sábado, 5 de octubre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN LIBRO TAMBIÉN PUEDE ESTAR HECHO DE NUBES





Querida Mariana: a veces sueño que soy un libro. ¡Dios mío!, ¿qué diría Freud acerca de mis obsesiones? Según don Sigmund, los sueños son deseos. No debe ser tan cierto, porque la tía Eduviges siempre soñaba que estaba muerta y vivió hasta la edad de ochenta y dos años. Se soñaba muerta, pero ¡vivísima! Sí, vivísima, porque siempre soñaba que estaba en fiestas. Me contaba que su sueño más recurrente era que había un gran guateque en el patio de su casa, con manteado y harta juncia y harto trago y harto hombre. Ella, muerta, estaba sentada a mitad del patio y todos (todos hombres, guapos, fornidos, con cuerpo de actor de cine) la rodeaban. A lo lejos oía una marimba que tocaba la pieza que a ella más le gustaba: La Bala. Esta de La Bala probablemente no la has escuchado, porque vos sos de Timbiriche y puntos intermedios, que es como decir Arjona y Espinoza Paz. “…la bala y la tienes que bailar…”, decía la famosa canción y todos, obedientes, la sacaban a bailar. Ella sabía que estaba muerta y los demás también, pero, por esos prodigios del sueño, disfrutaban lo que era consustancial a la vida. Los hombres hacían un círculo alrededor de ella, se tomaban de los brazos y, como si bailaran una danza griega, levantaban las piernas, ahora la izquierda, ahora la derecha y avanzaban en círculo y ella, muerta, pero vivísima, se repegaba a cada uno de los danzarines, olía el sudor que los cuerpos despedían, se recostaba sobre el pecho del más cercano, cerraba los ojos y movía el cuerpo al ritmo “de la bala, que la tienes que bailar / porque si tú no la bailas te la pueden disparar”. Dios mío, ¿a quién se le ocurrió hacer una canción con la bala? ¿Simpática, no? El autor tal vez fue algún Gandhi redivivo. Un poco como si dijera aquella famosa arenga de los años sesenta: ¡haz el amor y no la guerra! Acá, en esta canción, en lugar de que recibás la bala debés bailarla. Y la tía agarraba su falda con las dos manos y como si fuese una gallina de guinea se movía de un lado para otro, siempre rodeada por los “artistas mameyes”. Y hacía caso a todo lo que la letra de la canción decía: “Hagan un relajo” y gritaba; “paren el relajo”, y entrecerraba los ojos y movía la cabeza de un lado para otro como si estuviese invocando su sueño; pero lo único que invocaba era el siguiente verso de la canción: “abrazarse todos”, y dejaba su falda y con las manitas en alto, como si se abanicara la cara, pedía a todos que se acercaran, porque sabía cuál era el siguiente verso: “dense un besito” y paraba su boquita, como si fuese pececito coqueteando con el cristal de la pecera y besaba a todos. ¡Bueno, era su sueño!
“Vamos a bailar la bala”. ¿Cómo se puede bailar una bala? Bueno, como la bailaban en tiempos de la tía. Cuando fui niño, Sara, la sirvienta de la casa, regañaba a su hijo a cada rato y a mi mamá le decía que no sabía qué hacer con él, porque era “una bala”. Sara, tal vez, se refería a que su hijo andaba de un lado para otro y no tenía sosiego. Pero yo no entendía bien a bien porqué decía que Víctor era una bala, puesto que nunca infligió muerte. La vocación de una bala es segar la vida. Pero “la bala” de Víctor siempre fue llena de vida, de desmadrito; asimismo, la bala de la canción era una bala que hacía sudar a medio mundo, pero sudar de contento, no de temor. ¡Ah, qué maravillosa bala la bala que bailaba la tía bien muerta, bien viva!
Y esto del sueño de la tía salió porque te contaba que tengo un sueño recurrente: soy libro.
Siempre me he maravillado con la capacidad de los mortales para formular los sueños. ¿Sueñan las tortugas? ¡No lo sé! ¿Sueñan los gatos? Tampoco lo sé. Lo único que sé es que los humanos sí soñamos. Y el sueño es un prodigio. ¿Has visto con qué precisión soñamos? Todo es a color. A veces sueño algunas calles de Comitán, las sueño llenas de personas y esa multitud es una multitud precisa, exacta. ¿Cómo es posible que mi mente pueda formular tal cantidad de imágenes con tal precisión? ¡No lo sé!
