miércoles, 31 de agosto de 2011
LA JUNTA DE MEJORAS DEL BARRIO
El pueblo recuerda la fecha con precisión. Fue el 14 de septiembre. Ese día ocurrió una de las mayores desgracias que los vecinos tengan memoria.
Todo comenzó cuando en cada puerta de la casa apareció el sobre con una invitación personalizada, con la firma del Presidente del Barrio. La cita era para las seis de la tarde, en el parque del barrio de Santa Eduviges. El texto no aclaraba bien el motivo de la reunión, pero tenía carácter de urgente.
A las seis, todas las bancas del parque estaban llenas. En los andadores los niños corrían o montaban bicicletas, mientras un globero iba de un lado para otro ofreciendo globos rojos, amarillos y azules.
Al principio la gente se preguntó el motivo de la reunión, pero don Alfonso, en medio de las carcajadas que siempre suelta, dijo que dejaran de especular, ya cuando llegara don Víctor, el Presidente, conocerían la razón. Por ello, como siempre sucede, la plática tomó caminos diferentes, se habló de los sucesos recientes: del fallecimiento inesperado de doña Carmelita, la panadera; de lo que le pasó a las hermanas García cuando fueron a cobrar su “Amanecer”; del embarazo inesperado de la Lupita, la nieta de doña Alcancía (sus papás la bautizaron con este nombre porque creyeron que con eso apostaban al futuro). Hablaron también de lo acontecido en Monterrey y en los demás lugares del país. Don Eustaquio puso el punto final cuando, a los diez minutos para las siete, puso sus manos como bocina y preguntó que dónde estaba el Presidente. Dos o tres comentarios irónicos sirvieron como válvula de escape al enojo de don Eustaquio, quien exigió que alguien le hablara. Armando, el estudiante de Contaduría, dijo que había estado marcándole a su celular pero no respondía. Don Eustaquio exigió que alguien fuera a verlo. Total, el Presidente del Barrio vive a dos cuadras del parque. Doña Azucena se ofreció a ir. Mientras la doña cumplía con el cometido, la plática retornó al ambiente armonioso que tenía diez minutos antes. Algunos niños jugaron “encantados” en el kiosco y otros jugaron “escondidas” en los árboles o en las esculturas.
El corrillo de los adultos guardó silencio cuando vieron aparecer en un extremo del parque a doña Azucena, del brazo del Presidente. Don Eustaquio, casi a gritos, dijo: “¿Qué pasó con esa puntualidad, mi Presidente?”. El Presidente se separó de la mujer y avanzó con paso firme hacia donde estaba la multitud. Todos guardaron silencio. El Presidente dijo: “Ya me explicó doña Azucena, pero yo también le expliqué, así como ahora lo hago con ustedes, que no convoqué a ninguna reunión. Yo estaba tranquilo en mi casa, porque mi hijo Ramirito vino a verme, desde Tuxtla”. Don Eustaquio sacó la invitación y se la puso en la cara al Presidente. “¡No -dijo- ustedes conocen que esta no es mi firma!”. Lo acababa de decir cuando doña Irma llegó corriendo a avisar que le habían robado su carro, ¡lo habían sacado de su casa, de su propia casa! Todo mundo se vio. Como si hubiese sido una señal de alarma todo mundo intuyó lo que había sucedido. Salieron corriendo con rumbo a sus casas, sólo para hallar que ellas estaban saqueadas.
Dos horas después la gente estaba de nuevo en la calle comentando el monto de lo robado. Los maleantes se llevaron autos, dinero en efectivo, joyas, modulares, televisiones y muchos objetos valiosos más.
Ya luego comentaron que alguien vio que los maleantes hicieron uso de un tráiler. Lo vio ir con rumbo a Tierra Caliente. Tres camionetas seguían al tráiler. Dicen que fueron más de veinte los integrantes de la banda. Doña Alcancía lloró durante varios días la pérdida de su caja fuerte.