sábado, 26 de octubre de 2013
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL PROCESO DE CREACIÓN
Querida Mariana: ayer, Alfonso llegó a la casa y me encontró a punto de escribir mi columna periodística. Se sentó y cuando se enteró qué hacía me preguntó: “¿Y ya tienes sobre qué escribirás la Arenilla?”. La hoja estaba en blanco, pero mi mente ¡no! La mente de los seres humanos nunca está en blanco. El maestro Jorge cuenta que su tía Alicia fue a clases de yoga. El instructor, con pants blancos y una cinta roja en la frente, dijo a las alumnas que se sentaran en el piso y cerraran los ojos. “Ahora -les instruyó- dejen su mente en blanco”. ¡Imposible!, dijo la tía, mi mente es como un puto cine, un pasadero de imágenes.
Si, como dicen los científicos, el universo, en este instante, sigue en expansión, significa que el proceso de creación no es una cosa concluida. ¡Es algo permanente y no reflexiona en el acto! Dios no piensa en lo que crea, ¡crea y punto! Su infinita grandeza hace que sea perfecto. ¿Has visto últimamente alguna fotografía de una parte del Universo? Los chunches tecnológicos nos permiten ver ahora imágenes sorprendentes. El otro día vi una foto de Andrómeda y me maravilló su perfección y su infinitud. Siempre que veo esas fotografías de huecos divinos que están a millones de años luz y luego veo nuestro comportamiento arrebatándonos la vida por tener un buen carro o tener mucho dinero ¡siento pena por el género humano! Nada somos ante la magnificencia de la grandeza. Como dice Mafalda la naturaleza es humilde, porque no presume todas las mañanas la belleza de la salida del sol. Los hombres somos fatuos y soberbios. Aún no entendemos para qué estamos en la Tierra. ¿Para acumular oro? ¡No creo! Sería un absurdo infinitesimal.
Los escritores saben que el proceso de creación es un proceso continuo. Se dice que un escritor escribe una sola obra, con variaciones, en toda su vida. Tal vez esto es lo que llaman estilo. Todos los lectores de la obra de García Márquez identifican de inmediato que se trata de él, aún cuando en la portada no estuviese escrito su nombre. Por esto, los verdaderos lectores identifican los falsos García Márquez que aparecen en Internet. ¿Te acordás que hemos platicado cómo una película de Woody Allen tiene su sello? Sin saber que es de él, cuando andás brincando de un canal televisivo al otro y mirás una escena casi casi podés jurar que es de Woody. Lo mismo sucede con los escritores y lo mismo sucede con el universo. Cuando uno advierte la maravilla del universo reconoce la mano del creador.
En una entrevista que Julio Cortázar concedió a Elenita Poniatowska, aquél dice que desde niño fue un niño diferente, en lugar de ver las dos sillas como todos los demás niños, él veía el espacio entre las dos sillas. La mente del escritor funciona un poco diferente a las demás mentes. Mientras un compa mira el bosque y hace cuentas de cuánta paga obtendría si talara los árboles para hacer muebles, otro compa advierte que detrás de los árboles puede estar escondido un fantasma con cara de granada y nariz de uva madura. El proceso de creación está instalado en la diversidad.
A mí me basta mirar “el espacio entre sillas” para tener una imagen y de ahí escribir un cuento o el inicio de una novelilla. Una sola imagen acciona ese mecanismo maravilloso que hace que la mente de la tía del maestro Jorge sea “como un puto cine”. De acuerdo a Jung, el creador tiene una “hendija” en la mente que hace que, de forma inmediata, entre al inconsciente colectivo y pepene las maravillas del conocimiento total. Por esto, los creadores andan como “idos”. ¡Cómo no! Los creadores están mirando el espacio entre sillas.
Ana Karina dice que invento los personajes que pueblan mis textillos. ¡No! Muchos de ellos me los topo a media calle o afloran del inconsciente (y esto no lo invento yo). El inconsciente colectivo posee todos los personajes que han poblado, pueblan y poblarán la humanidad. El inconsciente es como un catálogo fantástico.
