sábado, 15 de octubre de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA QUE MI MESA DE REGALOS NO ESTÁ EN LIVERPOOL





Querida Mariana: Los príncipes están en extinción. La exquisitez está a punto de desaparecer. En el mundo de libros se llama Edición Príncipe a la primera edición. Los bibliófilos se hinchan de orgullo cuando, en sus bibliotecas, poseen una edición príncipe. Y esto se llama así porque, dicen los que saben, la palabra príncipe viene de una palabra latina que significa “lo que va adelante o va primero”; es decir, la palabra príncipe no sólo puede aplicarse al hijo de un rey, sino a todo aquello que es primigenio. Mis amigos se enojan y me molestan cuando yo les digo que soy un príncipe. ¡Lo soy! Soy el primero de los hijos de mis padres, fui el primero, estuve por delante de los que no nacieron.
Vos pensarías que como soy príncipe mi mesa de regalos está en Liverpool. ¡No! Esto de la mesa de regalos en Liverpool está de moda. En Comitán ni hay sucursal de dicha tienda, pero ahora, los novios nos sugieren entrar al Internet, hacer una visita virtual y adquirir uno de los regalos que ellos eligieron. El compa que es prole es el clásico compa que va a Liverpool y pregunta al dependiente que atiende la mesa exclusiva: “¿No tiene’sté una cosita así como de doscientos pesos?”.
Soy príncipe y mi mesa de regalos está en otros espacios. Porque, en realidad, a mí no me atrae mucho lo que sí atrae a otros. Los obsequios materiales me abruman. Cuando alguien, por agradecimiento, me obsequia algo me pone en un brete. Sostengo el regalo en la mano y no sé cómo agradecerlo. Porque, vos lo sabés, hasta para agradecer hay modos sutiles y graciosos. ¿Qué puede esperarse de mi cara de piedra?
Una vez me dio gusto una participación de boda, porque decía: “Su presencia será nuestro mejor regalo”. Ah, qué elegancia de pareja, ¡qué príncipes tan dignos! Cuando yo era niño iba a las fiestas de cumpleaños de los amiguitos y no existían mesas de regalos. Uno llevaba un pequeño “detallito”, un “cariñito”, que no se medía en pesos.
Hubo, hace tiempo, un comercial que decía: “Regale afecto, no lo compre”. Era un mensaje muy bello. Dicho mensaje rescataba la esencia de las cosas sencillas de la vida.
Mi mamá me cuenta que en una ocasión llegó un muchacho que trabajaba en carga y descarga de los camiones de Transportes Grijalva. Preguntó si mis papás podían apadrinar la boda. Se iba a casar. ¿Podían ser padrinos de música, junto con cinco parejas más? Mis papás aceptaron. Mi papá se encargó de reunir la cooperación de las parejas restantes. Cuando tuvo la paga, el muchacho llegó y dijo, muy serio, casi autoritario, demandante: “Quiero que la marimba sea Águilas de Chiapas” (ya en ese tiempo, años ochenta, la marimba de don Límbano Vidal era la marimba non, la más artística, la más cotizada, la más costosa). Mi papá le explicó que la paga sólo alcanzaba para cuatro horas. Al muchacho no le importó la explicación razonada de mi papá en el sentido de que si contrataban una marimba menos cotizada alcanzaría para más horas de guateque. Quería la marimba de don Límbano y su gusto fue cumplido. ¡Ay, Dios! Dice mi mamá que a las doce de la noche, a la hora que estaba más alegre el bailongo, don Límbano metió los bolillazos de despedida y comenzaron a guardar sus bártulos. Mis papás y los demás padrinos de música salieron vivos, sólo porque Dios es grande. Los invitados, ya bolos, comenzaron a gritar, a mentar madres a los padrinos de música. Mi papá dijo que podía “disparar” una hora más, pero mi mamá, más consciente, dijo que huyeran, porque la multitud ya estaba a punto de dispararles, en serio. Mi mamá tomó su bolso y jaló a mi papá, buscando la puerta, porque ya las personas comenzaban a rodearlos, pidiendo que la música siguiera y siguiera y siguiera.
Me cuentan que ahora los novios nombran padrinos de todo. Dios mío, hay padrinos de álbum de fotografías, padrinos de salón, padrinos de decoración del salón y del templo, padrinos de recuerdos, de pastel, de música, de bebidas, de la película del recuerdo y, me cuentan, en casos extremos, de invitaciones. ¿Así es la cosa? Sí, así es. ¡Dios mío! ¿De veras es así? Y para rematar con el ceremonial, los novios expresan que la mesa de regalos está en tal parte.
No sé qué pensás vos de esto, pero yo siento un agobio, como una cuerda que, poco a poco, va asfixiándome. No entiendo estos rituales, no los comprendo. O bueno, sí los entiendo, pero no los justifico.
A veces me dan ganas de preguntar a los padrinos si aceptan tal honor con gusto o lo aceptan como un compromiso, como una carga que deben llevar y hasta con cierto desagrado.
