viernes, 25 de octubre de 2013

RECOSTADA SOBRE UNA LÍNEA DE LA TARDE





Si estuviéramos en París esta muchacha bonita podría ser La Maga; y el barandal podría ser el barandal del Pont des Arts; y el arroyo vehicular podría ser el Río Sena; y esos carros serían las barcazas que navegan por el río; y ese pilar de piedra podría ser una columna del Louvre; y esa piedra del pilar podría ser la piedra que inspiró a Dumas a escribir Nuestra Señora de París. ¡No, no podría ser! Es decir podría ser todo lo que dije, pero la palabra que está escrita sobre la piedra no podría estar en París. La palabra no pertenece al francés.
¿Entonces? La muchacha bonita, la de la chamarra azul, la del moño en el cabello, la del arete coqueto, la de las nalguitas de cola de ardilla podría ser cualquier muchacha de cualquier ciudad de México o de Latinoamérica; el barandal podría ser el barandal de cualquier edificio del siglo XIX de Lima o de Morelia; la banqueta de laja podría ser de cualquier calle de Cuzco o de San Vicente; pero la palabra no la encontraríamos más que en Comitán.
De hecho, cuando un comiteco está en otra latitud y encuentra a un paisano en medio de una plaza se esconde detrás de un árbol y grita la palabra que está escrita sobre la piedra. El otro, emocionado, voltea a ver y busca al hombre que le gritó, pero no lo encuentra. No importa, sabe que ahí, en ese lugar tan distante de Comitán, hay ¡un paisano!
Esa palabra es costumbre gritarla en la madrugada. No se sabe bien a bien porque nace ese impulso, pero es algo que se transmite por la sangre, es un código no establecido. El comiteco nace con ese color de cielo, de la misma forma que nace sabiendo qué es chinculguaj y qué es posh.
El espacio de esta fotografía no puede ser otro que el de Comitán. El barandal y la piedra están en Comitán. ¿Qué ve la muchacha bonita? ¿Qué espera? Se dio cuenta de la palabra que tiene a la derecha. Ella no puede hacerse tacuatz, si es comiteca sabe perfectamente a qué alude la palabra. La palabra es conocidísima entre los comitecos. Aunque, habrá que decirlo, encontrarla en una piedra de muro ya es muy difícil. Antes, en los años cincuenta y sesenta, los muchachos traviesos la escribían en todas las paredes habidas y por haber. Un día, quién sabe a qué hora, los comitecos dejaron de escribirla (bueno, tampoco debemos confundirnos, dejaron de escribirla, pero no dejaron de practicarla. La palabra alude a algo en que los comitecos son expertos, porque, se sabe, los comitecos son bien arrechos y las comitecas ¡ni se diga!). Los comitecos dejaron de escribirla, pero no de decirla. Los muchachos de ahora (como los de todo el mundo) se contagiaron y, en lugar de escribir esta palabra sagrada, se dedicaron a pintarrajear grafitis, signos raros que no conforman parte de nuestra tradición. Las pintas de ahora han caído en el terreno de la globalización y cuando vemos un grafiti no sabemos si estamos en Comitán o en Buenos Aires o en Sofía.
Por eso la fotografía donde está la muchacha bonita de la blusa de color oscuro y mirada de ala de golondrina es relevante. Lo es porque no hay duda, el espacio es ¡Comitán! La palabra así nos lo confirma. ¿Ven -ahora- por qué es importante preservar esas nubes que son como piedras solares?