sábado, 4 de octubre de 2014

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY UNA COSA PARA CADA TIEMPO





Querida Mariana: ayer el cielo estuvo claro. Cuando el cielo está así, la gente mira el cielo y se sorprende. “¡Ah, qué bonito!”, dijo Alondra y señaló por el rumbo del Junchavín. En efecto, unas nubes irisadas, como si fuesen cachitos de tu cabello, volaban por el cielo. Estaban matizadas con naranjas, dorados y ocres, porque ya era el atardecer.
Hubo un tiempo que pensé que todos los cielos eran iguales. ¡No! Hay comitecos que siempre alaban el cielo de Comitán. Debe tener algo especial el cielo de acá que no tiene el de París, por ejemplo.
Hubo otro tiempo que pensé que todos los pueblos del mundo eran semejantes, que sólo tenían diferentes costumbres. ¡No! Luego entendí que deben existir otros territorios que tienen características especiales. Por esto, una tarde (de hace ya tiempo) decidí “inventar” un mundo un tantito diferente de este de todos los días. Inventé “Arana”. Los primeros textos los leí (¡uf, hace muchos años!) en Radio Lagarto, de Chiapa de Corzo, al lado de amigos como Rafa Araujo, Rafa Gómez (el famoso Chale) y David Tovilla, entre otros.
¿Vos conocés alguna característica de este mundo? A ver, si querés te paso copia de un textillo, que bien puede funcionar como ejemplo. Va.
“Yo vivo en Arana. En Arana hay rituales para la noche, para el día, para el amor y para el viaje. Cuando alguna mujer decide viajar, un grupo de vecinos le prepara el itacate. Una mujer pone tortillas en la servilleta de tela bordada; otra coloca un pomo con agua limpia; una más enrolla un petate de palma por si las noches son a cielo abierto. Los hombres, por su parte, suben a los árboles de durazno y cortan los más grandes, los más jugosos. A la hora que la viajera está en el dintel de la puerta de su casa, la mujer mayor de Arana la bendice, le coloca los dedos índice y medio de la mano derecha sobre la frente y dice, en voz baja, pero audible, la oración que la nana de la novela “Balún Canán” reza cuando su niña viajará al rancho Chactajal. Igual que la nana, la mujer mayor de Arana dice: “Vengo a entregarte mi criatura. Te la entrego. Te la encomiendo. Para que todos los días, como se lleva el cántaro al río para llenarlo, lleves su corazón a la presencia de los beneficios que de sus siervos ha recibido”.
Así lo dice la mujer mayor de Arana, mientras la viajera, con los ojos cerrados, mantiene una vela prendida entre sus manos.
La voz de la mujer mayor se convierte en palabra fogón, en palabra aire, en hojita de menta, en ungüento para el viento y en paso de puntillas para la desazón.
Las viajeras siempre regresan radiantes a Arana. Cuando lo hacen, se presentan con la mujer mayor y cuando ésta les pregunta cómo les fue, ellas dicen: “Regresamos igual que como nos fuimos, con el mismo silbo en nuestro corazón y con la misma piedra para cimentar nuestros sueños”. La marimba toca una diana y toda la gente de Arana baila hasta el amanecer, para agradecer las bondades de la oración de “Balún-Canán”.
¿Mirás por dónde va la cosa? Va por el terreno de la imaginación, donde todo es válido. Ya hemos comentado cómo sí creemos que existen alfombras voladoras y ángeles.
En Chiapa de Corzo se transmitía, en vivo, a las diez de la noche (eran tiempos en que acostumbraba desvelarme). Una noche, ya no recuerdo bien a bien, dejé de leer dichos textos en Radio Lagarto y los textos de Arana quedaron en suspenso.
