jueves, 30 de diciembre de 2010
PIANOS Y VIOLINES A LA CARTA
Algún día tendré que preguntármelo. Tal vez sea una tarde lluviosa. Mientras los niños juegan en el patio, brincando sobre los charcos, yo, en la biblioteca, desde el balcón, me preguntaré cuál es el secreto de la vida.
He descubierto, por ejemplo, que el secreto del cine ¡es la música! Desde el invento del cine (que es un invento reciente en comparación con la literatura) millones de personas han llorado al filo de una butaca. Este fenómeno no se da en la literatura. Pocos hombres y mujeres lloran con la lectura de un libro. ¡Ah, es que los libros no traen integrado una disquera para los momentos álgidos!
Estamos en el cine; en la pantalla, por ejemplo, Totó se sienta en la butaca tapizada en rojo, apagan las luces de la sala y justo antes que el proyeccionista eche a andar el proyector suenan unos violines que, poco a poco, van en crescendo. Ahí, el cine nos agarra del cogote y nos retuerce como quiere. Es la película “Cinema Paradiso” y es la última escena donde Totó se coloca los brazos detrás de la nuca y sus ojos están llenos de agua, al ver la serie de cuadros con besos cinematográficos que Alfredo le legó. Si somos descarados lloramos a moco tendido, de lo contrario nos esforzamos en detener el llanto y, de manera discreta, nos limpiamos las lágrimas que insisten en salir. ¡Ah, la trampita es la música de Ennio Morricone! Si la escena transcurriera sin música, seguro que nosotros pasaríamos por la periferia de la laguna.
El otro día, Miguel me prestó una película cursilona, “El estudiante”, y desde el principio me instalé en el llanto total, gracias a la musiquita ad hoc en el momento adecuado. Paty se acercó y me hizo burla. Le pedí, por favor, que me dejara llorar a gusto. Ella se sentó a mi lado y dos minutos después se unió al club.
Mi papá conocía este secreto y, una tarde, lo aplicó a la vida real. Yo, adolescente caprichudo y malcriado, había tenido una discusión con él y le había gritado. ¡Yo, a mi padre, por el amor de Dios! Él, como siempre, quedó tranquilo. Con la vista agachada vi que él se paró y fue a la cocina. Diez o quince minutos después regresó con un plato de anguilas españolas. ¡A mí me encantaban! Él distribuía generoso el aceita de oliva sobre las tapas de pan francés y luego colocaba las anguilas que coronaba con un toque de limón y pimienta. El plato lo colocó sobre la mesa de centro de la sala y luego puso un disco: “Claro de luna”, de Debussy. Dejó que las notas del piano inundaran la sala, fue por el plato, se acercó, puso un pan sobre una servilleta y me lo ofreció. “No te enojes, hijo. Está bien, me equivoqué”. Así era mi viejo. ¡No pude, juro que no pude resistir a mi papá con el apoyo de Debussy! Me paré y lo abracé. Al rato estábamos platicando bien sabroso y comiendo igual. Ya, mi papá había puesto un disco con la marimba de los Hermanos Huerta, de Guatemala. Dicen los que saben que las bestias se aplacan con la música, y en esa ocasión yo boté mi berrinche, gracias a Debussy.
Ahora, cuando escucho “Claro de luna”, me acuerdo de esa tarde y recuerdo a mi papá y dejo que mis ojos y mi corazón se aguaden.
Mi papá, además de esa trampita, llegó a descubrir otros secretos para disfrutar de la vida. Cuando estaba a punto de descubrir el gran secreto de la vida ¡murió!, y yo me quedé sin descubrirlo a él en su totalidad. Casi estoy seguro que ese es el gran secreto. Algún día tendré que preguntármelo. La vida tiene sus secretos. Los sabios aseguran que para descubrirlos basta con mirar un punto fijamente, con mucha intensidad. ¿Quién lo sabe con certeza?