sábado, 19 de octubre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO MUCHOS LLEVAN UN HOYO EN LA SUELA DEL ZAPATO





Querida Mariana: los objetos se deterioran. No sólo los objetos, también los seres humanos. El otro día Ramiro me dijo que su tío Eugenio ya se moja los zapatos cuando orina. Azucena siempre dice: “dichosos ustedes, los hombres, porque cuando les gana la gana de orinar fuera de casa se paran detrás de cualquier camión, sacan su cosa y listo. En cambio, a nosotras, las mujeres, se nos vuelve un problema”. Lo que Azucena no sabe es que ustedes, las mujeres, tienen la ventaja de que no se deteriora su orgullo conforme la edad avanza. En cuclillas orinan sin mojarse los pies. El hombre recibe un impacto negativo cuando, como dice Azucena, saca su “cosa” y mira que ya no puede, como en la juventud, escribir su nombre con un potente chorro sobre la arena. Los objetos y “las cosas” se deterioran con el paso del tiempo.
Margot me dijo que el otro día fue a Wal-Mart. En el pasillo de galletas se topó con una amiga que revisaba una caja de galletas. ¿Qué haces?, preguntó Margot y la amiga dijo que revisaba la fecha de caducidad. Entonces la amiga vio a Margot con una cara como de árbol en otoño y dijo: “no lo vemos, pero también nosotros tenemos fecha de caducidad”, se acercó, le dio el beso de despedida y caminó a mitad del pasillo, mientras dejaba a Margot “clavada” enfrente de los rollos de galletas Marías. Dice Margot que esas palabras fueron como un palazo que la dejó fría, como en el fondo de un pozo de mil metros, oscurísimo. “Regresó” hasta dos o tres minutos después, movió la cabeza como si se quitara telarañas y caminó hacia el pasillo de alimentos para mascotas para comprar las croquetas de su “Terrible”.
Vos, ¿cómo acabás los zapatos? Todo mundo “gasta” los zapatos de manera diferente. Algunos acaban los zapatos de los lados, otros de los extremos. Conozco a un compa que los acaba del tacón. A cada rato está con el zapatero remendón para que le cambien los tacones a sus zapatos. Mis zapatos se gastan del centro de la suela. ¡Ay, Dios mío! Hace dos días tuve que abandonar para siempre el par de zapatos que tenía, color café, suavecitos. Esos zapatos me acompañaron (esta frase sí es literal) durante varios meses. Es el par de zapatos que más me ha tardado. Todo mundo dice que estrenar zapatos es un martirio. Nos acostumbramos tanto a los viejitos que cuando llega el momento de abandonarlos nos da tristeza. ¡No hay como un par de zapatos viejos, gastados! Se llegan a amoldar tanto a nuestros pies que se convierten como en una segunda piel (acá la frase también es literal, siempre y cuando no usemos zapatos chinos, porque éstos no son de piel sino de cartón).
Hace muchos años, antes de este boom de las cámaras digitales, hubo una fotografía muy famosa. La foto mostraba a un personaje importante, vestido con un traje de corte muy fino, sentado, con la pierna cruzada. Todo era de una gran elegancia, con excepción del tremendo hoyo a mitad de la suela del zapato. El tipo famoso “gastaba” los zapatos de la misma forma en que los gasto yo. La gente camina de manera diferente.
Yo soy un inútil. Nunca me acostumbré a caminar descalzo. Mi mamá nunca permitió que yo caminara sin zapatos. Por esto, ahora, debo confesar que me da cierta envidia la gente que camina descalza por el césped. Admiro a las mujeres que caminan por las calles empedradas con esas chancletas, sin tacones, que tienen una suela como de papel de arroz. La planta de sus pies siente todas las chibolas del camino. ¿Cómo le hacen para soportar las piedritas? Sé que ahora pensás que soy un snob porque hay millones de personas que, por motivos económicos, tienen que caminar descalzas. El famoso Mario “Mocoso”, en Comitán, caminaba descalzo. Es proverbial el recuerdo de los grandes pies que tenía. Dicen que Mario nunca calzó. Nunca calzó porque no había zapato tan grande que le cupiera. Caralampio, quien trabajó en la Ferretería Chiapas, de don Jorge Pérez, también fue un muchacho que nunca usó zapatos. Los pies de quienes no usan zapatos se vuelven como aplastados, como unos grandes lanchones. Mario tenía la capacidad de somatar los pies sobre el piso. Esto provocaba un ruido como de lonjas de cerdo cayendo sobre un piso mojado. Los niños se espantaban con ese ruido y los jóvenes lo celebraban. Mario, muy serio, somataba el piso cada vez que alguien le pedía que lo hiciera. Ese sonido era como de balazos soltados a mitad del desierto.
