sábado, 12 de octubre de 2013
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO NO FUI YO SINO TETÉ, ¡FUE TETÉ!
Querida Mariana: te mando una fotografía donde está Teté. Ella dice: “me conoce mucha gente”, lo dice con una sonrisa de porcelana que parece quebrarse con el contacto del aire. Es cierto lo que ella dice, ¡en Comitán la conoce medio mundo! Ella se llama María Esther Fuentes Utrilla. Si alguien le pregunta por su papá, ella, en automático, dice que su mamá tuvo “tres maridos: Emilio, José y Ricardo. Mi papá fue José, José Fuentes”.
Arturo, el hijo de Armando, ya cumplió ocho años. Cuando Arturo ve a Teté dice: “allá va Teté, Teté, tacita de té”. Armando presume a su hijo, dice que será poeta. ¿Quién sabe? Lo único que sí puedo asegurar es que el niño tiene idea de la doble erre literaria: la rima y el ritmo.
Teté es una mujer que ama la vida. Siempre ríe, ríe con su boca desdentada. El doctor José Antonio Alfonzo Pinto, quien es un hombre que sabe mil anécdotas comitecas, bien simpáticas, cuenta una de Teté. No te cuento qué cuenta el doctor porque la gracia está en el modo en que él la cuenta. Las mejores anécdotas no tienen su eje en el tema sino en la gracia de contarlas. Doña Lolita Albores fue experta en contar anécdotas, asimismo Óscar Bonifaz es muy bueno. José Antonio imita la voz y los rasgos de Teté. Quienes la conocen saben que ella tiene un timbre de voz muy especial, como de tiuca saltando sobre una liga extendida o como de zanate debajo de una lluvia delgada a medio día. Una de estas tardes te invitaré a ir a casa de José Antonio; después del saludo y de presentarte como la niña de mis ojos, le pediré que te cuente la anécdota de Teté, la de la botella de mezcal. Vas a ver qué sabroso la cuenta. Te vas a botar de la risa. Lo cuenta tan sabroso como sabrosa es la risa de Teté, como sabrosos los panes compuestos y huesos de tío Jul. Y si ahora saco a colación al tío Jul es porque Tavito, el mesero estrella de tío Jul, fue hermano de padre y madre de Teté. ¿Alcanzaste a conocer a Tavito? ¿No? ¡Ah, te lo perdiste! Era un personaje hermoso de este hermoso pueblo. Siempre andaba con un trapo en una mano y con un cigarro en la otra. ¿Cuántos cigarros fumaba al día? ¿Cuántos cigarros fumó en toda su vida? Yo espero que haya muerto de una enfermedad provocada por el tabaquismo. Si hubiese muerto de otra enfermedad sería algo vergonzoso. ¡Tantos años dedicados a la fumada exigen una muerte en concordancia con el tabaco! Mi tío Eugenio tomó trago desde los catorce años de edad y murió a los ochenta y tres. Cuando ya estaba muy enfermo, postrado en su cama, la gente llegaba a verlo y no faltaba el tipo que ponía cara de lástima y lamentaba la enfermedad que lo tenía postrado. El tío, como respuesta, buscaba debajo de la cama y levantaba, como un trofeo, una botella vacía de ron. “Pendejo -le decía al tipejo- ¿qué te duele? Bebí trago a lo galán. ¿De qué querés que yo me muera? ¿De una uña enterrada? No, pendejete, voy a morir en mi ley, de una cirrosis espléndida”. El tipo callaba y en la primera oportunidad salía por piernas de la casa y no volvía jamás.
Por ello, digo, espero que Tavito haya muerto por algo relacionado a la pasión que dedicó tantos y tantos años. Sus dedos estaban amarillos de tanta nicotina. Eran como tubos delgados forrados con pergaminos. Espero que la vida de Tavito haya terminado coronada con alguna hebra sacada del nefasto y galano ejercicio de la fumada.
Duele mucho enterarse que un corredor de autos murió porque se resbaló en la escalera de su casa; duele mucho enterarse que un torero murió en un accidente automovilístico. Los corredores de autos deberían morirse a mitad de una carrera, deberían achicharrarse adentro de sus bólidos; los toreros deberían morirse a mitad de la plaza, deberían morirse de una gran cogida de miura.