Acá te paso otro ejemplo de esos textos:
“Yo vivo en un mundo llamado Arana. En Arana la gente celebra el Día de La Queja. El tercer domingo de diciembre, de cada año, la gente sale de sus casas y se dirige a la plaza central. Es emocionante ver a cientos de habitantes, vestidos de blanco, con una cinta color azul en el brazo, reunidos en torno al árbol mayor. Nadie sabe decir bien a bien cuándo comenzó esta celebración. Los más viejos cuentan que tal ritual se inició al día siguiente de la creación del Universo. Cuando ya todo estuvo hecho y Dios descansó, un viejo se sentó en una piedra y vio las maravillas que Dios había creado, pero, un instante después, se llevó la mano a la barbilla y pensó: “¡Qué pena, a mí me hubiera gustado que los árboles fueran azules!”. “Sí”, dijo su mujer, una chaparrita, con vestido de manta y que calzaba huaraches, “y que también las nubes fueran azules para que no hiciera tanto contraste, que fueran de un celestito así como el plumaje de ese pajarito que ahora está parado en aquella rama”. “Sí”, dijo el viejo, “de ese color fuera bueno que fueran las nubes”. A partir de esa anécdota, a la abuela de esa mujer le vino la idea de hacer un recuento de todas las cosas imperfectas de la creación. Cuando la gente de Arana se enteró de ello, decenas de personas llegaron hasta la casa de la abuela y le expresaron su molestia, porque el mundo no era tan perfecto como lo creían sus panegiristas. Entonces la abuela mandó a construir un buzón de quejas. Dos días después, cuando ya el buzón rebosaba de tanto papel, la abuela convocó a los pobladores y, a mitad de la plaza, leyó todos los papeles con las quejas de los pobladores. Desde entonces, cada año, se hace lo mismo. Ahora es motivo de fiesta. Cuando el lector oficial termina de leer las inconformidades (doce o trece horas después) la gente toma trago, baila y comenta las novedades. Hay quejas de todo y para todos. Hay algunos que se quejan de que el agua sea líquida, opinan que Dios debió hacer sólida el agua, como la tierra, así, a la gente que tuviera sed después de una intensa caminata le bastaría agacharse agarrar un puño de tierra para satisfacer su sed. El recuento de las quejas está pegado en las fachadas de todas las casas. Ahora ya es un motivo turístico. Miles de turistas visitan Arana sólo para leer las quejas de quienes piensan que Dios hizo travesuras a la hora de la creación. Hay muchas cosas chuscas, desde aquel tipo que se queja porque las vacas no dan cerveza hasta el que cree que las mujeres deberían ser hombres y viceversa.”
¡Ah, en Arana todo fluye de manera diferente! Mónica (afecto de aquellos tiempos de Chiapa de Corzo) me decía que las noches de viernes (día en que se transmitía el programa) se preparaba un vaso de café, se desvestía y, con solo una playera de esas enormes, se metía en la cama para escuchar mi voz. Decía que le gustaba cómo leía esos textos que le permitían volar por mundos que estaban muy alejados de ese mundo cercano y cotidiano que tenía todos los días a la mano.
Cuando fui a vivir a Puebla, una mañana recibí una llamada de Rafa Araujo. Sucede que el amigo de aquellas andanzas Chiapacorceñas era Director de Radio del gobierno chiapaneco. “Oí -dijo- ¿por qué no volvés a grabar esos textos de Arana?”. Ah, pucha, a un sordo le habló. Le dije que sí. Entonces, él ordenó a uno de sus colaboradores para que me llamara cada semana y, por vía telefónica, yo leyera mi texto. Ellos grababan mi voz, le hacían un trabajo de producción radiofónica, con efectos y música sabrosa, acorde a la temática, y lo trasmitían en cadena estatal.
Acá te va otro ejemplo de esos textillos:
“Yo vivo en un mundo llamado Arana. En Arana todo mundo realiza una actividad artística. Los abuelos inician a sus nietos desde la edad más temprana. Lo hacen por temporadas. Existe la Temporada de pinceles, que es en primavera. Los niños corren desnuditos por el prado hasta llegar al bosque, ahí se tienden sobre petates y los abuelos juegan al “cuando compres carne, no compres de aquí, ni de aquí ¡sólo de aquí!”, y con un pincel hacen cosquillas a los nietos. Los nietos divertidos se retuercen como sapitos contentos. Cuando los niños crecen, desnudan a los abuelos y juegan con ellos al “no compres carne de aquí, ni de aquí, sólo de aquí”, pero lo hacen con los pinceles llenos de pintura. Como si hiciesen esos ejercicios que se llaman body paint llenan de luz y de sombras los cuerpos de sus abuelos. Así se entrenan en el galano arte de la pintura.