Cuando debo dejar un pantalón por deterioro, o una camisa, o una camiseta o un calzoncillo porque ya tiene dos hoyos, el de la bragueta y otro inexplicable en la parte trasera, no tengo mayor sentimiento. La prenda deteriorada la hago bolita y la tiro a la basura. A veces guardo las camisetas jodidas. Las uso como trapos para limpiar pinceles a la hora que pinto. Pero, ¡Dios mío!, cuando debo tirar un par de zapatos con hoyo en la suela ¡me duele, me duele mucho! Los zapatos son las prendas más queridas, las más añoradas, las más útiles. Te parecerá una exageración, pero como ya te conté, como mi mamá nunca dejó que anduviera descalzo, nunca he andado sin zapatos. Únicamente a la hora de acostarme y a la hora del baño estoy sin zapatos. Un día pensé que no sería mala idea acostarme con los zapatos puestos, pero luego, cuando me di cuenta que para bañarme debía quitármelos se me hizo un absurdo.
¿Por qué gasto los zapatos a la mitad de la suela? Un día descubrí que los zapatos más recientes se habían despegado de un extremo. Nunca me había pasado tal cosa. Revisé las suelas y los hallé sin hoyo. ¿Estoy cambiando de modo de andar? Fui con el zapatero remendón y le pedí que los costurara. El hombre (que tiene su changarro por la Proveedora Cultural) tomó el zapato jodido y dijo que costuraría ambos y que serían cuarenta pesos. Dijo que pasara por la tarde, ya estarían listos. Cuando regresé, mientras el hombre buscaba mis zapatos miré una fotografía colgada en una de las paredes. Los zapateros remendones tienen la costumbre de colgar calendarios y carteles en las paredes. Hay muchos changarros que tienen mujeres encueradas. Perdón, este término es inadecuado en esta carta, debí escribir: tienen mujeres “descalzas”. Cuando el zapatero me entregó el par (¡como nuevo!) vio que yo observaba la foto y me preguntó: “¿conoce usted al maestro Ángel, al maestro Chava Domínguez? Es papá de ellos, es mi papá”. No pregunté, sólo dije ¡ah!, pero intuí que el zapatero es medio hermano de los maestros mencionados. Ahí, como en todos los locales del mundo ¡hay una historia! Tal vez un día regrese y platique con él. Salí contento. Los zapatos me sirvieron durante dos o tres meses más. Pero la otra tarde descubrí que uno de los zapatos tenía el cráter tan odiado a mitad de la suela. Al ver el hueco sentí un escalofrío. Pensé que ahora que llueve tanto, cualquier tarde me mojaría la planta del pie. ¡Odio tener los pies húmedos! Además, a la hora de caminar, la pinche piedrita del camino se pone justo a mitad de la planta y me hiere. ¡No estoy acostumbrado a caminar descalzo! Ese hoyo ¡me descalza! Hace que sienta el frío del piso y esto me molesta mucho. Así que, con el dolor de mi corazón, tuve que botar el par de zapatos que me acompañó durante los últimos meses. ¡Me duele mucho deshacerme de un par de zapatos viejos! Pero, entiendo (no hay de otra), los objetos se deterioran. Los objetos tienen fecha de caducidad. Algunos (como los alimentos) llevan impresa la fecha. Otros ¡no! Los seres humanos, igual que los objetos (como dijo la amiga de Margot), tenemos fecha de caducidad. No lo vemos, pero ahí está. Como un par de zapatos viejos nos acompaña en el trayecto de la vida.
Antes (todo mundo lo dice) los objetos duraban más. Un par de zapatos era como esas pilas “Duracel” que tardan bastante tiempo. El otro día, compré en el mercado un par de baterías doble A, de color verde. Las compré porque eran muy baratas. ¡Ay, mi vida, ya sabés en qué acabó la historia! Tardé más en colocarlas en la lámpara de mano que ellas en agotarse. Hay vidas que (nunca he entendido por qué) son como esas pilas verdes. Se agotan pronto, muy pronto.