La otra noche fui a la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez, a la presentación del segundo libro del Consejo de la Crónica de Comitán. Humberto Pedrero, Director de la Casa Museo, regó con juncia todos los corredores. ¡Ah, era un mar verde! Cuando caminabas por ahí el rumor del bosque se dilataba como Globo de Cantoya. En la entrada me topé con una periodista que recién tuvo su criaturita. Ella, mujer de excelencia, cumple con su trabajo sin abandonar a su criatura. A su hija (Fernandita) la envuelve en un chal de color azul y lo abraza en su seno. Lo lleva a todas partes. Estoy seguro que esa criatura crecerá como una dulce flama. Cuando entré al zaguán ella le decía a su criatura, de apenas unos cuantos meses de vida: “Huele, huele, es la juncia de tu pueblo”. Una cuerda de viento arañó mi corazón. ¿Mirás qué prodigio? “Huele, huele, es la juncia de tu pueblo”. De inmediato pensé en la frase que la nana le dice a la niña protagonista de “Balún-Canán”, de Rosario Castellanos: “El viento es uno de los guardianes de tu pueblo”. ¡Qué prodigio! Hace apenas unas tardes entendí que la juncia es otro de los guardianes de Comitán. ¡Su aroma nos protege de los olores fétidos que vienen de otras partes! Me lo enseñó esa madre amorosa e inteligente que, como si le enseñara a descifrar el mundo, le enseña a su criatura cuáles son las vainas de su árbol. “¡Huele, huele -dijo- es la juncia de tu pueblo!”. No sé si Ana Karina me cree, pero este personaje maravilloso parece sacado de una novela de García Márquez, pero no es así. Yo la vi y la escuché esa noche de presentación de libro. Pero, no sé qué pensarías vos, niña bonita, esta mujer bien puede ser un personaje maravilloso de una maravillosa novelilla. Asimismo, la criaturita también puede serlo. ¿Imaginás a Fernanda, de grande, cuando recuerde ese aroma de su primera infancia? ¿Es posible que alguien retenga los aromas de cuando fue niño? El personaje de una novela escrita por José Saramago recuerda el aroma del patio donde su mamá lo llevó a los cuarenta días de nacido. El aroma era el de la ropa recién lavada que estaba colgada en el jardín de la casa vecina. Pero no era el aroma de la ropa recién lavada, en realidad era un aroma especial, el aroma de la blusa de Margueritte (así, con doble t). Margueritte era una muchacha bonita que estudiaba en el primer año de bachillerato. Así que cuando el niño crece recuerda el aroma de la muchacha y comienza a buscarla como el amuleto que debe poseer para encontrar el sentido de su vida. Como si fuese un lobo o un jaguar olisqueando su presa (disculpá la comparación tan burda) él va al patio de su infancia, abre sus belfos y, en medio del aroma de las margaritas (las flores más profusas en el jardín) y de la humedad de la madera vieja con que están construidas las casas de ese vecindario, rescata, como si fuese una piedrita o una hojita de mirto, el aroma de la muchacha y lo persigue hasta dar con él. Ella, la muchacha bonita, tiene treinta y seis años e imparte el curso de Apreciación Artística, en la universidad pública más importante de la ciudad. El muchacho, quien se llama Augusto y ya tiene dieciocho años, se matricula en dicho curso y se convierte en el alumno más aplicado. La maestra Margueritte se emociona con el talento del joven y, poco a poco, van relacionándose. ¡Y hasta acá! Si querés saber qué sucede con la historia de Augusto y de Margueritte comprá el librincillo de Saramago. ¿Mirás cómo un aroma puede definir todo un destino? La literatura tiene su principal sustento en la vida y la vida está plagada de los personajes más sublimes. De la realidad (de ningún otro lado) brotan, también, los personajes imaginarios. Nada existe que no exista en la realidad o en la posibilidad de la existencia.
