miércoles, 12 de octubre de 2016
LIBROS, LIBROS, A MIS DEDOS CRECEN
Llegaron a Comitán. Llegaron, como dice García Márquez que llegaron los gitanos a Macondo. Llegaron con sus panderos. Los comitecos salieron a husmear, abrieron las ventanas y comentaron la llegada de esos extraños, ya propios. Y digo propios, porque, desde hace varios años, los promotores de la lectura de Coneculta se adueñan del parque central. Nadie dice algo en contra. Todo mundo los recibe con afecto. Incluso los que siempre están contra la instalación de carpas en pleno parque, nada dicen. Y esto es así, porque saben que debajo de esas carpas montarán mesas y sobre éstas colocarán libros, que es como decir que exhibirán nubes y gatos que sonríen y hablan y cantan y bailan.
Llegaron a Comitán. Llegaron, como dice Mario Vargas Llosa que llegan las lluvias esperadas, sin aviso, sin anunciarse. Llegaron con sus atados de libros. Los comitecos, argüenderos de por sí, comentaron que los libros habían arribado. Y la gente, poco a poco, en silencio, caminaron por las calles empinadas y subieron o bajaron con rumbo al parque, porque ahí, como si fuesen pájaros, los libros habían hecho sus nidos.
Nunca nadie, en alguna parte del mundo, ha declarado huéspedes distinguidos a los libros, pero éstos se encaraman en todas las ramas de cientos de árboles, en espera de que alguien (mejor si es un niño) alce la mano y los corte como se cortan los mangos que se caen de maduros, de dulces, de buenos.
Porque, habrá que decirlo, no todos los libros son buenos. Se necesita que, como dijo Juan Gelman, el libro se abra como se parte la semilla, para que el catador descubra si el vino de ese odre es de buen año, de excelente cosecha.
Por eso, porque la experiencia de vida sólo se adquiere con el contacto, es que los hombres que cantan las bondades de los libros llegan a Comitán, una vez al año. Sólo de esta manera los niños de hoy, viejos del mañana, sabrán qué leer, a qué barco subirse o qué par de zapatos botar.
En Comitán no es común el oficio de vender libros. No es frecuente ver vendedores de telescopios o de naves interplanetarias, por ello resulta novedoso ver hombres y mujeres que abren sus tiendas de campaña y ofrecen pequeñas ventanas donde, sin telescopios, se logra ver miles de galaxias y, sin naves interplanetarias, puede realizarse viajes hasta topar con el infinito y, tal vez, más allá.
Llegaron, como dice José Saramago llegan los elefantes para recuperar su memoria. Porque el libro es el objeto más amado de todos los tiempos.
Llegaron, como antes llegaban las zacatecas y levantaban sus tiendas donde ofrecían trepatemicos, confites y las cajetas de membrillo y de durazno.
Y el parque, durante algunas tardes, se convierte en el patio de fiesta, sus cielos se llenan con manteados y con festones hechos con flores de cristal.
Si como el advenedizo dijo se trata de contar las cosas buenas, contemos que Comitán, una tarde ya esperada, se llena de vida a través del objeto que, como dicen que dijo Borges, es una extensión de la memoria y de la imaginación.
Las tardes en que los extraños, ya propios, se adueñan del parque, nadie se sorprende al oír que un niño levanta el brazo, señala el cielo y dice que ahí, en aquella nube se escondió un diplodocus o que, detrás del árbol de chío, está escondido Dobby, el elfo que aparece en Harry Potter. Nadie se extraña cuando, del interior de las carpas, asoma un titiritero y convoca a los niños a jugar a los encantados o a las nubes invisibles.
Llegaron a Comitán y abrieron sus manos para demostrar que la generosidad siempre es una flor abierta, un sol que está a punto de aparecer.
Llegaron como dicen que llegan las olas para empujar el agua del mar, como llega el viento para insuflar la vela de la barca. Llegaron como dicen que llega la flama para hacer la luz.