martes, 18 de octubre de 2016
SONRÍA
Al final queda el derecho a elegir, pero a veces es imposible hacer nuestra santa voluntad. Digo esto, porque, en ocasiones, el destino nos coloca frente a actitudes autoritarias, militares, casi dictatoriales. Por ejemplo: en el sillón del dentista. “Abra más la boca”, y ahí estamos haciéndole caso al médico. “Apriete con fuerza”. “Escupa”. “Trague”. ¿En qué momento podemos hacer uso de nuestra capacidad de decisión? En cualquier momento, el paciente tiene el derecho de pararse, tirar la toalla que el dentista colocó en el pecho, rebelarse y salir del consultorio, hastiado de tanta orden. Pero, el dolor de muelas es intenso. Sabemos que, para calmar el dolor, es preciso seguir las indicaciones al pie de la letra. Acudimos al dentista porque no había de otra y ahí estamos abriendo, apretando, escupiendo y cerrando la boca a la hora que el médico indica. No conozco a alguien que vaya a ver al consultorio por gusto. Bueno, debe haber muchos, pero son minoría contra los que van sólo en el último momento y porque la necesidad es imperiosa. Puede ser que existan muchachas bonitas que, arrobadas ante la belleza física del dentista, van, se tumban en el asiento y se fascinan ante las órdenes de: “Abre”, “traga”, “aprieta”.
Ante la necesidad plegamos nuestros derechos, los estiramos al máximo. “Firme acá”, dice el abogado. Como el joven desea terminar la relación con su esposa para casarse con la nueva, firma donde el abogado tiene puesto el dedo a fin de que el divorcio se consume. No hay de otra. Es preciso seguir la indicación al pie de la letra.
“¡Quítese el pantalón y bájese el calzoncillo!”, dice el médico y no queda de otra. ¿De veras no queda de otra? ¿El paciente lo hace con gusto? ¡No! Si por el paciente fuera abandonaría el consultorio de inmediato, pero, está ahí porque tiene una dolencia física que, en apariencia, el médico subsanará. Y ahí está, el pobre hombre, poniéndose en posición prono, rogando a todos los dioses para que el tacto no sea doloroso.
Vaya pues, no queda más que aceptar dichas sugerencias que suenan a órdenes. Pero lo que parece inconcebible es que uno deba aceptar las indicaciones del fotógrafo de la revista, como si él fuera el salvador de vidas. Y sin embargo, el fotógrafo profesional (nadie duda de ello) se comporta como un dictador. La primera orden es demoledora: “¡Sonría!”. A mí, que soy cara de piedra, me harta esa “indicación”. ¿No se supone que el fotógrafo (profesional) debe, a través de sus fotografías, revelar el carácter de la persona? ¿Obtener la verdadera personalidad? ¿Por qué, entonces, obliga al modelo a vender una imagen falsa? Entiendo que la fotografía comercial debe vender un producto. Una modelo de lencería debe atender a cada una de las indicaciones: “Sonríe”, “abre tus labios”, “coloca tu mano como si, incidentalmente, tocara un pecho”. Sí, así debe ser. A la modelo la contrataron para eso. Los actores deben hacer lo que el director de cine les indica; los actores porno (perdón), asimismo, deben hacer lo que el productor les indica. Las actrices porno casi casi deben seguir las indicaciones como si estuviesen en el sillón del dentista: “Abre”, “traga”, “no escupas”. Pero, ¿por qué el escritor entrevistado, y que debe pararse ante una cámara, debe seguir las indicaciones del fotógrafo? ¿Por qué?
Un día sugerí que el fotógrafo me siguiera y que tomara fotos donde yo mostraba mi personalidad de niño. Como estábamos en el parque central de Comitán, pensé abrazar un árbol; sentarme en un banco de bolero; tirarme al piso, bocarriba, y abrir los brazos; hincarme frente a una muchacha bonita que pasara por ahí y, dramatizando, ofrecer mi corazón; detener el auto que condujera un amigo y subirme al cofre del coche; hincarme frente a la fachada del templo de Santo Domingo; meterme a la fuente que no tenía agua y hacer como que nadaba. ¡No! No, me dijo que no. Que me parara frente a él y que, por favor, sonriera. Ah, no me conocía. Menos sonreí. Terminó molestándose, yo también estaba molesto. Hubo un momento en que estuve a punto de hacer uso de mi derecho y de dejarlo solo con su cámara. Pensé: “¡Que le tome fotos a alguien de su familia!”. Pero no lo hice, porque me había comprometido. Y el compromiso, después de todo, era un honor para mí, era un honor que un periódico de tanto prestigio se fijara en mí para hacerme una entrevista. Sin decirlo, parece que llegamos a un acuerdo, él siguió haciéndome indicaciones de dónde pararme sin obligarme a hacer caritas y yo me paré donde él instruyó. Al final me dijo: “He tomado diez y en todas sale usted igual”. ¿Qué esperaba? ¿Que en la foto número ocho yo me convirtiera en Brad Pitt, en Juan Villoro?
Cuando se publicó el reportaje vi las dos fotos que ilustraron la entrevista. Las dos fotografías eran de gran calidad, excelentes. El fotógrafo sabía hacer su trabajo, pero, en el fondo, pensé que hubiesen sido más bonitas las fotos que había propuesto, las fotos donde yo era más yo.
¿Tenemos que seguir las indicaciones al pie de la letra? No. Al final nos queda el supremo recurso de elegir. Bien podemos decir ¡no! Negarnos a las indicaciones del médico, salir del hospital, abrir los brazos y recibir el abrazo del viento.
Esta última decisión nos recuerda que somos dueños de nuestros cuerpos y de nuestras vidas.