Por lo regular, a la hora que prendo la computadora y abro el procesador de textos, no tengo idea de qué escribiré. Basta una imagen para escribir la primera oración. De ahí en adelante todo es como aventarse al río y dejar que él me lleve de una a otra orilla, dando tumbos, esquivando las rocas, despeñándome en las cascadas hasta llegar al remanso donde la gente y las aves viven como en El Paraíso. La gente que está en la orilla del remanso me ve, deja de lavar la ropa o deja de cuidar el anzuelo y la cuerda y comentan entre sí. Se preguntan quién es ese extranjero que apareció a medio río. Tal vez preguntan ¿cómo logré sobrevivir? Sobre todo, considerando (se advierte en mi mirada y en el temblor de mis manos) que no sé nadar. Así es mi niña bonita ¡no sé nadar!, y sin embargo, cada día me aviento a las cataratas que son tan altas y rotundas como las del Niágara. Nadadores expertos son los que te mencioné: Cortázar, García Márquez, Saramago y muchos más como Günter Grass, Juan José Arreola, José Martínez Torres y una decena más de elegidos. ¡Son tan pocos los que cruzan el Canal de la Mancha y no se manchan el plumaje! Pero, necio, terco, me atrevo a escribir todos los días y lo haré mientras Dios me dé la vida.
Alfonso me preguntó si ya tenía el tema. No. Nunca me he preocupado por lo que muchos escritores se preocupan: “el tema”. Hay escritores que palidecen con la sola idea de quedarse “secos” y no tener de qué escribir. A mí nada de eso me preocupa. Javier me dice que escriba más acerca de temas comitecos. Se enoja cuando escribo temas como el que hoy explayo. Se encabrona porque dice que ando en las nubes. Javier no lo sabe, pero, en el fondo me está pidiendo lo mismo que yo me exijo: escribir de mi localidad, pero con un tono que se convierta en universal. Todos los grandes escritores buscan la sencillez y la cercanía. Hace días conocimos que el Nobel de Literatura le fue concedido a Alice Munro, una escritora canadiense que escribe cuentos. Los críticos literarios nos advierten que ella escribe de temas comunes y sencillos y, además, escribe acerca de su entorno canadiense, de pueblos de tres mil o cinco mil habitantes. En sus cuentos encontramos la vida de Ontario y de sus habitantes; hallamos las veleidades, misterios, alegrías, torpezas y dolor de los hombres y de las mujeres. En la literatura está contenido todo el universo que define el entorno del hombre. Javier tiene razón, pero, ya lo dije, no sé nadar. No nado como Alice. Una amiga de ella, crítica literaria, declaró en una entrevista que nadie escribe como la Munro, un poco para decir la grandeza que contiene sus escritos. Bueno, lo que intento en mi proceso de creación literaria es, también, hallar un estilo y que nadie, en el mundo, escriba como yo. No es sencillo. Es muy complejo. Dice el maestro Jorge que lo que natura non da, Salamanca non presta, que es como decir que hay unos cuantos privilegiados que ya traen el genio. A los otros, los necios, tercos, no les queda más que aplicarse para ver si por ahí logran algo de siete punto cinco o de ocho. Yo soy de estos últimos. Como ya sabés, la semana pasada envié a mis contactos de correo electrónico mi tercera novelilla breve que se llama “Historia triste de un cuentahistorias” (así, junto). Dije que les enviaba un presente, dije que no tengo otra cosa en las manos que palabras; dije que destino muchas horas en escribir y lo hago para compartir. Mi primera novelilla se llama “Dios también resuelve crucigramas” y la segunda se llama “Yo también me llamo Vincent” (ésta la publicó Coneculta-Chiapas y se puede descargar en PDF, en la página oficial de la máxima entidad cultural de nuestro estado).
Posdata: me olvidaba, niña papel. Acá te envío la dirección para que tu primo Máximo pueda leer la novelilla: http://issuu.com/revista10/docs/novela__historia_triste_de_un_cuent
Decile que si se le complica leer la versión que subí a Issuu, que me mande un correo y le envío la versión en PDF, con todo gusto.
Quisiera tener la capacidad que tuvo la periodista a la hora que le dijo a su criatura: “huele, huele, es la juncia de tu pueblo”; quisiera tener el talento para poder explicar cómo es el aroma de la juncia a la hora que las personas entran a un zaguán donde habrá fiesta. Pero, bueno, nunca aprendí a nadar y los ríos son profundos y violentos, tan violentos como, dijera Herzog, “la furia de Dios”.