Cuando estábamos a solas, el tío Eugenio me pedía un curtido. Yo le daba un jocote encurtido y él, como niño, lo iba chupando poco a poco. Me contaba que el tío Artemio murió en su ley, tan murió en su ley que cuando fue a levantar el cuerpo lo encontró con una sonrisa como de abeja en panal. El marido de la amante del tío Artemio los cachó en la movida. El marido engañado no lo pensó dos veces, abrió el buró, mientras los amantes se cubrían con la sábana, sacó una pistola y le sorrajó al tío tres balazos en el pecho y uno más en sus partes nobles, que, a esa hora, ya habían perdido toda su nobleza y eran simples plebeyos venidos a menos. El tío Eugenio daba otra chupada al jocote y contaba que el marido engañado no soportó la afrenta y después de meterle dos balazos a su mujer, se puso la pistola en la sien y se despidió del mundo. Como en esa época el tío Eugenio no estaba tan enfermo permanecía sentado en una poltrona, así que a la hora que llegaba a esta parte del relato, se pegaba con los puños en ambas rodillas y decía que eso sí había sido un absurdo, decía que los maridos engañados no debían suicidarse; debían morir en un burdel, al lado de una prostituta bellísima, de piel de quetzal, el día que cumplieran ochenta años. Debían morir de un paro cardiaco, sudorosos, emocionados. Es una estupidez, decía, matarse por el engaño de una mujer, cuando hay miles de mujeres esperando una maravillosa historia de amor.
El tío decía que toda muerte debía estar en consonancia con la vida vivida. Que el zapatero remendón muera al tragarse veinte tachuelas en un estornudo; que el actor muera en pleno escenario a la hora que dice un parlamento de Otelo; que la puta muera en la misma esquina, debajo del farol, donde ofrece sus encantos; que el huevón muera de orquitis; y que los hombres y mujeres de espíritus sublimes mueran en sus camas, sin dolor alguno y en la paz de Dios. Porque a veces, ¡qué ironía!, los hombres buenos mueren en actos violentos; y los hombres malos mueren, ¡qué pendejada!, de congestión, en su cama llena de edredones con plumas de ganso.
La tía Evelia siempre dice: “tatitas, nadie sabe de qué va a morir”, lo dice mientras teje y se sube a cada rato los lentes que resbalan por su nariz sudorosa.
Lo que la tía no sabe es que los suicidas sí eligen su muerte, eligen el día, la hora y la forma en que morirán. Todo mundo piensa que Eulogio tuvo mala suerte al subirse a la avioneta que se desplomó. ¡Falso! Él decidió morirse de esa forma. Su mamá me contó, días después de su muerte, que él dejó una nota en su buró explicando la forma de su muerte. Eulogio contrató a un piloto que tenía una enfermedad terminal, por lo que él aceptó de mil amores el fajo de billetes y la escritura de la casa que heredó a su familia. El contrato de Eulogio fue como su seguro de vida. A las doce y media del día elegido (24 de octubre), Eulogio subió a la avioneta y le dijo al piloto que despegara. Eulogio, una vez ya a cierta altura, abrió una botella de ron, tomó dos tragos, se limpió los labios con el dorso de su mano y pasó la botella al piloto, quien, de igual manera, tomó dos buches de trago, devolvió la botella, se persignó y dijo: “A la hora que usted diga, patrón”. Eulogio cerró la botella, la dejó en el piso, al lado de su asiento, cerró los ojos y casi silabeando dijo: “A-ho-ra”. El piloto también cerró los ojos, movió sus manos hacia abajo y se enfiló contra el cerro. Pienso que don Eulogio decidió morir volando, porque, a decir de su mamá, nunca voló ni un papalote cuando fue niño. ¿Por qué se suicidó? Eso sí nunca se supo. En la carta jamás dijo el motivo. De lejos todo parecía normal en su vida, pero, bueno, a veces hay estados emocionales que son icebergs.
