viernes, 20 de enero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA PALABRA ES UNA CUERDA PARA BRINCAR




Querida Mariana: Carlitos Rojas, el columnista político de este periódico, escribió en el twitter: “lo que hoy se conoce como drenaje antes se le decía albañal”. Las palabras cambian porque la vida ¡cambia! Lo que Carlitos escribió nos permite reflexionar en dos sentidos: el primero es la pertinencia con que hablaban los comitecos de antaño porque la palabra albañal -de acuerdo con el diccionario- refiere al “canal que da salida a las aguas inmundas”; drenaje -de acuerdo con el mismo diccionario- se aplica a: “la acción de desagüe”; y el segundo es constatar cómo el lenguaje está en constante transformación. Algunas palabras caen en desuso y otras se incorporan a nuestro léxico diario. ¿Cuándo Carlitos imaginó que iba a “tuitear”? A lo más que aspiraba era a tutear a las personas de confianza. ¿Cuándo Carlitos imaginó que iba a “retuitear”? (¡pucha! Saber qué pensaría el maestro Bernardo Villatoro -maestro que empleaba el lenguaje de manera pulcra- al oír la palabra: “retuitear”. A mí si alguien me dice que va a “retuitearme” un mensaje le contesto, con toda decencia, que mejor se lo “retuitee” a la más vieja de su casa, y es que a los mayores nos cuesta trabajo adaptarnos a estos tiempos de avasallante transformación en el uso del lenguaje). El papá de Mario dice que antes, en Comitán, la palabra recular la usaban frecuentemente en las canchas de fútbol. El medio le decía al defensa que reculara pronto. Ahora ese término, que todo mundo sabe significa retroceder, ya no se emplea y hasta puede resultar motivo de burla o para alburear. ¿Qué pensarías si te digo que reculés? ¡No, no me digás!
El mensaje de Carlitos ¡da para más! Da para decir, por ejemplo, que en Comitán deberíamos hacer un esfuerzo por rescatar modismos y regionalismos que nos otorgan identidad. Hemos abusado en desdeñar nuestro léxico y, por esto, ahora los jóvenes poseen un bagaje disminuido. Medio mundo ha hecho notar la pobreza de nuestro lenguaje con el uso abusivo de la palabra güey.
Los estudiosos indican que por economía del lenguaje los seres humanos tenemos propensión a tomar una palabra determinada y, como si fuera chicle, estirarla para designar varias acciones u objetos. Esto propicia una grieta en nuestro léxico. Hubo un tiempo en que la palabra cosa la usamos para casi todo: “pasame esa cosa” o “¿qué cosa decís?”. Luego nos llegó (quién sabe de dónde) la palabra chido que sustituyó a la palabra padre o a la palabra madre que empleábamos sin distingo. “¡Está bien padre!” o “¡Está poca madre!” fueron expresiones comunes y corrientes (resultando, al final, más corrientes que comunes). Hoy, ¡qué cosa, Dios mío!, estamos en riesgo de perder el nombre y el apellido porque todo mundo es güey.
No es simple esto que te escribo, es tan grave que estamos a punto de perder nombre y con ello identidad. ¿Con qué vamos a quedar? Vos sabés que en este pueblo de Dios comenzamos descortezando nuestro árbol al ponernos apodos. ¡Ah, burro, cómo disfrutábamos los apodos! ¿Te acordás de aquella anécdota de los setentas que te conté, acerca de un compa que llegó de la ciudad de México para entrevistarse con un comiteco? El viajero trepó a un taxi y le dijo al taxista que lo llevara a la casa de don fulano de tal; “Ay, caso sé dónde vive”, dijo el comiteco. El fuereño, como no traía la dirección exacta, le dio algunas referencias: vive por tal rumbo, cerca de tal lugar. ¡Nada, nada!, el taxista no daba. “¿No sabe’sté cómo le dicen?”, preguntó el taxista y el viajero le dijo el apodo. El taxista se volvió a ver a su pasajero y dijo: “Ah, la puta, soy pue’ yo”. Sí, Marianita, es una exageración, pero pinta de cuerpo entero cómo, entre broma y veras, fuimos perdiendo parte de nuestro carácter y retomando otro, muy diferente. El apodo ensombrece una parte importante de nuestra personalidad: ¡el nombre propio! Ahora resulta que estamos más jodidos, porque antes, cuando menos, teníamos apodos propios, únicos (algunos, incluso, eran simpáticos e ingeniosos); en cambio, en estos tiempos todos entramos al redil donde pasta una yunta de bueyes. Basta pararse en cualquier patio escolar para escuchar a un alumno diciendo: “Pues sí, güey, te digo, el güey del maestro me reprobó porque no le entregué la tarea y yo no tuve la culpa, güey. El güey de Alfredo olvidó la libreta en su casa, porque el güey de su papá dejó cerrado el estudio, güey”. ¡No, no, Marianita, no te riás! Así hablan ahora ustedes (bueno, sé que vos no hablás así, gracias a Dios. Por esto sos mi consentida, aunque quién sabe cómo te comportás cuando estás con tus amigos, güey).
