viernes, 10 de diciembre de 2010

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL MISTERIO ES MÁS INTENSO QUE LA CURIOSIDAD



Querida Mariana: el hombre abrió una despensa empotrada en la pared y sacó la fotografía. El cuarto olía a orines y a excremento de animal, estaba en penumbras, había un sofá con manchas y ropa colgada sobre un mecate.
El hombre puso la foto sobre una mesa que estaba apoyada con atados de libros en dos de sus patas. Alcancé a leer un título: “Cien Años de Soledad”. García Márquez nunca sabrá para qué también sirven sus libros. Hace años, en Puebla, conocí a una señora que tenía el mismo libro cubriendo un hueco de la ventana de su cuarto. Ella siempre bromeaba diciendo que la literatura era tan poderosa que, incluso, detenía el viento.
La mesa también tenía manchas, como de sangre. Lucía me advirtió que el hombre vende conejos destazados en la Central de Abasto. Abrí el folder, saqué una hoja de papel opalina y la puse debajo de la fotografía. Me acerqué más. Saqué la lupa. El hombre carraspeó molesto, dijo que si yo tenía desconfianza podía retirarme de su casa. Me disculpé, le dije que la lupa era sólo para ver los detalles más pequeños. Acerqué la lupa de nuevo. El hombre prendió un cigarro y me echó el humo a la cara. Vos, Mariana, sabés que odio el humo del cigarro, pero me aguanté. Dejé que el humo se esfumara y seguí en mi tarea de observación. Un gato apareció por detrás de la ventana y me observó, al menos eso fue lo que sentí. Me puse tenso, ya Lucía me había advertido que el gato se aparecería y debía tener cuidado. El olor a orines se intensificó. Disimuladamente vi que el hombre tenía manchados los pantalones.
Me acerqué más a la lupa y vi el rostro en la fotografía. La mano del hombre apareció y gritó: “¡Basta!” Me dijo que ya había sido suficiente. ¿Compraría la foto? El gato apareció por la puerta, se deslizó por toda la habitación, se impulsó y, con un salto medido, se instaló junto a la mano del hombre. Me hice para atrás. El hombre me miraba fijamente sin decir algo. Vi su mirada y era tan intensa como la del gato. Como si él también fuera un felino. El hombre tomó la fotografía y caminó hacia la despensa. Antes de que la guardara le dije que sí, ¡sí la compraría! Él volvió la mirada y me dijo que no aceptaría regateos. El gato bajó de la mesa y se echó sobre el sofá, comenzó a lamerse la mano derecha y a pasarla sobre su cabeza. El hombre me entregó la foto, sacó un cigarro y lo lamió dos veces. Era un cigarro de esos sin filtro. Saqué el dinero y lo puse sobre la mesa. Al hombre le dije que lo contara, pero él negó con la cabeza. Caminó hacia la puerta y la abrió. Yo coloqué la foto adentro del folder. La hoja que dejé sobre la mesa había caído y otro gato, el negro que Lucía me había advertido, jugaba con ella. Dije gracias y salí, el hombre ronroneó y cerró la puerta en cuanto salí. Caminé dos o tres metros sobre la banqueta cuando recordé que había dejado la lupa sobre la mesa. Regresé y toqué. Vi que en la ventana el gato negro movía la cortina. Nunca me abrieron.
Pd. Lucía me advirtió que el hombre tenía tres gatos y que estos animales le provocaban temor cada vez que entraba a la casa. Yo sólo vi dos. Cuando le conté a Lucía ella me dijo que, como cosa rara, cuando los tres gatos estaban reunidos, el hombre nunca se aparecía. En cuanto un gato desaparecía tras una puerta, minutos después aparecía el hombre.
Cuando querás te enseño la foto. En cuanto llegué a casa la guardé en la caja que vos me regalaste. Esa donde guardo los recados que me dejás en el hueco del kiosco del parque central. La foto parece auténtica, aunque Alfonso ya la vio y me dijo que es un fotomontaje y que me vieron la cara. Alfonso dice que “envejecer” un papel es la cosa más sencilla del mundo. Cuando la veás ya me dirás si valió la pena el esfuerzo. Ayer salí a comprar otra lupa y revisé la foto con atención. El rostro de la mujer parece auténtico.