miércoles, 29 de diciembre de 2010

POR LOS QUE NUNCA HAN VISTO NEVAR



Romeo vive a dos cuadras de mi casa. Mide casi el uno ochenta de altura. La semana pasada me detuvo en la calle y, con cara de urgencia, me pidió un favor.
Su petición me recordó la historia de Pepe y X, comiteca bellísima, de trasero generosísimo y pechitos de botón de rosa. El cabrón de Pepe le daba poemas de Sabines y ella creía la historia de que él se los escribía. Ella, neófita en cuestiones de literatura, pero no tonta ni insensible, cayó redondita. ¿Cómo no? ¿Qué mujer resiste un cañonazo poético de esas dimensiones? ¿Qué mujer no cae rendida ante la idea de provocar tales sentimientos?
Mi vecino me pidió le escribiera “algunos versos” para la muchacha bonita que pretende. Los haría pasar por suyos.
X, me enseñó el primer poema “escrito” por Pepe. ¡Cabrón! No dije algo. Fui a verlo a su oficina y le recité de memoria los dos versos finales: “voy a seguir tus pasos hacia arriba,/ de tus pies a tu muslo y tu costado”. Se puso rojo, se agachó y buscó nada en el suelo. “No le vayás a decir”, suplicó.
¿Versos? ¡Por el gran poder de Cristo, no tengo esa facultad! Únicamente escribo Arenillas, le dije a Romeo, pero él insistió, un poco como si pensara que es lo mismo escribir Arenillas que Arenas o Nubes o Soles o Ríos.
Pepe siguió en su oficio de seducir a X y yo, no sé porqué, no dije algo. Al tercer poema X dejó que “el poeta” le quitara un arete con los labios. Los vi colocarse detrás de la puerta, ella cerró los ojos y él, abusado y abusivo, le bautizó el lóbulo con su aliento caliente.
Ante la insistencia de Romeo acepté, le ofrecí los “versos” para el día siguiente. “Que queden chingones”, me dijo. Sí, sí, le dije, no te preocupés.
“Amor, todos los días./ Aquí, a mi lado, junto a mí, haces falta”. Este fue el cuarto poema. X me lo había ocultado, pero sus ojos decían todo. Ese día, X dejó que Pepe le dibujara una flor en la parte superior de su pecho izquierdo. Vi cómo ella se bajó tantito la blusa y él, ¡cabrón!, colocó su mano izquierda cerca de la cinta que sujetaba su brasier color azul celeste y le dibujó un trébol de cuatro hojas. Ella siempre con los ojos cerrados, él con la mano ligeramente temblorosa.
Al otro día Romeo llegó y yo le entregué el poema; me dio las gracias y se fue corriendo, dando pequeños saltos.
Dos días antes del cumpleaños de X fui a la “Proveedora Cultural” y compré el “Nuevo Recuento de Poemas”, de Sabines, lo envolví en papel de china, color fiusha, y al otro día lo puse sobre su escritorio. Quiero ser el primero en felicitarte, le dije. Ella sonrió con una sonrisa del mismo color de su vestido naranja, se paró y me abrazó. Espero que te guste mi regalo. Ella dijo: ¡por supuesto! Le quitó el papel al libro y comenzó a leerlo. Yo la dejé y fui a sentarme a mi escritorio. Tenía varios oficios pendientes.
“Me chingaste”, dijo Romeo en cuanto abrí la puerta. “Cabrón. Llegué, se lo di, ella lo leyó y cuando le dije que yo lo había escrito especialmente para ella, me dijo que no, que no bromeara, que ese poema era de Neruda. Sos un cabrón”. No dije algo, él dio medio vuelta y se fue.
Pepe dejó de hablarme mucho tiempo y X me reclamó por qué no le había advertido. Pensé que habías fingido ignorancia porque Pepe te gusta, y terminé con: “¿Quién no conoce la poesía de Sabines?”. “No seás tontito, Pepe no me gusta. Otro es quien me gusta”, dijo y, como en juego, se acercó a mí y rozó mi brazo con uno de sus pechos, de sus pechitos de botón de rosa.
A X le hice un favor doble: la salvé de hundirse en las perversas aguas de ese río sucio y la convertí en una gran lectora de poesía. Hoy lee a muchos poetas de lengua española. Entre otros le gusta Fabio Morábito; le gusta Gustavo Ruiz Pascacio; le gusta Pablo Neruda; le gusta Efraín Bartolomé y, por supuesto, le gusta ¡Sabines!
El otro día le di un poema, en papel color aceituna. Lo leyó y me preguntó: “¿Quién lo escribió?”. Yo, le dije, y es para ti. La vi sonreír y cerrar los ojos.