Dentro del Ciclo de las Posadas Poéticas, ayer tuve el privilegio de participar con una lectura en la Casa del Arte, de Comitán.
Paso copia del textillo que leí.
Posada poética – 19 de diciembre de 2008.
Me topé con Bertha Maldonado en la Casa Museo. Días antes me llegó una invitación para participar en estas Posadas Poéticas de la Casa del Arte. Le comenté a Bertha que cuando leí el mensaje llamó mi atención pues sólo de manera ocasional escribo algunos versos, soy narrador, más que poeta. Hicimos silencio porque Fernando Escárcega ya anunciaba la participación de Socorro Román Sobrino con una conferencia acerca del simbolismo del nacimiento tradicional de navidad.
Esa noche, cuando llegué a mi casa pensé en lo que le había dicho a Bertha, y Paty se sorprendió pues comencé a reír como loco. Sin ser caballo reparé en que este ajo de la literatura es muy pretencioso. Casi casi se anda igualando a la especialización que existe en estos tiempos en el campo de la medicina. El otro día saludé a un compa médico que estaba platicando con un su cuate, cuando me presentó a éste, éste me dijo: “Soy el gastroenterólogo fulano de tal”. Pensé entonces que los maestros de escuela son más humildes, como humildes son los carpinteros, los albañiles y demás fauna oficiante. Los maestros son maestros y punto. ¿Los que nos dedicamos a la literatura somos humildes? Bueno, parece que no. Los que escribimos cuentos o novelillas nos llamamos Narradores, ¡pucha! Y los que escriben poemas se hacen llamar Poetas, ¡pucha y recontrapucha, hemos especializado nuestro oficio! Y digo recontrapucha porque cuando pronunciamos la palabra poeta la decimos con más énfasis que cuando pronunciamos Espíritu Santo, por ejemplo.
Hemos sacralizado la palabra poeta, cuando, en realidad, lo importante no es el oficiante sino la luz; lo importante es la poesía, la palabra como río para alimentar todas las riberas del alma.
Se entiende, cuando menos yo así lo entiendo, que hacer un verso es un poquitín más difícil que hacer una silla, pero por lo mismo no todo mundo debería llamarse poeta.
Recuerdo que en los años cuarentas y hasta los sesentas existía una raza especial en este Comitán: la raza de aprendices. Los chiquitíos, en temporada de vacaciones, eran llevados a los diversos talleres para que aprendieran algún oficio. Los talleres de zapateros, talabarteros y demás eros se llenaban de niños con ganas de aprender los secretos de un trabajo.
Un carpintero puede, por ejemplo, con el tiempo y con mucha dedicación hacer una cajita perfecta, se trata de unir bien a bien los trozos de madera con clavos o con resistol o con cola, de lijarlos hasta que queden como nalga de niña bonita y barnizarlos de tal forma que resulten como cristales transparentes. ¿Qué pasa con el compa que se dedica a escribir versos? El arte literario es tan complejo que cuando alguien logra una transparencia o algo como una rendija por donde se cuela la luz nadie puede decir que ahí esté el agua que se llama perfección. La literatura no tiene recetas, no hay ningún manual que enseñe cuál palabra es la compañera perfecta de la que la antecede o de la que va enseguida. Cuando lo anterior se logra es porque alguien, más que escritor, roza un cielo insólito.
Pero, bueno, yo también he realizado intentos y acá estoy frente a ustedes en esta posada poética y antes que vayan a mirarme cara de piñata y darme de garrotazos -sin albur- voy a leerles un texto que es parte de una serie que se llama: “De los modos de abrir un pétalo de agua”.
“A veces se me ocurre cambiar. Busco a mi alrededor un modelo. Una silla basta para convertirme en objeto de cuatro patas; basta una lámpara de mano para ser camino de luz, inasible raya.
“Cambio lo que cambia una nube en el cielo, no más que lo que cambia una piedra en la pared o en la vitrina de un museo.
“A veces se me ocurre cambiar: ser una rendija, ser un cabello.
“Cambiar es una encomienda fácil. Basta tomar un modelo. A veces soy el universo, a veces la línea de gis que dibuja un maestro”.
Ya sé qué están pensando: los poetas no pueden, tampoco, andar por la vida diciendo que son aprendices de poetas, como que se escucha más pretencioso aún, como que suena a humildad hueca. ¿Qué hacer entonces?
Tal vez convenga reflexionar en el peso de las palabras. Las palabras adoptan todas las formas del universo. La palabra poeta, por ejemplo, vuela más alto que la palabra fútbol. Los compas que juegan en los improvisados campos de los zanjones no tienen ningún empacho en decir que son futbolistas como futbolistas son Romario y el hígado de Cuauhtémoc Blanco. Pero decir que soy poeta como poeta fue Octavio Paz, ¡no encaja! Como que la palabra fútbol se ha llenado de césped y de sol, y la palabra poeta se ha llenado de un tufo de incienso y de trompetas celestiales. El día que la palabra poeta la coloquemos en el espacio donde Jaime Sabines insistió en colocarla, habremos ganado mucho.
En la antigüedad así fue, la poesía era un collar enredado en el cuello del pueblo.
En fin, mientras la palabra escritor no sea pueblo yo insistiré en decir que soy un pepenador de piedras en busca de nubes, aunque esto se escuche más soberbio.
Agradezco a los integrantes de esta casa la invitación. Gracias Mario, Bertha, Malena, Mirtha, Rafa, Ana, Óscar, Lupita, Roberto, Marvey, Karina y Martín. Esta invitación la entiendo como una muestra de amistad, pues no soy poeta. ¿Yo? ¡Yo soy narrador! ¡Ah, la pucha!