domingo, 10 de julio de 2011

DEBAJO DE LA MESA




Cada vez que escribo una Arenilla elijo un tema. Desecho miles al elegir sólo uno. Por esto digo que en el cajón de los temas posibles aún duermen aquéllos que tal vez nunca aparezcan impresos en un papel.
Quien escribe su autobiografía privilegia algunos instantes y entierra otros. Hay temas que nunca se cuentan. Son secretos que -los clásicos dicen- se llevan a la tumba. Los escritores empleamos el famoso recurso de “el primo de un amigo”. Es más fácil adosar a un personaje de ficción los hechos inconfesables y las culpas que nos asfixian.
Por esto ahora no sé si lo que platicaré a continuación me sucedió o es mera ficción o aprovecho el recurso para decir que le sucedió al primo de un amigo que, en esta ocasión, llamaré Peter (con este nombre y con el cabello rubio y los ojos azules, difícilmente alguien podrá ubicar a este niño de siete años en un cuarto de una casa de Comitán).
Peter era hijo único, nacido en Nueva York y por una historia no aclarada lo habían llevado a un pueblo de la costa de Chiapas cuando tenía dos años de edad. Parece que el frío de su lugar natal lo había marcado para siempre porque, a pesar de las temperaturas por encima de los treinta y cinco grados, él siempre vestía un suéter de lana. Cuando llegaba el tiempo de vacaciones y todos los de casa iban a la finca, él se quedaba con la abuela María y con Eugenia, la nana. Peter se encerraba en su cuarto y jugaba escondido debajo de una mesa de madera que estaba colocada en un rincón. Metía todos sus carros y soldados. Antes colocaba dos o tres sábanas blancas sobre la superficie de tal suerte que los extremos “cayeran” sobre los bordes de la mesa para cubrir los espacios vacíos, con lo que lograba hacer algo como una casa de campaña. Le fascinaba ver cómo la luz del exterior ahí adentro tomaba un color ámbar translúcido, como de miel o de barniz diluido.
Una tarde de un calor espeso, Peter jugaba dentro de su cueva cuando entró una de las niñas que lavaban la ropa. Peter iba a reclamar la presencia cuando vio que la niña se sentaba en una esquina y abría sus piernas. Peter abandonó el carro sobre el suelo y se acercó más a la hendija que dejaba la sábana. La niña se subió la falda blanca, sus piernas tenían el color de la canela, brillaban por el sudor. Ella puso las manos sobre sus muslos, en la parte interna, y como si abriera una sandía abrió sus piernas, echó para adelante su vientre y su cabeza para atrás. Peter abrió más la hendija con su mano, desde donde estaba, la niña se veía como una gallina a la que le hubieran cortado la cabeza. Entonces Peter vio que en medio de sus piernas aparecía una cabeza breve, blanca, peluda, con orejas. Las venas de los muslos de la niña se dilataron a tal grado que parecían raíces de un árbol enorme. Peter escuchó los pujidos de la niña que se fueron intensificando conforme la cabeza blanca apareció en todo su esplendor hasta que la bola blanca brincó por el piso de madera de cedro. ¡Era un conejito! La niña lo atrapó con sus pies y luego recompuso su postura. Su carita brillaba como si fuese uno más de los rayos de Sol que se colaban por la ventana del cuarto. La niña encogió sus piernas y con las manos cogió al conejito y lo abrazó amorosamente. La niña cerró sus piernas, con la mano izquierda se apoyó en el piso, se levantó y salió en medio de la misma niebla de luz con que había entrado, con el conejito entre sus brazos.
Peter asomó su cara entre las sábanas y miró por todos lados para asegurarse de que no había alguien. Si la niña hubiese seguido enfrente habría pensado que Peter era un conejito que nacía a través de las sábanas. El niño se arrastró hasta el rincón donde había estado la niña y vio la humedad del sudor de las nalgas de la niña. Un aroma de miel y requesón llegó a la nariz de Peter. Repasó sus dedos sobre la duela y los acercó a su nariz. Este olor, ahora, ya mayor de edad, lo encuentra en todas las muchachas bonitas. Sabe que aparece cuando ellas están excitadas, cuando están a punto de parir conejitos blancos y tiernos.
Se me agota el espacio de este texto. Cuando me dispuse a escribir esta Arenilla pensé en escribir acerca de cómo le hacen las abejas para resistir la tentación de comer la miel que producen, pero pronto otro tema brincó y el de las abejas se extravió en un laberinto de panal y, estoy casi seguro, nunca volveré a toparme con él.