viernes, 29 de julio de 2011

TERRITORIOS




El letrero era muy claro: “Prohibida la entrada a mujeres y niños menores de doce años”. Era un letrero de madera vieja, con letra manuscrita, hecha a la carrera. Estaba colocado en la puerta de entrada del campo aéreo. Las mujeres y niños nos conformábamos con mirar desde una loma la llegada de las avionetas y la entrada de los hombres con sombrero y traje. Cada señor entregaba un carnet a la entrada, el portero confirmaba la identidad y, con una leve inclinación del cuerpo, les franqueaba el paso. El portero volvía a cerrar la puerta y todo lo de adentro se volvía el gran misterio.
Pero el misterio comenzó a revelarse cuando Gregorio nos dijo que había visto entrar a mujeres. Estábamos fumando en el sitio de la casa de Adolfo, sentados sobre las enormes piedras que sobresalían del suelo como icebergs. Gregorio entró corriendo, tiró la gorra, se sentó a nuestro lado y dijo, con respiración entrecortada: “Vi a las mujeres”. Como planetas nos unimos en torno suyo y escuchamos su relato. Las mujeres iban adentro de dos carros lujosos, en el cuello llevaban estolas cubiertas con plumas. Lo que más resaltaba de su rostro eran sus ojos, delineados con colores negros y sombras azules de mar profundo. Sus labios eran como brasas de fogón. “Ya lo sabía -dijo Hernán- mi mamá dice que son las putas”. Miguel y yo no sabíamos quiénes eran las putas, así que Hernán debió explicarnos con detalle.
Nos pusimos de acuerdo para preguntar a nuestras mamás. Cuando llegamos a las casas, abrimos las puertas de calle y, con gritos, avisamos de nuestra llegada y fuimos a la cocina donde encontramos a nuestras mamás, con el mandil blanquísimo, cortando la verdura para hacer el puchero. Un aroma de chile asado y cebolla sofrita cosquilleó en nuestras narices y en nuestros ojos. Las mamás fueron al lavadero y con una esponja llena de jabón comenzaron a restregar los fondos de las ollas y de los sartenes. Nosotros, a su lado, les repetimos la pregunta y ellas, restregándose los ojos y restregando con más fuerza los cubiertos, dijeron que no sabían. Pero al domingo siguiente nos llevaron desde muy temprano a la loma frente al campo aéreo y, con sus sombreros y sus faldas amponas, estuvieron muy pendientes de los movimientos que ahí se daban. Hernán nos había dicho que los carros llegaban a las nueve o diez de la mañana, dejaban a las mujeres y salían minutos después. Su papá había cometido una infidencia y habló de esto en compañía de sus amigos, cuando el hijo estaba presente y éste hacía como que jugaba sus carritos de madera, pero paraba muy bien la oreja, porque era la noticia del siglo. No se permitía la entrada de mujeres y de niños menores de doce años, porque no era conveniente que se supiera que el campo aéreo, en realidad, funcionaba como el burdel más lujoso de la región. Las avionetas que ahí aterrizaban llevaban a hombres procedentes de Guatemala o de El Salvador para una noche de juerga. Era famosa la versión de que ahí trabajaban las mujeres más hermosas de México y de Chiapas. Esa mañana de domingo vimos entrar los carros que eran como jaulas llevando su preciada carga. Las mamás nos taparon los ojos, luego se pararon, con rabia cerraron sus parasoles y, jalándonos de una mano, nos llevaron a casa donde se metieron horas y horas adentro de los cuartos donde los papás seguían acostados. Oímos la discusión, algún llanto contenido y dos o tres portazos.
Al día siguiente que cumplimos trece años los niños hicimos fila frente a la puerta del campo aéreo y cuando el portero nos vio por la mirilla exigimos nuestro derecho a entrar. Cuando el viejo soltó la carcajada, nosotros dijimos, con inocencia, que sólo queríamos mirar y él, riendo todavía, abrió la puerta. “Pasen pues, cabroncitos”, dijo y nosotros, con un paso de soldado orgulloso, entramos a develar el gran misterio.