La Temporada de las chicharras es también en primavera. Los niños van al bosque y escuchan el canto de las chicharras. Se toman de las manos y danzan alrededor de los árboles siguiendo el sonido de las chicharras. Levantan un pie y dan un saltito; bajan el pie, levantan el otro y dan dos saltitos. Cuando los niños crecen, en lugar de chicharras escuchan música clásica. Trepan a los árboles del bosque e instalan equipos de sonido que reproducen una música sublime. Al ritmo de la Quinta de Beethoven danzan en medio de los árboles, danzan de manera tan libre que algunos sabios la han llamado danza del vuelo.
Así, de esta manera, los habitantes de Arana se instruyen en las bellas artes, a través del juego con la naturaleza. Lo que todo mundo espera con mayor emoción es la Temporada de la luz. Los niños se dirigen al bosque a la media noche, caminan en silencio. Caminan en un camino muy angosto, a través de un desfiladero. A veces escuchan cómo las piedritas caen y el trayecto les indica la tremenda altura. Caminan confiados, porque saben que van tras la luz. Cuando llegan al bosque, cada niño elige un árbol, se sube a él y desde ahí comienza a decir palabras. Las palabras salen de las bocas e iluminan la noche como si fuesen luciérnagas. A los niños les encanta el instante en que todo el cielo está lleno de luciérnagas, es tal la luminosidad que a veces, los murciélagos regresan a sus cuevas y los gallos bajan de sus palos y se ponen a pisar gallinas.”
Un día, tampoco recuerdo por qué, dejé de colaborar en la radio chiapaneca.
Ahora, en tiempos recientes, un día, alguien de la producción del programa de radio “Andares”, también de la radio del gobierno de Chiapas, me llamó y dijo algo como que se acordaba muy bien de esos textos que yo leía en Radio Lagarto y vos sabés la historia, me invitó a colaborar y yo, duro como el árbol de papaya, dije que sí y ahora, los viernes, en la radio gubernamental trasmiten los nuevos textos de Arana.
Acá va otro ejemplo:
“Yo vivo en un mundo llamado Arana. En Arana los hombres se rasuran cuatro veces al día. Lo hacen al despertar, antes de comer, después de cenar y antes de acostarse. Lo hacen con navaja de barbero. Lo hacen porque no pueden resistir la idea de que sus rostros estén llenos de pelos. Esta imagen los hace creer que, en efecto, descienden del mono y esto no pueden soportarlo. No pueden soportar la idea de que el hombre no sea un ser superior. Se preguntan, ¿de dónde desciende el mono? ¿De dónde la guacamaya? ¿De dónde la marmota? ¿De dónde desciende el toro? ¿Los animales, necesariamente, deben descender de otro animal?
Cuando los hombres se rasuran, silban y oran. La oración que rezan dice: “Dios, que yo no descienda más que de tu mano, que no sea descendiente de nadie más que de mis bisabuelos, abuelos y padres, quienes son humanos, igual que yo. Y si, por tu santa voluntad, tuviese yo que descender de alguien, que no sea del mono, que sea del ángel más bello”. Terminan de rasurarse, se pasan la mano sobre el rostro, la sienten tersa, como si fuese ala de aire y se sienten satisfechos.
Yo vivo en un mundo llamado Arana. En Arana las mujeres se depilan las piernas cuatro veces al día. No soportan la idea de que sean hembras que descienden de las monas. Por esto, en Arana, los tíos tienen prohibido decir a sus sobrinas: “Ay, mi niña, qué mona estás”.”

Posdata: una mañana, Mónica y yo fuimos al parque de Chiapa de Corzo. Bajamos del carro (yo tenía un vochito, color crema) y nos sentamos en la Pila. Mónica puso su mano sobre mi pierna y dijo: “Alejandro. A mí me gustaría vivir en Arana”. Yo iba a decir algo, cuando ella subió su mano hasta mi boca y selló mis labios. “No, no digas nada. Sé que estás pensando en que es imposible, pero yo, a veces, pienso que las nubes bajan y platican con los árboles. En esos días nublados me acerco lo más que puedo a los árboles y escucho algo como un murmullo. En ese instante me siento bien. Sé que estoy cerca de Arana, soy feliz y esto te lo debo a ti”, y Mónica me besó y yo sentí como si una nube bajara y lloviera sobre mí.
Yo vivo en un mundo llamado Arana. ¿Querés vivir en mi mundo? No alcanzarán las noches para contarte cómo es este mundo.