Teté disfruta la vida, le encanta el baile. Todos los domingos, por las tardes, va al parque central a escuchar la marimba orquesta municipal. A la primera insinuación del aire se levanta y se pone a bailar. Mueve su cuerpecito de trompo bailador y tataratero, al ritmo de un danzón o de una cumbia; mueve su cuerpecito de pececito en agua como si no tuviera más encargo en la vida. ¿De qué deberían morir las mujeres que aman el baile? ¿De qué deberían morir aquéllas que les “bailan los ojos y los pies” al primer bolillazo sobre el teclado de la marimba? ¿De qué deberían morir los hombres y mujeres que hipotecan su vida únicamente en vivir la vida?
Los aburridos, los que dudan, los que no se atreven, los solemnes deberían morir en un pozo de tedio, cercados por mil demonios con tridentes y lanzallamas. Los alegres, los atrevidos, los que ven la vida en mangas de camisa debieran morir en medio de un lago lleno de aire, ¡de aire!
La vida de Comitán, la vida cotidiana, la de todos los días, se llena con el arco iris de sus personajes entrañables. Teté es uno de éstos, por eso José Antonio, otro personaje maravilloso de este pueblo maravilloso, cuenta el cuento que no te cuento porque le quitaría toda la gracia. Un día iremos a casa de José Antonio y te botarás de la risa cuando él cuente cómo Teté toma el “dedalito” de mezcal que le ofrece la dependienta oaxaqueña y dice: “¡Ah, qué sabroso!”, relamiéndose la boca sin dientes. ¿El final de la anécdota? ¡Ah, el final es sublime! José Antonio lo sublima y entonces uno acaba debajo de la mesa, “muerto de la risa”. ¿De qué debieran morir los que viven “matándose de la risa”? No sé, pero un día leí en la prensa que alguien, no sé en dónde, había muerto de un ataque de risa. Rió tanto que no pudo parar y murió. Así deberían morir los payasos. Los payasos y los hombres risueños deberían morir de un ataque de risa.
Los escritores elegimos la forma en que mueren nuestros personajes cuando mueren. Tal vez por este contagio muchos escritores, en un instante determinado, deciden suicidarse. Casi como si fuesen personajes de su propia novela. No creo que esa sea la forma más digna en que un escritor debe morir. Me da urticaria cada vez que leo que Hemingway se puso el rifle en su boca y disparó. ¡Qué espanto! Los escritores, amantes irredentos de la palabra, deberían morir a la hora que escriban la palabra “fin” en la última de sus obras. Así, de igual manera, deberían morir los directores de cine. No hay palabra más definitiva y definitoria que la palabra Fin. Su brevedad es como una síntesis perfecta de lo que es la vida. La vida es breve, como grano de arroz. Además, la palabra fin tiene tres letras y quienes conocen de símbolos saben que el tres es número cabalístico, es número que define la esencia del Universo.
Posdata: en el panteón de nuestro pueblo hay una tumba que, en la fachada, tiene grabada la palabra “fin”. Siempre que paso por ahí me sorprende tal letrero. Amante del cine estoy acostumbrado a ver la palabra cada vez que una película termina (asimismo estoy acostumbrado al término inglés the end). Creo que ahora las películas contemporáneas ya no colocan tal palabra. Antes había una necesidad de decir que ya todo había terminado. Tal vez por esto el dueño de la tumba en cuestión tuvo necesidad de decir que su película ya había terminado. Hay hombres que procuran que su película sea una película de acción, que sea una película como documental, un largometraje. Hay vidas que son como cortos cinematográficos, vidas que son en blanco y negro, vidas que producen sueño. La vida de Teté es como un intermedio para ir a comprar palomitas. Ahora (¡qué pena, todo se pierde!) los espectadores tampoco tienen esa emoción del intermedio. Ahora entrás al cine consumís la película con efectos especiales y salís. Tampoco existe la permanencia voluntaria. Sí, ahora, qué pena, el cine se parece cada vez más a la vida. Después de la palabra fin ya no hay más. Antes, qué bonito, la gente podía permanecer en el cine al comenzar la segunda función. Ahora, qué pena, sabemos que la vida no tiene segundas funciones. Todo es esto que ahora nos acompaña. No hay más.