sábado, 11 de octubre de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIENTO VA PARA UN LADO





Querida Mariana: Romeo dice que no podemos estar en dos lugares al mismo tiempo. Aunque, tal vez esto no sea tan exacto. Enrique, una vez que fuimos a la línea divisoria Guatemala-México, puso un pie en territorio mexicano y otro en territorio guatemalteco. A veces, Mónica juega a meter un pie adentro de la tina llena de agua, mientras mantiene el otro sobre los mosaicos, de esos mosaicos gruesos, con grecas, que hacían en “El Terrazo”. Ella está en el agua y en la tierra, al mismo tiempo.
Augusto dice que la lectura también es una herramienta que permite estar en dos lugares diferentes al mismo tiempo. Y dice que la lectura va más allá porque no sólo permite estar en dos lugares sino, también, en dos tiempos diferentes. Es muy sencillo y complejo a la vez. Si alguien abre el libro de “El Quijote”, por ejemplo, en la sala de su casa en Comitán, de inmediato se trasladará a “Un lugar de la Mancha, de cuyo nombre…”, esto en la meritita España. ¡Qué prodigio! Pero el mojol de este prodigio está en que desde esta segunda década del siglo XXI entra de lleno al siglo XVII, un siglo donde no hay carros, donde Sancho Panza viaja sobre un burro, donde no hay Internet ni tampoco celulares. La lectura permite viajes imaginarios ¡prodigiosos!
Así que eso que dice Romeo, que no podemos estar en dos lugares al mismo tiempo, es cierto, pero puede no serlo. Los futurólogos dicen que algún día la ciencia logrará que el hombre, a través de algo como un holograma, se desdoble y esté en la sala de su casa comiteca y, al mismo tiempo, en un café de París.
A mí me gusta viajar sin salir de casa. Ahora hay muchas opciones para hacerlo. En los tiempos de El Quijote no quedaba más que salir o leer. Ahora podemos viajar a través del cine, del Internet y de la televisión (ah, y por supuesto, de la lectura).
¿Mirás por qué amo a los libros? Porque los libros alimentaron el viaje de El Quijote (en el siglo XVII) y siguen alentando los viajes imaginarios de los hombres de este siglo. El libro ha sido el fiel acompañante, ha sido como el chucho lazarillo de nuestra ceguera infinita. Si no fuese por los libros, quién sabe qué sería de este mundo. No puedo imaginar un mundo sin libros. Y esto es así porque no puedo vivir sin libros. El otro día, al término de la presentación de mi novelilla “Historia triste de un cuentahistorias”, que se efectuó en la Sala Carlos Fuentes, de la Biblioteca Central, de la Universidad Autónoma de Chiapas, una muchacha bonita se paró y pidió la palabra, dijo que es comiteca, que estudia en la Facultad de Humanidades, y que cuando está en el pueblo, a veces, me ve en las calles. Dijo que siempre me ha visto con un libro en las manos; dijo que en Comitán no ve mucha gente leyendo, que no ve a jóvenes con libros en las manos a diferencia de los viejos. Cuando mencionó lo de viejos todos los que estábamos en la sala reímos, porque intuimos que me estaba diciendo viejo. Mi paisana bonita no dijo más que la verdad, casi siempre estoy con un libro en las manos. ¿Puedo decir que son como mis alas para viajar por mil lugares? El otro día te conté que leí dos libros de Coetzee, Premio Nobel de Literatura. Coetzee (quién sabe cómo se pronuncia, el comiteco picarón dirá que se dice Cotz, pero no) nació en Sudáfrica y escribe acerca de ese entorno que conoció y de otros entornos ampliados. Primero leí un libro que se llama “Esperando a los bárbaros” y luego otro que se llama “Foe”. El primero, como lo indica el título, trata acerca de un Imperio que un día “decidió” que estaba amenazado por la presencia de bárbaros, por lo que debían exterminarlos. Sólo un viejo magistrado se opone a esa loca idea, les dice que los bárbaros han sido vecinos de su imperio desde hace muchos años y ambos bandos siempre han convivido, pero el Imperio no entiende esta explicación y se empecina en acabar con “los bárbaros”. El segundo libro es un libro increíble, retoma la idea central del libro “Robinson Crusoe”, de Daniel Defoe. Coetzee cuenta que una muchacha bonita de Inglaterra viaja en barco, naufraga, llega a una isla y ahí se topa con Cruso y Viernes. ¿Mirás? Cruso es como un desdoblamiento de Robinson Crusoe. Coetzee le da una maravillosa torcedura a la historia original y mete una mujer en la historia de la isla.
