viernes, 18 de octubre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UN DEDO MUESTRA EL CAMINO





Un hombre de bigotito decide ir al parque. Se coloca una gorra y sale de su casa. ¡Va al parque! El parque es, todo mundo lo sabe, el espacio público por excelencia. Ahí llegan los niños a correr, los pájaros trepan en los árboles y bajan al jardín a buscar gusanos; ahí, en el parque, los muchachos con sus muchachas llegan a platicar y a fajar; los viejos se juntan y, como si la plática fuese una chamarra, recuerdan viejos tiempos para calentar el alma. ¡Ah, el frío de la vida es más demoledor que el de invierno!
El hombre de bigotito y camisa de mezclilla llega al parque y busca una banca libre. Una donde esté solo. Le gusta ver cómo pasa la vida sin apuros. Se cruza de brazos y mira, mira. No hace más que mirar. Su espíritu se llena de cristales y de nubes sin muletas. De pronto, casi casi como si fuese un trueno en seco o como si fuese un pájaro de buen agüero, aparece el hombre con el maletín, el celular (de última generación) y el libro en mano. ¡El libro en mano! ¡El gran libro! El hombre de la camisa blanca (impecable, casi casi como anuncio de detergente o como anuncio celestial que avisa de la inmaculada luz de Dios) se sienta a su lado y, con rollo chorero y mareador, le suelta las primeras palabras, casi casi palabras divinas. Porque el hombre (ya los lectores lo advirtieron) es un mensajero divino, encargado de propalar la palabra de Dios. El hombre de la gorra sigue con los brazos cruzados y escucha “la palabra de Dios”. Debe ser que esa mañana Dios lo envió ahí para recibir su mensaje.
¿Ya vieron el dedo del hombre de la camisa blanca? Bueno, bueno, tampoco se trata de imaginar milagros de tercera categoría. No pueden ver el dedo porque la pasta del libro lo impide. Pero sí podemos intuir que el dedo muestra el “caminito”. El hombre del bigotito sigue con atención el dedo que, como si fuese una draga, abre el surco donde brotará la luz.
El hombre de la gorra no imaginó que esto le sucedería. Él salió de casa para ir a sentarse al parque a mirar cómo la vida transcurre. Pero, ¡oh, prodigio!, el destino le tenía reservado toparse con un enviado de Dios (bueno, lo de toparse es una mera figura literaria, porque, en realidad, el hombre fue “abordado”, un poco como si él fuese una copia del tren que llaman “la bestia” y el hombre de blanco fuese un migrante que abordara el vagón al “vuelo”).
Los parques son espacios públicos y no pueden reservarse el derecho de admisión. Quienes acuden a sentarse sólo a mirar, a veces son abordados por limosneros, por borrachos, por impertinentes o por “enviados de Dios”. El hombre de la gorra acepta todo con serenidad, así lo indican sus brazos cruzados. Ahora sí que “se quedó con los brazos cruzados” y el hombre de la camisa blanca aprovechó y ¡arremetió!
Sé que el hombre de camisa blanca tiene una misión y la cumple. No lo hace en mala onda. Al contrario, el mensajero divino trata de indicarle al hombre de la gorra que hay un camino diferente en la vida y si, en ese instante lo decide, puede hallar un motivo de vida más importante. “Acá lo dice: el que confía en mí ¡no morirá!”. “¿Lo ve?”. ¿Qué piensa el hombre de la camisa de mezclilla? ¿Con la actitud dócil que muestra se irá por el camino que le enseña el dedo del hombre de la camisa blanca?
El hombre del bigotito llegó al parque para descansar un rato. Nunca imaginó que se iba a topar de frente y sin ninguna defensa con un enviado de Dios.
Sólo una vez me tocó ver a una muchacha defenderse como gata boca arriba. Un hombre de camisa blanca llegó, saludó, abrió el libro y le preguntó si podía compartirle la palabra de Dios. La muchacha se paró y le dijo, con respeto, pero con voz fuerte: “No, quiero estar sola. Vine al parque a escuchar el silencio de Dios. No, no quiero su palabra”, y se fue a sentar a la banca contigua. El hombre de la camisa blanca cerró su libro y fue a buscar otra “oveja perdida”.