sábado, 29 de octubre de 2016

CARTA A MARIANA, A RITMO DE JAZZ





Querida Mariana: Los caminos de la literatura son fantásticos, porque llevan a otros caminos, también soberbios. Así es la vida, la vida también tiene muchos senderos por donde caminar. La ventaja de la literatura es que los caminos sugeridos no acarrean los problemas reales que sí acarrea la vida real, por eso, parafraseando al papá de la escritora Ana García Bergua, que decía que “El cine es mejor que la vida”, un lector apasionado puede, con todo el derecho del mundo, decir que “La literatura es mejor que la vida”, aunque, todo mundo sabe que la vida es la materia prima del cine y de la literatura.
Si nosotros hiciéramos un recuento de la literatura escrita en estas regiones veríamos que mucho de ella tiene su sustento en la vida vivida en Comitán. Los escritores tratan de hacer una versión mejorada de la triste vida cotidiana.
Una vez escribí que mucha gente dice que Comitán es un pueblo aburrido, porque no suceden grandes cosas. Romeo, creyéndose un Jesús redivivo, pide a Dios que perdone a esa gente, porque “no saben lo que dicen, ni lo que hacen”. Romeo dice que lo cotidiano de este pueblo es lo que lo hace uno de los pueblos más hermosos del mundo. Y yo, en parte, estoy de acuerdo con Romeo, porque, como dijo un amigo, cuando lo cotidiano desaparece, es como si un tarro de café rebosara y cuando el café se riega mancha el mantel de la mesa.
Pareciera que estar en armonía es estar muy cerca de lo cotidiano, en donde no sucede algo eventual, porque lo eventual puede ser signo de gran tragedia. Si leemos con atención el periódico vemos que muchas notas refieren a instantes en donde lo cotidiano se extravió y apareció algo inusual: un accidente, un terremoto, un robo. Claro, Romeo dice que lo cotidiano también desaparece cuando aparece algo prodigioso: el nacimiento de un hijo, un premio de la lotería, la graduación estudiantil, pero Romeo recalca que todo acto prodigioso trae una torta de clavos debajo del brazo.
Cuando salimos de casa queremos que nada extraordinario suceda. Queremos llegar con bien a nuestro trabajo y en éste también queremos que todo suceda con extraordinaria normalidad. Pero no siempre es así, a veces salimos de casa y a mitad del trayecto comienza a llover y no sacamos paraguas, el colmo resulta cuando metemos el pie en un charco o cuando un auto pasa veloz y nos moja de pies a cabeza, quedamos como pollos con las plumas húmedas pegadas al cuerpo. Nunca falta (¡Señor, señor!) un bicicletero (que otra cosa es ciclista) que conduce en sentido contrario y a la hora que nosotros bajamos de la banqueta, porque ya comprobamos que no viene carro alguno en el sentido correcto, se nos echa encima, porque el animal (perdón burros, caballos y demás congéneres) cree que no debe respetar el sentido de circulación. No sabe el animal (perdón gatos, chuchos y demás congéneres) que su bicicleta es un automóvil y debe respetar las normas de vialidad. No lo sabe. Ahí termina la tranquilidad.
Cada persona tiene su concepto de armonía y tranquilidad. Cada uno de nosotros pide que no sucedan eventos fuera de la normalidad, y estos eventos son diversos. ¿Qué es lo normal, lo deseable, para un portero de fútbol? Que no le metan gol. Pero lo deseable para quien está frente a él es ¡meter gol! Tal vez este ejemplo bobo sirve para decir que el velador pide llegar con bien a su casa cuando, a las cinco de la madrugada, cierra la puerta de la bodega que vigila; pide que no se tope con algún malandrín, pero el delincuente lo que pide es que se tope con un inocente velador para que le entregue los cien o doscientos pesos que lleva en su cartera toda raspada.
Esto que escribo, Mariana mía, no sólo sucede en la vida, sino también en la literatura, en los cuentos y en las novelas, pero en el mundo de la ficción jamás rebosa el café, jamás mancha el mantel. El lector se mete en esos caminos maravillosos de la ficción, pero lo hace desde la tranquilidad de su casa. Está sentado en el sofá, junto a la ventana donde se filtra el sol de la tarde, donde toma una taza de té caliente, donde el gato (recostado a sus pies, sobre un tapete) duerme y lo acompaña. Ahí, el lector se entera que los personajes viven actos donde la armonía es rota. Por ejemplo, hace cinco minutos, antes de ponerme a escribir esta carta para vos, leía un cuento escrito por Joyce Carol Oates, donde una muchacha (apenas mayor de veinte años) dice que: “Habían pasado ya siete semanas y dos días”. Drewe, que así se llama la