Cuando sueño que soy libro no vayás a pensar que estoy lleno de hojas de papel. ¡No! Soy yo, con mi horma, pero, algo en mi mente me hace pensar que soy un libro. Esto es un poco complejo. No sabría cómo explicarlo. Soy yo con mi cara, con mi cuerpo, con mis manos, pero ¡no soy yo! ¡Soy un libro! Y la gente que pasa a mi lado me mira y yo no tengo algún empacho en que lo haga, porque ¡soy un libro! Y los libros están para ser tomados, para ser leídos. Rocío, quien, entiendo, sigue viviendo en la ciudad de México, era una mujer maravillosa. En dos ocasiones la acompañé a la librería “La casa del libro”, que andaba por la calle Miguel Ángel de Quevedo. Recuerdo un camellón con palmeras, un puesto de revistas en la esquina y un carrito de plátanos asados. Recuerdo el pitido del carrito de plátanos y recuerdo la mano fina de Rocío; recuerdo su manita rozando la mía. Y ahora recuerdo a Rocío, con la precisión de un sueño, porque era maravillosa su manera de disfrutar los libros. Nunca en Comitán había conocido una librería tan grande como esa. Acá, a lo más que llegábamos era a los cinco o seis estantes de madera y cuatro mesas (también de madera) que tenía don Ramiro Ruiz (en la Proveedora Cultural) donde exhibía los pocos cientos de libros que vendía. En la librería de México había miles de libros perfectamente colocados sobre estantes de metal. ¡Era como un Wal-Mart donde sólo libros había! En lugar de camisas, pantalones, pan bimbo, jamón, jabones, alimento para gatos, llantas, revistas y desodorantes, los estantes tenían libros. Miles de libros para elegir. Recuerdo que, en lugar de paredes, la librería tenía cristales enormes que servían como aparadores. Uno pasaba por la calle y miraba a través de los cristales ¡estantes llenos de libros! Habrás de comprender que para un amante de los libros eso era como el Paraíso. Las dos veces que con Rocío entré a la librería me sentí maravillado. Por la compañía de ella y por esa selva inteligente. Rocío, a la hora de entrar, cerraba los ojos y olisqueaba, como si estuviese arriba del Everest y aspirara un aroma inédito. Aspiraba igual que Ramiro lo hace a la hora de entrar a la taquería de El chaparrito. Hay gente que se alimenta de lo que desea y gente que se alimenta de lo que encuentra.
Tal vez, ahora que lo pienso, mi sueño reiterativo tiene que ver con Rocío. Ella era, en ese entonces, como ahora vos lo sos ¡mi niña bonita! Ahora que lo pienso, tal vez fue la niña que más me quiso. Ya te he contado de ella. Ella estudiaba en el Tec de Monterrey y era una niña muy talentosa. Ya te conté que la conocí en una fiesta celebrada en el departamento de un multifamiliar. Recuerdo que fui con Roge, él me invitó; recuerdo que subimos decenas de peldaños; recuerdo que la puerta del departamento estaba abierta; entramos en medio de una niebla de humo y de sudores; Roge buscó a la amiga que lo había invitado y yo fui a sentarme en un sofá donde estaba ella, mi niña bonita. Casi todo mundo estaba parado, con vasos en mano, con cigarros. Muchos bailaban en ese apretujamiento. ¡No, no, niña bonita! ¡No bailaban La bala! Hubiese sido imposible. Para bailar La bala se necesitaba los patios enormes de las casas comitecas, tal como el que soñaba la tía. Rocío (luego supe que así se llamaba) vestía un sencillo vestido azul, tenía las manos sobre su regazo. Su piel tenía el color de la arena fina. “¿Bailas?”, preguntó ella. “No”, dije. “Yo tampoco”, dijo. “¡Ah!”, dije y se hizo un silencio abrumador, en medio de la bulla de la música disco. Dios mío, pensé, si pudiese yo entablar una conversación normal. Refregué mis manos sudorosas sobre mi pantalón. Di, algo, Alejandro, di algo. Ella, entonces, como intuyendo que yo era un muchacho babas, un comiteco escaso, un introvertido, un tímido a la ene potencia, dijo: “hace calor”. “Sí”, dije y para comprobarlo le mostré las palmas de mis manos. Sudaban a mares, sudaban como si fuesen paredes de un horno o como si fuesen vasos conteniendo cerveza helada, pero caliente. “¿salimos?, preguntó. Y yo dije sí. Y salimos. Pedimos con permisito, con permisito y nos sentamos en la escalera. El bullicio quedó adentro. De vez en vez una pareja pedía con permisito, nosotros nos hacíamos tantito a un lado y la pareja pasaba, para entrar al departamento o para salir a la calle. Yo tenía las manos entrelazadas en las rodillas y ella jugaba con el cinto de su vestido. Azul, azul bellísimo. Su piel era como el mascabado. Rocío era la niña más bella del universo. Afuera hacía fresco. Mis manos dejaron de sudar. Entonces ¡me atreví! “¿estudias?”