¿No podemos estar en dos lugares al mismo tiempo? Es relativo. La lectura nos abre una ventana en donde pareciera que esa posibilidad, físicamente imposible, puede realizarse a través de la imaginación. Mientras leo el libro de los bárbaros de Coetzee, sentado tranquilamente en una banca del parque central de nuestro Comitán, a la vez recorro espacios llenos de arena. Mientras leo el libro del naufragio, sentado en la sala de mi casa, tomando un té de limón, camino al lado de Susan en la orilla de una playa y me hago tantito más hacia adentro, porque como no sé nadar tengo miedo de que una ola me trague y muera ahogado en el mar.
Cuando leemos “Balún-Canán”, de Rosario Castellanos, nos trasladamos al Comitán de los años treinta; viajamos a fincas y vivimos la historia que padecieron los hacendados cuando a don Lázaro Cárdenas se le ocurrió repartir tierras. Idea que fue aplaudida mil veces por los campesinos pero repudiada (cien mil veces) por los dueños de las haciendas.
Todo libro es la posibilidad de abrir una puerta (en el presente) y asomarnos al pasado, al futuro o al mismo presente, pero en otro lugar.
Por lo mismo, desde siempre fui aficionado al cine, por esa misma posibilidad. Ya te conté que mis papás eras aficionadísimos al cine. Cuando viajábamos a otra ciudad, en vacaciones (Mérida; la ciudad de México; Puebla; Santa Rosalía, en Baja California; Guadalajara o Matamoros, Tamaulipas) durante la mañana nos dedicábamos a visitar museos, templos y lugares turísticos, y ya en la tarde buscábamos un cine. En Comitán íbamos muy seguido, al Cine Comitán o al Cine Montebello. Esa religión que me heredaron siempre la he conservado como uno de mis grandes tesoros. Ahora, siempre que puedo, voy a La Plaza y entro a una sala cinematográfica; ahora voy con Paty. Ella elige. Sus gustos no coinciden con los míos, pero yo cedo. Cedo porque imagino que todo es como cuando iba al cine con mis papás: no importaba qué película veríamos, importaba el acto maravilloso de entrar a ese mundo alterno. Desde una butaca del cine viajábamos por otros lugares y conocíamos historias muy distintas de las que se daban acá. En un lugar donde no hay más río que el Río Grande era una bendición conocer el mar, el de Acapulco (en una película de Tintan) o el de la Costa Azul (en una película de Sofía Loren).
El cine es maravilloso, pero (como casi todas las cosas en el mundo) es limitado. Uno no puede estar viendo cine todo el día. Cuando hay tiempo (el cinéfilo debe procurarlo) uno va a la sala, compra palomitas (ay, cómo extraño los tacos dorados de doña Lola, que vendían en el Cine Comitán) y entra a la sala. No he visto a alguien que vaya caminando por la calle y lleve un lector de dvd. En cambio, la lectura de libros ¡sí permite este milagro! Mientras hago fila en el banco o hago antesala para que me reciba algún director o mientras como o, ya en la cama, busco el sueño ¡leo!
Siempre que veo a una persona leyendo pienso en la maravilla de su mundo. Pienso, de igual manera, en el instante en que a alguien (quién sabe quién) se le ocurrió hacer el libro con la forma que tiene. Recordemos que los aztecas hacían libros con una forma diferente. Los códices eran como una serie de barajas pegadas que constituían un gran chorizo. De igual manera, los pergaminos usados por los egipcios conformaban grandes rollos. Quién sabe en qué momento el libro adoptó esa forma maravillosa que sigue poseyendo. El libro (como si fuera la más hermosa muchacha del mundo) se acomoda a las manos del lector que lo acaricia, lo palpa, lo lleva a su corazón, lo huele, lo hojea como si fuese un haz de naipes. Doy gracias a Dios por ser lector de estos tiempos y no lector de códices o de pergaminos. Uno de los grandes inventos es el libro de bolsillo, libro barato, edición modesta pero digna, que puede llevarse (como su nombre lo indica) en la bolsa trasera del pantalón. Y digo que es uno de los grandes inventos porque es como la idea de que el libro es el corazón del espíritu de las personas y éstas jamás deben dejar su corazón. El libro se lleva a todas partes para estar en ¡todas partes!
