miércoles, 16 de marzo de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LLAMAS ES MÁS QUE UN APELLIDO



Querida Mariana, una niña bonita se acercó y me dijo: “¿Cómo te llamas?”. Vos me conocés, a veces me ganan los lapsus. La vi, pero no alcancé a responder. Llamó mi atención una bufanda que traía enredada en ¡la cintura! Los colores de la bufanda eran cálidos: rojos y amarillos fuertes.
La niña bonita (de unos dieciséis años) insistió en la pregunta, reforzada con una sonrisa de jícara: “¿Cómo te llamas?”.
Iba a preguntarle por qué usaba una bufanda en su cintura, pero ella se cansó de mi silencio, dio media vuelta y alcanzó al grupo de sus amigos. Ella se había separado del grupo cuando me vio sentado en la cafetería de la Casa de la Cultura. Aún ahora no sé qué la impulsó a acercarse a mí. ¡Nunca lo sabré! Ahora pienso que fue una pena parecer un maleducado o un estúpido, o, ¡peor!, un maleducado estúpido.
Me ganó la imaginación. Cuando ella, muchacha bonita de cabello color tango, me preguntó: “¿Cómo te llamas?”, yo pensé en llamas, en lenguas de fuego. ¡Sí, Mariana, una estupidez! Una estupidez porque ¿cuántas veces no hemos escuchado a alguien decirnos: cómo te llamas? Cientos de veces y sin embargo, esa tarde húmeda, dos horas después de la lluvia, me perdí en el laberinto de la semántica. Cuando ella preguntó fue como si dijera: “¿Cómo te inflamas? ¿Cómo te quemas?”. No respondí porque en mi cerebro aparecieron más de dos posibles respuestas: me “llamo” si ponés tu mano sobre mi mano; me “llamo” si dejás que te escriba un poema de Sabines sobre tus pechos. ¿Mirás qué tontería, Mariana? “Llamo” suplantó a la palabra “inflamo”. Ahora reconozco que fue porque una lengua de fuego inflamó mis neuronas. Fue un lapso, pero fue suficiente para que ella se fuera. La vi retirarse en grupo, todavía alcancé a ver cómo ella volvió la vista y me miró, mientras seguía caminando. En su rostro había una interrogante, como si un pedazo de nube estuviera a punto de cubrirle la mirada. Sus amigos reían y ella, al menos mientras me vio, estaba seria, con cara de canario sin alas.
Mariana, vos me conocés, este tipo de actos me sucede a menudo. Vos has sido víctima de mi comportamiento extraño, cuando menos en dos ocasiones. Recuerdo una, la vez que estábamos solos en la sala de tu casa. Vos habías puesto un disco de U2, yo tenía en mis manos un libro de poesía de Gustavo Ruiz Pascacio y vos preguntaste: “¿Te gusta iutú?”. El lapsus me abofeteó y se apoderó de mi razón. El tú final me ganó, en mi cabeza, como si fuese un niño de primaria, apareció el clásico sonido de tutututututu de los loros y esto fue suficiente para que yo lo tradujera al comiteco vosvosvosvosvosvos (disculpá, nunca te lo había dicho porque, como ahora mirás, es una pendejada, pero no puedo evitar que en mi cabeza vuelen este tipo de aves a toda hora. Mi cerebro siempre me ha hecho estas travesuras. Desde que estaba en la escuela, bastaba una palabra para catapultarme a otras sendas, muy alejadas de la posición seria en que se encontraba el maestro).
He estado practicando el experimento de Pavlov. Ahora, imagino que cuando alguien me pregunta “¿Cómo te llamas?”, yo escucho una campanita y, en automático, respondo: Alejandro. Y esto es así porque me imagino en medio de un grupo de esos animales que, en Perú, se llaman llamas. ¿Cómo te llamas llama?
Pd. El otro lapsus que me ocurrió contigo fue cuando me dijiste que a vos no te importaba el tamaño y yo quedé mudo, no porque pensara en año o en amaño, sino porque estuve a punto de decirte algo que acá tampoco diré, porque ahora puedo pretextar un lapsus arenillero. Pero, ¿es en serio?