Hubo un tiempo en que los comitecos compraban los zapatos que fabricaban los zapateros de acá. Eran de auténtica piel. Ahora hay mucho zapato chino que está fabricado de cartón. A la primera “puesta” ya se anda despegando. Los zapatos de antes ¡duraban mucho! Pero, yo nunca usé un par de esos zapatos. No lo hice porque se me hacían de una gran dureza. Eran zapatos rudos. Miraba a mi tío Ramiro ponerse sus botines, pero los veía como fortalezas donde mis pies no estarían cómodos. A final de cuentas, los zapatos (tan fieles y tan amados) son unos pinches corsés que asfixian los pies. Debo admitir que no es la forma más cómoda para amar los pies. Los pies ¡tan fieles, tan nobles! Los pies nos llevan de un lado para otro. Son tan dóciles. Cuando uno de ellos avanza hacia un lado, el otro, sin rezongar, avanza también en la misma dirección. Los pies son muy obedientes. Las manos ¡no! Una mano se va para un lado mientras la otra se dirige al lado contrario. En cambio, los pies son maravillosos. Por esto, siempre he pensado (disculpá la comparación tan boba) que vos y yo somos como un par de pies bien dispuestos a caminar juntos por la vida. Vos sos el pie izquierdo y yo el derecho. Avanzamos en la misma dirección. Nunca el izquierdo abandona al derecho. Nunca uno va hacia el Polo Norte y el otro hacia el Polo Sur. Hay una imposibilidad física para que esto suceda. Podemos estar equivocados. Saber que nuestro destino era el Sur y sin embargo dirigirnos al Norte. Hemos decidido formular nuestro propio camino y lo caminamos en la misma dirección. Sé que el amor nada tiene que ver con los pies pero ahora meto la pata y digo que vos y yo somos dos pies. Claro (como dijera un diálogo maravilloso de una película del gran Emilio “El indio” Fernández), vos sos vos y yo soy yo. Por esto, ni modos, vos siempre andás descalza, sintiendo el rocío del césped. Vos siempre estás dispuesta a sentir la maravilla de la vida. Yo, en cambio, ni modos, así me acostumbré, camino con el pie calzado. Procuro que sea un calzado cómodo, que no fatigue de más a mi pie, pero, después de todo, lo llevo encerrado. Nunca, ¡qué pena!, he disfrutado el sol resbalando por mi pie desnudo. Vos sos vos y yo soy yo. Por esto te quiero. A pesar de que soy un hombre viejo, siempre abrazado por suéteres y chamarras y con los pies encerrados, vos me extendés tu mano desnuda y me sostenés a la hora que caminamos.

Posdata: la enseñanza de mi vida ha sido reconocer que debo cambiar zapatos cuando ya tienen hoyos en la suela. Mis zapatos rara vez se despegan de los extremos o se desgastan de otro lado. Cualquiera diría que esto es lógico. Si piso el suelo, pues lo que más se desgasta ¡es la suela! Pero no a todo mundo le sucede esto. Hay gente que gasta el zapato de otra manera. Estas diferencias notorias deben ser por la forma de andar. A mí me han mandado a andar de maneras diferentes, pero nunca les he hecho caso. Alguien, una vez, muy molesto, me mandó a chingar mi madre. No le hice caso. A mi mamá no debo molestarla. Ella evitó que yo andara descalzo y me mandó a la vida a caminar con zapatos. Me trazó un camino. En esto sí no le hecho mucho caso. A final de cuentas un día descubrí que, como dijo El Indio Fernández, yo soy yo. He caminado, siempre, con zapatos, por los caminos que pienso son los más afectuosos para mi espíritu. Hoy, gracias a Dios, camino por caminos llenos de luz. Sé que mis pies no reciben esa bendición luminosa y por ello me apeno. Pero, ¿qué puedo hacer? A esta edad ya no puedo cambiar ese paradigma. Ya no puedo sentir, como vos, el prodigio del césped húmedo al amanecer. Camino con mis pies ciegos, atrapados en esas cárceles horrendas que son los zapatos. Ni modos, así me acostumbré. Así, también, acostumbré a mis pies. Nunca, lo sé, seré como el personaje literario de “los pies alados”. ¡Ni modos! “Terrible” es el nombre de la mascota de Margot. No sé qué pensarían mis pies de este nombre. No lo sé.