lunes, 20 de diciembre de 2010

QUE PRENDA LA LUZ EL ÚLTIMO QUE ENTRE



Hubo un tiempo en que las cajas nos maravillaron. Eran simples cajas de cartón, cajas usadas. Las esperábamos con mucha ilusión. En realidad lo que nos maravillaba era ¡su contenido! Luego, algo pasó, ¡las olvidamos! A veces busco en alguna gaveta el entusiasmo que nos provocaban las cosas sencillas y, oh, Dios mío, no lo encuentro. Casi sin advertirlo, la juventud se diluye, el cabello se cae y los pechos de las mujeres y el pene de los hombres se convierten en talguates, y el entusiasmo por la vida pierde mucho de su resplandor.
Estudiábamos en la ciudad de México y las cajas nos llegaban desde Comitán. Nuestros papás y nuestras mamás las enviaban. Un día, alguien tocaba la puerta de la casa de huéspedes, abríamos y nos entregaban la caja amarrada con lazo de nudos indescifrables.
Una de estas tardes, la tía Elena abrió una cajita laqueada y nos regaló un rosario de ámbar. Al ver la nostalgia con que ella abrió la cajita recordé que así nosotros abríamos las cajas enviadas desde la casa paterna. El reflejo de cada misterio del rosario llenó de luz el rostro de la tía; así nos llenábamos nosotros de cristal cada vez que abríamos una caja; así cada vez que encontrábamos el pan hecho por la abuela, los panes compuestos comprados con tío Jul; cada vez que las ensartas de butifarras, como rosarios, se enredaban en nuestras manos; cada vez que un aroma del pueblo matizaba nuestro corazón. Porque la distancia alimenta la nostalgia. En la gran ciudad, añorábamos los sabores de nuestro pueblo, el dulce de garbanzo, los tacos dorados de la dulcería del Cine Comitán, las tostadas de tía Petra, las cazuelejas y los vasos de temperante de la tía Elena. En cada aroma extrañábamos los cielos azules, las calles de sube y baja, el calor del fogón al centro de la cocina, el aire fresco que soplaba sobre los papalotes en el llano del campo aéreo.
Con la caja, los papás y las mamás, nos enviaban algo de su calor y un mucho del sol que se estiraba a diario en nuestro pueblo. Como si fueran un pozo de luz, esas cajas nos barnizaban los rostros con polvo de oro. Los de casa nos enviaban, poco a poco, la infancia que habíamos dejado allá; nos enviaban, con cierto flato pero con esperanza, las alas para que iniciáramos nuestro vuelo. Y nosotros, maravillados, metíamos las manos y sacábamos, como magos, los hilos de nuestra identidad. Y convocábamos a los compas para compartir con ellos esos antojitos, que acompañábamos con unas cervezas y al final con un pomo, porque, ¿cómo no hacer los honores correspondientes a ese queso doble crema y los tzizimes y esas tostadas de manteca? Nos reservábamos los dulces más queridos, los turuletes y los africanos. Los guardábamos en un lugar secreto y los comíamos cuando estábamos solos, para decirnos que esos cielos en nuestra boca eran un acto individual irrepetible; para decirnos que ese instante era similar al que gozábamos cuando, en nuestro pueblo, en nuestro Comitán amado, nos parábamos a mitad del patio de la casa para ver el cielo lleno de estrellas.
Un día, sin darnos cuenta, regresamos. ¡Entendimos que las alas no eran para volar por el mundo, sino para regresar a la tierra añorada! Porque los papás y las mamás, como no queriendo la cosa, hacían conjuros a esas alas. Las bañaban en ungüentos de “vuelveacasa”. Y nosotros, porque lo deseábamos más que cualquier cosa, ¡volvimos! A mí, en lo personal, nunca me dio pena decir: “¡Llegué, vi y no vencí!”, porque mi objetivo en otras tierras sólo fue llegar, ver y volver. La victoria estaba en el regreso.
A veces, sólo para recuperar aquellos tiempos idos, meto adentro de una caja los chunches más queridos y hago como que me la mando, como que llaman a la puerta, abro y me topo con ese envío desde casa. Deshago los nudos, con emoción, y juego a que estoy lejos y me emociona mucho hallar lo que somos, lo que nos hace día a día. Y sigo jugando, porque imagino que viajo a casa y llego de inmediato y salgo a la calle y miro a los compas que dejé ahí hace mucho, mucho tiempo, y cuando los saludo no miento al decirles “¡No han cambiado!”. ¿Cómo van a cambiar si los vi un día antes y nos vemos a diario en este pueblo?