miércoles, 23 de marzo de 2011

TEXTO A LA CARTA




A mi maestro le caía mal el uso de esta expresión: “un tipo me abordó en la calle”. ¡Pucha -decía- yo no dejo que me aborden, caso soy combi!
Resulta que ayer, en la tarde, don Concho me abordó. “Alejandro, Alejandro, esperate”. Yo me paré a mitad del parque de San Sebastián, ahí por donde está el monumento a Fray Matías de Córdova. Don Concho dijo: “Ya miré las cajitas que pintás, qué bonitas. Quiero que me hagás una, ¡especial!”, y entonces, con gran movimiento de manos (parecía pegar carteles en los árboles), me dio las características de su deseo. Dejé que vomitara todo, cuando terminó y me quedó viendo con cara de cuánto me vas a cobrar, acordate que soy tu amigo, le dije que no hacía “cajitas por encargo”. Cuando él quisiera podía mostrarle las que tenía pintadas. El arte -decía Abel Quezada- es la libertad total. Hacer cosas por pedido es aceptar un corsé.
Me sucedió en dos ocasiones. Cuento una: tenía un cliente en Puebla (coleccionista de verdad) que me compraba dos cajitas por mes (era casi casi mi mecenas). Una mañana llegó al bazar y me pidió algo “especial”. Igual que don Concho me dio detalles de su deseo y yo, pepenando cosas al aire, traté de captar su idea. Puse manos a la obra (¡nunca tan bien dicha esta expresión!) y cuando él llegó al bazar al fin de mes (siempre llegaba el último domingo) coloqué “su” cajita entre las manos. Su esposa nos dejó, como significando que ese era un momento especial, y fue a mirar las otras cajitas que estaban expuestas sobre la mesa.
Yo me había esmerado en su pedido. Él tomó la cajita entre sus manos, le quitó la tela que la cubría y miré cómo el desánimo se pintó en su rostro, a pesar de que, como ya dije, él era un admirador de mi obra. ¡Pero qué tonto yo había sido! ¡Su reacción era predecible! Él tenía una imagen en su cabeza y cuando miró la obra se dio cuenta que no coincidía. Él abrió su cartera y me entregó la cantidad acordada, pero yo no la acepté. Le dije: “No fue lo que esperaba, ¿verdad?” y él me dijo que no, que, en realidad, le parecía un trabajo mucho menor, como que (así me lo dijo) no le había echado ganas. Su esposa se acercó, llevaba entre las manos una de las cajitas expuestas. “¡Mira!”, dijo ella, y entonces vi que la mirada de mi cliente se iluminó. Supe (era predecible) lo que diría a continuación. Al final, los billetes pasaron de su cartera a mi bolsa. ¿Cómo decirle al hombre que “su” cajita me había llevado más tiempo de elaboración que la que compró su esposa? Supe entonces que mi obra debía corresponder a las imágenes que los espectadores sensibles llevan en su corazón y no en su mente.
Ese mismo domingo, horas más tarde, se presentó un turista francés y él ¡se maravilló con la cajita de mi cliente! El azar de Dios es maravilloso, esa cajita estaba predestinada para ir a respirar aires del Sena y de la Torre Eiffel.
Don Concho sonrió, pero cuando vio que hablaba en serio, puso cara de tapir y, ya molesto, preguntó si su dinero no valía y, aventando madres, me dejó a mitad del parque, justo en el momento que las campanas del templo comenzaron a sonar.
Mi maestro, que en gloria de Dios esté, me recomendaría no dejar que alguien me aborde. Tenía razón, cuando a uno lo confunden con combi cualquiera se trepa y, por esto, la cabina va llena de sobacos con olor a sudor y bocas con olor a tacos de nenepil con harta cebolla cruda.
Por esto y otras razones: no pinto cajitas a pedido ni pinto casas a domicilio. Quienes adquieren mi obra son personas con sensibilidad especial que la ven, se sienten tocados ¡y se maravillan con ella! ¡El único río válido es el que lleva agua a primera vista!