martes, 19 de julio de 2011

HENDI – DURAS




“¡Es un charlatán!”, me dijo Angélica, hace dos o tres meses, cuando le platiqué del hombre que cura almas. Ayer, Angélica me envió un mensaje. Desea conocer al hombre. No es un deseo morboso. Es, jura, ¡un deseo del alma!
Conocí al curandero una mañana de abril. Estábamos debajo de un árbol de durazno, de fronda amplia. La sombra nos cobijaba. Alrededor de una mesa, un grupo de amigos tomábamos cerveza, té y limonada. Rosario, compañera de Esteban, nos servía botanas comitecas: rodajas de butifarras, picles, chicharrón de hebra, quesillo, frijol con crema y tostadas de manteca. Al fondo de la casa, en el corredor, estaba la marimba. Los amigos pedíamos canciones y los marimberos nos complacían.
Cuando Alicia, con el vaso en alto, pidió “Comitán”, el himno de los comitecos, Rosario dejó el mandil y sacó a bailar a Esteban. Nosotros estiramos las piernas y nos complacimos viendo a la pareja. A mitad del patio se volvieron uno solo. Fue cuando Verónica dijo que esa melodía quebraba el alma. Sí, dijo Fernanda, y recordó sus tiempos de estudiante, en la ciudad de México. Lloraba, comentó, cuando ponía el disco en una vieja consola y recordaba a su amado Comitán. Era, dijo, a través de las grietas de su alma que escurría la nostalgia. ¡Ya, bájale!, gritó Enrique, y se paró para aplaudir a la pareja anfitriona que concluía su baile. Todos nos paramos y tiramos a mitad del patio las servilletas de tela. Esteban levantó una servilleta y formó una flor, se hincó y la ofreció a su amada. Alicia hizo una seña a los marimberos y estos tocaron una diana diana con chin chín. ¡Ya, ya, que sea menos -dijo Enrique- estamos chupando tranquilos!
Cuando todos nos sentamos un silencio se hizo. La sirvienta había abierto la puerta de calle. Al lado del limonero apareció un hombre vestido de blanco, con barba de mucho tiempo, algunas canas en el cabello y una botella de vino en la mano. Esteban se paró a recibirlo. Rosario le siguió, pero volteó hacia nosotros y dijo: ¡es un sanador de almas! Alicia me vio y sonrió. Enrique se tapó la boca para contener la risa.
El hombre saludó y se sentó. Todos estábamos callados, como esperando algo. Esteban cortó esa niebla asfixiante. Les presento a mi amigo Rosendo, dijo, ¡amigo de toda la vida! El hombre juntó las palmas de sus manos y las llevó a su pecho, hizo una ligera genuflexión. ¡Ay, qué formalito, dijo Alicia y rió! Todos reímos. Él también. Se sentó, tomó el sacacorchos y abrió la botella de vino. Sirvió. Alicia, entonces, le preguntó cómo curaba el alma y aclaró que Rosario nos había confiado su profesión. Rosendo le tomó la mano y dijo: ¡Así! Alicia se puso seria, cerró los ojos y comenzó a llorar. Todos los de la mesa callamos. Era impresionante ver cómo Alicia lloraba, como si fuese una niña, como si tuviese una hendidura por donde brotara el llanto. No sé cuánto tiempo pasó, pero ninguno de nosotros hizo más que ver la escena. Por fin, después de un tiempo largo, ella pareció calmarse. Un colibrí se paró sobre una flor del Paraíso que estaba al lado de ella. Alicia abrió los ojos, el hombre retiró sus manos y ella quedó con la mano extendida como si pidiera limosna. Rosendo sirvió otro poco de vino en un vaso de unisel y comentó: “Todos tenemos grietas”, alzó su copa y brindó, por la vida, por ese instante, por esa tarde que era como el vuelo del colibrí: ¡intenso pero suspendido! Rosario, tal vez para distender esa niebla, pidió a los marimberos que tocaran el tango “Uno” y todo volvió a tomar su rostro cotidiano. Alicia se acercó y me dijo: Estoy curada y me abrazó. Vimos volar al colibrí. La tarde era como una niña durmiendo en una hamaca.
Todos tenemos grietas, le dije a Angélica, cuando le conté del sanador. Ella lo aceptó, pero me dijo que Rosendo le parecía un charlatán. Ayer me envió un mensaje. Lo quiere conocer. Rosario ha convocado a una reunión de amigos para el viernes. Invité a Angélica, tal vez Rosendo asome por ahí. Llevaré vino, dijo Angélica y me pidió la marca del vino que el sanador llevó. Desde entonces, Alicia tiene un rostro de pan recién hecho. Estoy curada, dice cada vez que nos encontramos en la calle.