El día que fui a Tuxtla a la presentación de mi novelilla aproveché conocer la nueva librería “José Emilio Pacheco”, que, en terrenos de la UNACH, abrió el Fondo de Cultura Económica. Es un espacio maravilloso. De igual manera visité la Feria del Libro Chiapas-Centroamérica y compré dos o tres librincillos. Uno de los libros que compré fue “El apocalipsis (todo incluido)”, de Juan Villoro, libro que su autor presentó un día antes en ese espacio. El librincillo en cuestión contiene una serie de cuentos. El segundo inicia de esta manera: “Nunca antes me había cautivado un pie, al menos no de ese modo…”. ¿Mirás? Contará cómo un hombre que viaja en un avión de pronto ve el pie de su vecina de asiento y por ahí se va. Comencé a leerlo en el viaje de regreso, de Tuxtla a Comitán. Viajaba en un autobús, de ADO. Mientras en la ventanilla miraba el paisaje del Sumidero, yo me sumía en la historia que se llama “Confianza”. El autobús se deslizaba por la carretera y yo veía las nubes que estaban por encima de Chiapa de Corzo, mientras, a la vez, estaba adentro de un avión, casi al lado de este compa que veía el pie (y se excitaba) al ver los dedos del pie que aparecían en la sandalia que calzaba la mujer. Y yo, igual que él, me extasiaba en ese pie delicado, lleno de promesas. Entonces imaginé que me acercaba a la ventanilla (del avión) y veía hacia abajo. Era posible (en ese juego de imaginación) que yo viera, desde la altura, un autobús que viajaba hacia Comitán, el mismo camión en el que yo viajaba. Y mientras el hombre del avión veía el pie de la muchacha yo, en el camión, leía que un hombre se extasiaba con el pie de una muchacha. Este juego de espacios y tiempos sólo lo permite la lectura (ni siquiera el cine), porque la pausa para la reflexión es más cercana a la lectura de libros que a la lectura de películas. Por eso, el cine es ese avión que no se puede detener en el cielo, mientras el libro es como ese pájaro que se detiene en la rama ¡y canta!
Estábamos en la línea fonteriza entre México y Guatemala, por este lado de la Mesilla. Habíamos pasado a tomar unas cervezas en Chamic. Como ya estábamos medio bolos, Javier, como si jugara rayuela, decía: “ahora estoy en México, ahora estoy en Guatemala” y brincaba de uno a otro lado de la hipotética línea. Eran otros tiempos. No sé qué sucedería ahora. Lo digo porque justo al otro lado de la línea estaba el monumento de un quetzal, símbolo de nuestro país vecino. Lo digo porque justo en el instante en que Javier brincaba, como sapo borracho, de uno a otro lado de la franja, a Enrique le ganó la gana de mear y meó la base del monumento. ¿Qué hubiese pasado si algún soldado guatemalteco lo descubre? No sé. El otro día me enteré que un mexicano, también medio bolo, orinó la llama eterna que está debajo del Arco del Triunfo, en París. El mexicano (que se volvió famoso, pero que fue a parar a la cárcel) apagó con su chorro la llama “eterna”. ¡Para eso me gustabas flamita eterna! ¡Para que no aguantaras ni un simple meado! ¿Será que eso fue como una metáfora de lo que en realidad es la eternidad?

Posdata: querida Mariana, ¿el viento sólo va para un lado? Pareciera que sí. Alfonso dice que el viento viene del sur, se para a la mitad de la majada de su rancho y mira hacia el sur, cierra los ojos y recibe esa bofetada cariñosa del aire. Pero, Eugenio dice que no es cierto eso de que el viento sólo va para un lado, dice que a veces el viento se aloca y hace remolinos y se vuelve culebra de viento y, como si estuviese bolo, tataratea por todos los patios de las casas y levanta techos y hace volar láminas de zinc que son como mil abejas africanas.
Eugenio dice que nuestra mente es como el viento, a veces sólo camina en una dirección; pero a veces también se atepereta y se vuelve torbellino y, toda borracha, toda tornillo, imagina que está en dos lugares a la vez y en dos tiempos diferentes.
Los que saben, dicen que el amor es como una droga que también catapulta a las personas a otras dimensiones. Se sabe de la niña guatemalteca que “se murió de amor”, pero también se sabe de la niña chiapaneca que “enloqueció por amor”. La locura no es más que entrar a otra dimensión en un tiempo diferente desde el tiempo real. ¿No podemos estar en dos lugares al mismo tiempo? Romeo dice que no. No sé si esto sea así. Lo que sé es que a veces, cuando estoy con vos, siento que el universo no es lo que está más allá del infinito, sino que el universo ¡es esa distancia que separa mi mano de la tuya!