” del bolero, Óscar está sentado en una silla plegable, de madera. Están sentados en el parque central de Comitán. Es una mañana de febrero, una mañana donde el viento es helado. Quién sabe de dónde vienen esos aires fríos que tienen vocación de extenderse como sábana helada en el piso templado de Comitán. Tal vez llegan del mar, de más allá de Yucatán. El aire, todo mundo lo sabe, ante nada se detiene. Su gusto es saltar por encima de montañas y recostarse en lugares apacibles, sólo para joder la afición por la cerveza helada y las paletas heladas de chimbo. Por esto, por el viento frío, Gustavo y Óscar visten chamarras.
Están sentados sobre sillas provisionales. Si uno camina a las doce de la noche ese espacio está vacío. El parque central de Comitán, como todos los parques del mundo, tienen sillas fijas, sillas de hierro forjado donde la gente se sienta a leer el periódico o a comer un algodón de París, en tardes de domingo. El bolero coloca su silla a las siete de la mañana y la levanta a las seis de la tarde. Ahora bien, ¿de dónde salió la silla plegable en que Óscar se sentó esa mañana fría de febrero? Óscar tiene el pie derecho levantado, como si estuviese a punto de pararse. Es una de sus características: siempre está con premura. ¿Cuál es su prisa? No lo sé. Tal vez ya olvidó que ¡hay más libros que vida! En las manos lleva un papel enrollado, como si fuese un mensajero Divino y debiera llevar un mensaje urgente. ¿Será un poema para La Cumusita? ¿Será el capítulo de alguna novela en honor a la abuela que mantenían encerrada en una jaula, como canario, porque inventaba historias locas? Los zapatos de Gustavo ya están boleados. Se nota que los botines han recorrido muchos caminos. De hecho, Gustavo, esa mañana de febrero (que, igual que la abuela de Óscar y el mes de marzo, también tiene algo de loco) estaba de vacaciones en su pueblo. Porque él vive, desde hace muchos años, en el Norte del País. Por esto su chamarra tiene, igual que sus zapatos, la huella del frío, de un frío más congelante. El rostro de Gustavo es rotundo, la carita de Óscar es como de chinchibul, como de canarito alebrestado, como de tiuca jodona.
A la hora de la fotografía el bolero no estaba. Tal vez fue a conseguir cambio porque Gustavo le pagó con un billete de cincuenta (sin cuenta los años que Gustavo se fue al Norte). Las grasas y trapos del bolero aún están en el suelo, afuera de la caja. Al fondo se ven los arcos del portal donde está el restaurante de Alejandro “Alis”, donde estuvo (hace muchos años, tiempo en que Gustavo era adolescente) el restaurante de Tío Jul. Sí, el famoso creador de esos chamorros de cuch (tan sabrosos) que se llaman “Huesos de Tío Jul”. Yo recuerdo, más que los huesos, los tamales de azafrán que ahí vendían. Mi mamá mandaba a Sara, la sirvienta, a comprar tamales de azafrán, los sábados por la noche, para que desayunáramos los domingos. Recuerdo el mantel blanco, la luz del sol colándose por una ventana y el aroma de los tamales de azafrán, mezclado con el aroma del chocolate y de los pastelitos de manjar. ¡Ah, era el inicio de un domingo de ensueño! Ya después iba a la Matiné del Cine Comitán y luego a la función vespertina del Cine Montebello. A veces, no comía en casa. Mis papás “me arreglaban” para ir a casa de mi madrina Clarita y de mi padrino Romeo (papás de Gustavo). Me gustaba ir porque para llegar a su casa debía cruzar algo que era como un laberinto de cuartos y de patios. A mitad del trayecto, siempre encontraba a Romeo (hermano de Gustavo) haciendo ejercicio en un par de argollas. Hacía el Cristo. Siempre que veo los Juegos Olímpicos, en televisión, y veo a un gimnasta haciendo piruetas en las argollas me acuerdo de Romeo y me acuerdo de Gustavo, quien, siempre, estaba limpiando las jaulas donde tenía gallos de pelea. Siempre recuerdo el color tornasol del plumaje y las crestas rojas de los gallos de pelea. Por esto, siempre que veo a Gustavo lo veo con las cejas arqueadas, con esa mirada como de personaje de novela de García Márquez. Por esto digo: si “El coronel no tiene quien le escriba”, Gustavo sí tiene, en Comitán, quien le escriba.
¿De dónde apareció la silla plegable donde Óscar se sentó esa mañana? Dan ganas como de sentarse en sillas de madera, siempre. Las bancas de hierro forjado son frías y enfrían las nalgas. A veces, el ánimo se contagia y, por esto, el aire también se enfría. Estoy seguro que el viento de Comitán no sería tan frío si, en lugar de bancas de hierro, tuviésemos bancas de madera de pino. ¿No resistirían la humedad, el paso del tiempo? ¡A quién le importa!
Ambos personajes miran la cámara. Como si miraran a quienes están del otro lado. Tal vez Óscar se piensa actor de teatro y está en el escenario; tal vez Gustavo imagina que está en el redondel de un palenque y sucede una pelea de gallos. ¿Ganará el giro? ¿El colorado? ¿En esto se resume la vida: un simple escenario? Están sentados en la sombra, pero al lado de ellos hay luz, ¡mucha luz! Quién sabe dónde está el bolero.