muchacha, “había contado, una y otra vez, los días desde su último periodo”. ¿Mirás? La muchacha (quien es amante de un hombre de cuarenta y dos años, catedrático de la Universidad de Wisconsin-Madison), abandonó la zona de confort donde lo cotidiano pone sus huevos y entró al laberinto donde los polluelos de lo inesperado brincan de contento. Nosotros, lectores, podemos hacer mil conjeturas: “Se lo tiene bien merecido, por calenturienta” o “Tonta, ¿por qué no se cuidó? Habiendo tantos métodos anticonceptivos”. Cuando termine el cuento, yo dejaré el libro, me acercaré a la ventana y miraré la orquídea que tiene una flor amarilla y que hace contraste con el gris de la pared. Dos días después no volveré a pensar en la muchacha de Wisconsin y ella (perdón que lo diga, es una bobera), como es un personaje de ficción, se evaporará en su confusión. Pero, ¿qué sucede con la vida real? No quiero ni decirlo. ¿Conocés alguna amiga que esté metida en este sendero? Sí, seguro que sí, se da con gran frecuencia. Los que estamos fuera de ese camino, quienes caminamos en senderos paralelos podemos censurar y decir: “Tonta, ¿por qué no se cuidó?” o “Se lo tiene bien merecido por calenturienta”. ¿De verdad tenemos derecho a emitir tales juicios? Sí podemos hacerlo cuando estamos metidos en los caminos de la literatura, pero no tenemos derecho alguno a emitirlo cuando se trata de la vida real, porque no sabemos de qué manera afecta tal eventualidad la vida del otro. Como dicen los viejos: “Sólo el que carga el bulto sabe cuánto pesa”.
La literatura, siempre, es una versión mejorada de la vida. Por eso, los lectores amamos las historias que los libros contienen, porque no afectan para nada la vida real (en apariencia, claro, en apariencia). Todo nos toca tangencialmente y hace que nuestras vidas planas, torcidas, conozcan vidas interesantes y enderecen nuestros caminos.
Ningún lector asume culpas ajenas. El personaje de la novela, en las prisas por llegar a tiempo a la cita, olvida, sobre la cómoda, un papel importante; cierra la puerta de su departamento y cuando va a mitad del trayecto recuerda el papel, pide la parada, el chofer del autobús, molesto, dice que se detendrá hasta la parada oficial, porque ve que el tipo insiste en pedir la parada. Cuando el autobús se detiene, el individuo corre con dirección hacia su departamento, tiene que correr casi diez cuadras. Ya no llegará a tiempo a la cita, pero sabe que de nada le serviría llegar a tiempo sin el documento, es como si llegara a tiempo al aeropuerto pero sin el pase de abordar. Por fin llega a la puerta del edificio, sube las escaleras, casi corriendo, mete la llave en la cerradura, abre, corre hacia el cuarto y halla al gato encaramado sobre la cómoda. Busca, levanta cajas, retira botellas, busca debajo del reloj despertador. ¡Nada! El papel no está. Mira que la ventana está abierta. Hace viento. ¿Tiraría el viento el papel? Se agacha, busca debajo de la cómoda, siente un piquete, retira la mano, se golpea contra la base de la cómoda, mira su mano, tiene un rosetón rojo, sabe que un animal lo picó. ¿Una araña? ¿Venenosa?
Y de todo ello me entero, sentado en el sofá de la casa, mientras afuera llueve. Yo, en ese momento, estoy a salvo de charcos, de derrapones, de ser mojado por algún auto que pase veloz y caiga en un bache lleno de agua.
La literatura está hecha de la vida y la vida está hecha de los retazos que transforman lo cotidiano en la gran aventura.
Me gusta la literatura porque ahí sí caben todos los seres humanos. Los tímidos, los frágiles, los que parecen abandonados de Dios tienen poca cabida en la vida, pero en la literatura alcanzan dimensiones sublimes. Los personajes sencillos son capaces de llenar de luz las más brillantes páginas de los libros. Porque en éstos se reconoce que todo ser humano es la página sublime de la historia. Los desposeídos, los que son relegados en las grandes urbes, en la literatura tienen una presencia gloriosa. Ellos no lo saben, porque los miserables, en muchos casos, no saben leer ni escribir. Pero en los libros ellos son dueños de la gloria, ahí están sus cielos. Por esto, benditos escritores que los hacen visibles, que les dan el lugar que les corresponde en la tierra. Benditos escritores que dan territorios a los desposeídos.

Posdata: Los caminos de la literatura son fantásticos, como fantásticos son los caminos que vos y yo caminamos, los que nos dicen que la vida, más que en la vida real, está en la página del libro, en la mente y en el corazón de los escritores excelsos.