En el caso que te cuento del muchacho que trabajaba cargando y descargando camiones mis papás no tenían mayor trato con él más que el meramente laboral. El muchacho llegaba a la casa a dejar cajas con estambres para la tienda de mi mamá. No había ninguna relación afectiva. Pero, la aceptación se convirtió en algo que pudo ser dramático.
Conozco un amigo que se hace tacuatz con las sugerencias de la mesa de regalos en Liverpool. No envía regalo, no va a la ceremonia religiosa, pero eso sí, a las ocho y media de la noche, se aparece en el salón, da mil abrazos a los contrayentes, a los papás y suegros, busca la mesa donde están los amigos de confianza, llama a un mesero y pide un güisqui. Y baila, ríe, vuelve a abrazar a los novios, les dice que está feliz por la felicidad de ellos, brinda, les desea una “eterna luna de miel” y es uno de los últimos en salir de la fiesta. No acepta ningún padrinazgo.
Me cuentan, ¡Dios padre!, que algunas novias permiten (propician) que los invitados pasen a pegarles billetes con ganchitos o con cinta en el vestido. ¿De veras? ¿Cómo? ¿Por qué?
El tío Eugenio fue más sabio. Llamó a su hija y al futuro yerno y les expuso todo esto que acá narré. Dijo que no era digno de su familia. ¿Entonces? Dijo que era más digno que el novio se robara a su hija. ¡Pero, papá!, dijo la hija; ¡Pero, Eugenio!, dijo su esposa. No hay pero que valga, dijo el tío. Dejó sobre la mesa un sobre que contenía cincuenta mil pesos y boletos de avión, viendo al futuro yerno, dijo que ahí estaba ese dinero para que robara a su hija y la llevara a Huatulco. Ya estaba hecha la reservación en un hotel y estaba pagada la estancia por cinco días y cuatro noches.
Y el novio se robó a la novia y disfrutaron su luna de miel. Y cuando las amigas le reclamaron por qué no las había invitado, ella, muy orgullosa, decía que habían huido, un poco como era antes, cuando, en tiempo del tenocté preparaban su maletía y evitaban los protocolos engorrosos. Diez días después fueron al Registro Civil y formalizaron legalmente su unión. Quiere decir que no la pasaron mal en Huatulco. A la fecha siguen casados, ya tienen dos hijos y todo bien.
Mis mesas de regalos están en los lugares sencillos. Donde nada hay en venta. Sé que no todo mundo piensa como yo, pero digo que sería formidable que una pareja de novios, a punto de casarse, sólo por sentirse bien, escribieran en sus participaciones de boda: “Nuestra mesa de regalos está en Uninajab”, y los invitados subieran a sus autos o a las combis y bajaran a ese lugar de descanso y hallaran, al lado del amate, una mesa con frasquitos llenos de aire, pulseras hechas con juncia y puñitos de hojas secas. ¿Imaginás lo que ello propiciaría? El día de la boda, a la hora de salir del templo, todos los invitados abrirían los frasquitos para que el aire de Uninajab bendijera a la pareja para toda la vida. Los invitados formarían una fila y, una vez soltado el aire, colocarían sus labios en las bocas de las botellitas y soplarían para que una música de viento iluminara, para siempre, el camino que los recién casados están a punto de iniciar. Las damas de honor colocarían a los desposados las pulseras de juncia y macerarían las hojas secas para, posteriormente, abonar las plantas que están sembradas en el parque central. Todo lo harían en nombre de los novios para pedir al universo que los hilos de luz siempre tejan bordados sublimes en sus corazones.
Sí, ya sé, pareciera una cursilería. En este mundo complejo, los rituales exigen el glamur de una sociedad materialista, donde, al contrario de aquellos tiempos sencillos, ahora “el afecto se compra, no se regala”. Los tiempos actuales insisten en repetir el apotegma: “Tanto tienes, tanto vales”, cuando, en realidad, quien tiene mucho en cuestiones materiales tiene poco, muy poco corazón, muy poca sensibilidad, muy poco sentido del verdadero sentido de la vida.

Posdata una: Mi mesa de regalos está en la mirada asombrada de un niño cuando le cuento un cuento; en la sonrisa de mi madre cuando me sirve el plato de fruta que me preparó; en el aire enredado en los árboles del bosquecito que está en la universidad donde laboro; en los pechos de la muchacha bonita que se inclina para servirme el té en el restaurante; en las páginas del libro que leo; en los libros de las páginas que vuelan; en el vuelo del libro que pagino. Está en tu mano, en el movimiento que hacés a la hora que le decís sí a la vida.
Mi mesa de regalos no está en Liverpool. Lo que ahí venden se agota, se echa a perder, se oxida con el paso del tiempo. Los verdaderos regalos de la vida son infinitos, como infinitos son los senderos por donde camina el aire y por donde camina Dios.