miércoles, 22 de diciembre de 2010

EL MILAGRO A LA VUELTA DE LA ESQUINA


Con un abrazo para Amín Guillén Flores,
por la aparición de su libro más reciente.


El circo llegó a Comitán. La gente salió a la calle principal y presenció el desfile que encabezaba un hombre con dos cabezas y más de dos metros de altura. La calle se llenó de confeti, banderas, camellos con siete jorobas, jirafas enanas y sonidos estruendosos de trompetas y tambores. El gigante, en sonido estereofónico, anunciaba la novedad: “¡Presencien el milagro de la resurrección! ¡Josafat, el nuevo Mesías, revivirá a sus muertos! ¡Traigan a sus difuntos, Josafat, les regresará el don de la vida! Hoy, dos funciones, ocho y diez de la noche. Los difuntitos no pagan boleto”. Josafat, El Resucitador, iba en el tercer carro del desfile, sentado en un trono de oro, en el centro de la plataforma; repartía bendiciones y, en cada esquina, se paraba y rociaba con agua bendita a los pobladores que se arremolinaban en torno al camión.
Rosario llegó corriendo a casa de doña Ausencia, se limpió el sudor de la frente con su chal y, con acecido de venado, contó el prodigio a la dueña de la casa. Doña Ausencia agradeció la visita de los vecinos y les dijo que no habría más velorio, llevaría a su difunto esposo al circo. Mientras la viuda preparaba a su difunto, Rosario corrió al panteón, pagó a los albañiles y les dijo que le echaran tierra al hoyo, porque ya no iba a haber entierro.
En un desfile que igualó la pompa y alegría del realizado en la mañana, el difunto Don Alberto “paletas” fue llevado al circo. Dos marimbas trepadas sobre camiones presidían el cortejo, los marimberos tocaban con gran regocijo. Los vecinos de La Pilita Seca se quitaron el luto y se pusieron sus vestidos de día de fiesta. Doña Ausencia se miraba radiante, caminaba detrás de la carroza principal y llevaba puestas sus arracadas de oro y su falda bordada con hilos dorados.
En el circo no cabía una persona más. El interés era tal que la mujer barbuda agotó todas las imágenes de Josafat que vendía sobre una mesa con mantel blanco. Mientras transcurría el acto de los payasos y de los perros que saltaban a través de aros con fuego, el cadáver fue colocado en el pasillo de entrada. La mujer araña fue la encargada de desvestirlo hasta dejarlo completamente desnudo. Los que llegaron tarde a la función se quedaron junto al cuerpo de don Alberto. No faltó quien dijera: “como que ya se movió tantito”. Después de que en la pista los elefantes se retiraron en fila cogidos de trompa y cola, se escucharon las fanfarrias y un silencio, como tsunami, inundó el interior del circo. La gente se hizo hacia adelante en sus asientos, dispuesta a presenciar el prodigio. Las mujeres trapecistas colocaron una mesa en el centro de la pista y envolvieron el cadáver en un manto rojo con orlas doradas. Se apagaron todas las luces y un seguidor iluminó el fondo de la pista. Josafat, vestido con túnica blanca y corona de oro, apareció y caminó hacia donde estaba el cuerpo que ya tenía más de catorce horas sin vida. El silencio era asfixiante. Toda la gente se limpiaba sobre el pantalón el sudor de las manos. Josafat cerró los ojos, elevó la mirada al cielo y, con las manos, hizo círculos alrededor del pecho y rostro del difunto. La respiración de los espectadores era como una navaja de rasurar. Josafat impuso sus manos sobre el lugar del corazón del muerto y éste, como impulsado por un resorte, se dobló hacia adelante hasta quedar sentado, movió los brazos, como si se desperezara después de un largo sueño y se estiró como gato antes de abrir los ojos. Un rumor helado salió de la boca del público. “¡Josafat ha hecho el milagro!”, anunció a gritos el maestro de ceremonias e hizo una seña a la banda que, de inmediato, tocó las fanfarrias. “¡Que se oiga el aplauso fuerte y atronador para Josafat, el nuevo Mesías!”, pidió el maestro. Pero antes de que el aplauso brotara, don Esteban saltó hacia el centro de la pista y arrebató el micrófono. “¡Es un fraude! El Paletas y su mujer son paleros de estos cabrones. Ah, qué casualidad que ayer El Paletas estaba bien y de la noche a la mañana se enfrió. ¿De dónde sacó Doña Ausencia los aretes de oro que tiene? Ah, ¿de dónde? Que nos devuelvan las entradas”, exigió. “Sí, sí, que las devuelvan”, gritaron desde las gradas. “¡Sí, sí!” gritaron los demás espectadores. Doña Ausencia corrió al centro de la pista y cubrió a su esposo con una manta. Josafat se hizo para atrás ante la turba enardecida que bajó de las gradas y, con los puños en alto, demandaba la devolución de las entradas.
Así como llegó, el circo se fue de Comitán. Doña Ausencia y don Alberto no tuvieron tiempo de darle las gracias a Josafat por el milagro cumplido. “Dios nos lo mandó”, dice doña Ausencia, al tiempo que le prende una veladora a la imagen del Niñito Fundador y le pregunta a su esposo si quiere que le prepare unos huevos rancheros para el desayuno de esa mañana que para él es como su primera mañana.