viernes, 22 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE CORROBORA LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO

Es un lector. No puede haber confusión. ¿Qué lee? Algo interesante por lo que se lee en su rostro. El lugar donde está parece un corredor. Sí, es el corredor de un Centro Cultural. Tal vez por eso el hombre lee. En el fondo hay un letrero restrictivo, porque se ve un círculo rojo, con una franja diagonal. Este símbolo, todo mundo lo sabe, es un símbolo de restricción. ¿Qué prohíbe ese letrero? Sin duda que no prohíbe la lectura. Sería un contrasentido en un Centro Cultural. Pero si así fuese, lo que hace el hombre sería, entonces, un soberbio acto de resistencia. ¡Un acto contra los reglamentos restrictivos! Pero si uno observa con atención verá que el letrero indica que ese espacio está libre de humo de tabaco. Entonces ¡sí!, sí, el hombre hace un acto de resistencia porque él fuma. Si se ve con detenimiento sostiene un cigarro en la mano izquierda. Como está al aire libre ninguna autoridad puede acusarlo de violar el reglamento. Él es libre y deja que el espacio permanezca libre de humo. El humo, ahí, en el aire, se diluye, de la misma forma que se diluyen las palabras que pronuncia a la hora que lee. Porque el hombre lee en voz alta, se nota en la curvatura de sus labios que, en el instante de la toma fotográfica, pronuncia una vocal abierta, tal vez una a, tal vez una o. ¿Qué palabra pronuncia? ¿Qué lee con tanto interés que le permite olvidarse del mundo que lo rodea?
La mañana debe ser fría, porque el hombre viste una chamarra. ¿Es nieve lo que cubre su cabello o es apenas el rocío de la vida que humedece su amanecer? La columna de piedra que lo enmarca está llena de luz. No se sabe si es reflejo del sol o es un reflejo del acto de lectura. Se sabe que el sol aleja la oscuridad, lo mismo sucede con la lectura. El libro es como un faro que nunca se apaga.
Si uno observa con detenimiento verá que la puerta de madera, gracias a los reflejos, tiene, en la segunda franja una serie de cinco puntas de flecha que apuntan hacia abajo, como si indicaran que ese es el espacio para la lectura, como si dijera: “Acá se lee”. El hombre viste de azul, tal vez para rivalizar con el cielo comiteco que, siempre, asume el color del mar, sin que conozca esos horizontes, ni tenga los aromas de sal y de sirenas.
Tal vez el hombre que ahí lee es un poeta o un narrador y lee lo que escribió en la mañana, en su estudio o en la mesa de una cafetería; tal vez se llama Ernesto Carboney y cuenta que su verdadero apellido es Carbonelli y sufrió transformaciones en el tiempo de la Revolución. Tal vez sus huellas ancestrales están en Italia, por esto, entonces, su actitud es como la de una escultura Renacentista y se para como si estuviese en una calle de Florencia, mientras los turistas se detienen, lo observan, sonríen y dicen: “sí, es un poeta”. Y el poeta, tal vez, se para todos los días, a las cuatro de la tarde, en el mismo lugar y, en voz alta, comienza a leer sus poemas para que los caminantes lo oigan y pepenen las palabras eslabonadas que él teje. Porque en ese mismo lugar, días previos al Domingo de Ramos, indígenas de zonas aledañas llegan y tejen la palma, como preparativo para recibir a Jesús encima de un borrico.
Tal vez el hombre lee porque así invoca a los Dioses o lo hace como conjuro para atrapar la luz. Mientras lee está de pie, como si jugase a los espejos con la columna de piedra que permanece inalterable. Las cinco puntas de las flechas que indican “Acá se lee” no ostentan letrero alguno. No lo necesitan. El espacio, así lo demuestra el acto del poeta, pertenece a todos.
Si imagino puedo ver cómo las palabras que pronuncia caen al suelo, mientras otras suben. Las que son como globos vuelan a otros territorios; las que son como orugas caminan por la banqueta de laja. Las que son orugas trepan a los árboles y luego, por el prodigio de la luz, se convierten en mariposas y vuelan, al lado de las palabras globo. Los poetas y los lectores que se paran debajo de arcos ¡dan alas a las palabras que enuncian! Todo vuela.