. Dios mío, me atreví, por fin, a hacer una pregunta y ella me dijo dónde estudiaba. Reculé tantito, porque no cualquiera estudia en el Tec. Los alumnos del Tec son niños ricos. Pero, un instante después algo como una brisa de sosiego me acarició. Dijo que estudiaba en el Tec gracias a que estaba becada al ciento por ciento, por su promedio. Vivía con su mamá y su abuela en ese mismo edificio multifamiliar, en un piso de abajo. No sé porqué sonreí. Me dio gusto saber que no era una niña nice, sino una niña pueblo. Y yo, pueblo también, le dije que estudiaba en la UNAM y que todos los días iba a la Biblioteca Central a leer cuentos y novelas. “Yo escribo cuentos”, dijo ella. Y yo me alegré. Me alegré porque dijo que acababa de publicar un cuentito acerca de un conejo, en la gaceta del Tec y que si quería lo podíamos leer. ¿Podíamos ir a su departamento? Sí, dije, dame chance. Busqué a Roge y le dije que estaría en el departamento de abajo, en el departamento de Rocío. ¿En serio?, preguntó con una mirada pícara y libidinosa. Sí, sí. No, no, no es lo que pensás, dije. Ah, luego te explico. Y entonces entramos al departamento. Me presentó con su mamá, que se asomó por la puerta de la cocina, y con su abuela, que escuchaba radio, sentada en la sala. Rocío entró a su cuarto y sacó la gaceta. ¿Te leo mi cuento?, preguntó y yo dije que sí. Dios mío, yo estaba como en un sueño. Quince minutos antes Rocío y yo éramos dos desconocidos y ahora era como si nos conociéramos de toda la vida. Ella estaba sentada a mi lado y yo me sentía muy bien. Maravillosamente bien. Eran las diez de la noche y era como estar en un sueño. Ella, ahora lo sé, era como mi libro, como el libro más cercano, mi consentido. Como ahora lo sos vos, ni niña amada.

Posdata: antes de que despertara, la tía Eduviges, volvía a sentarse. La marimba callaba y los “chambelanes” se evaporaban, como si ellos también estuvieran muertos. La tía me contaba que cuando todos habían desaparecido, cuando el patio estaba silencioso, aparecía un pajarito que se paraba sobre sus piernas y ella movía sus manos en intento de alcanzar al pajarito, pero éste, igual que todo lo demás, se evaporaba. La tía miraba cómo las paredes, los pilares y el piso, de igual manera se evaporaban. La misma silla donde estaba sentada ¡desaparecía! Ella quedaba como flotando, como entre nubes y tenía la certeza de que estaba muerta. Y entonces, dentro de su sueño, pensaba si eso era la muerte y oía una voz que le decía: “se te va a hacer tarde”, abría los ojos y veía al tío Armando, al lado de su cama, poniéndose la camisa, alistándose para ir a abrir la ferretería. La tía contaba que siempre le preguntaba lo mismo: “¿vos me dijiste se te va a hacer tarde?” y el tío, anudándose la corbata, juraba que no, que él nada había dicho.
“Se te va a hacer tarde”, decía la voz. Y ella, con cierto flato, hacía a un lado las cobijas, se sentaba en la orilla de la cama, se refregaba las piernas porque acusaban cansancio. Y entonces recordaba su sueño y sabía que las piernas le dolían por tanto baile. Se paraba y, con voz quedita, comenzaba a cantar: “vamos a bailar la bala y la tienes que bailar. Dense un besito” y se acercaba al tío Armando, por detrás, lo abrazaba y lo besaba. Y el tío, remolón, le decía que se le iba a hacer tarde y entonces la tía dudaba. Tal vez él le decía eso de que “se te va hacer tarde”, pero luego pensaba que no, porque ya cuando ella estaba lavando los trastes oía en su interior la misma voz, como si estuviese saliendo de su sueño. Soñaba que estaba muerta, pero vivió más de ochenta años. Tal vez el Freud andaba jodido con sus teorías del sueño y la tía no invocaba la muerte sino todo lo contrario. “¡Hagan una rueda!”.