Nos hemos ido quedando sin palabras porque no leemos, porque ya no escuchamos a nuestros mayores. Los abuelos todavía, gracias a Dios, conservan muchas piedritas bellas en sus alforjas. Los niños que, en los sesentas, se sentaban al lado del fogón de la casa y escuchaban las leyendas y las historias de fantasmas y aparecidos pepenaban un bonche de palabras. Como en ese tiempo el lenguaje era cosa seria los mayores lo trataban con respeto y jugaban amorosamente con él (cosa contraria a lo que ahora hacen los políticos que al lenguaje lo han convertido en un juego que revisten con cara seria y pedante). A veces pienso, querida mía, que los jóvenes corren el peligro de volverse mudos. Los mensajes que ahora envían por celular cada vez se hacen más crípticos por condensados. Es tal la economía del lenguaje que se han convertido en avaros antes de poseer la riqueza.
Hace falta jugar con las palabras. Antes que vos fueras mi consentida tuve un afecto que era mi encuache. Con ella jugábamos, todos los días, el juego de: “rama, rema, rima, roma, ruma”. Ella decía: “A ver, decime una rima de jodón” y yo decía: ronrón, camarón, decisión, camisón…ella cambiaba el juego con una ligera torcedura. Por ejemplo, si yo decía: bastón, ella decía: “pero no para tu corazón sino para tu calabaza”, entonces yo comenzaba con otras rimas: plaza, hogaza, torcaza… y ella: “torcaza que vuela sin alas por tu cabeza de ciempiés”, y yo: al revés, entremés… y así hasta que la tarde se cansaba y los boleros del parque guardaban sus paños y cepillos en sus cajas de madera y jalaban para el barrio de La Pila, con rumbo a su casa; así hasta que los niños se cansaban de correr y los viejos se despedían y tomaban su bastón; y ella decía: “bastón pero no para tu corazón sino para el corredor de tu calabaza, hogaza, taza y cada quien a su casa”, y nos parábamos y caminábamos por estas benditas calles de Dios. La luna ronroneaba como gato sobre los techos de teja.
A veces, ella y yo, en lugar de rima, jugábamos roma y entonces eran palíndromos lo que nos tocaba porque roma es amor mientras Anita lava la tina. Cuando nos tocaba el juego de ruma jugábamos a que éramos periodistas como el famoso don Ruma, de Tuxtla, y escribíamos sobre papel higiénico (era parte del juego) notas insólitas que jamás serían publicadas en los periódicos de Comitán. ¿Un ejemplo? Ella escribía y luego me pasaba el papel; yo leía, en voz alta, como si leyera un edicto: “El día de ayer, en el barrio de San Sebastián, el último ejemplar vivo de los iguanodontes fue destazado para convertirlo en tamales. Fue una desgracia para el mundo, no que el iguanodonte haya sido sacrificado sino que no existiera un representante del Record Guinness que diera fe del tamal más grande del mundo que sirvió de alimento para todos los vecinos del barrio, más los de Jesusito y de San Agustín”. Cosas así, con las que nos divertíamos mucho.
Julio Cortázar, escritor argentino, siempre juguetón con las palabras, dijo un día que a la literatura, como a la vida, le hacía falta chiflar. Existen pocos chifladores en la literatura, y, parece, cada vez hay menos chifladores en la vida real. Gil Olvera, ciudadano comprometido, pepenó el clásico chiflido comiteco que, hace años, era común escuchar en los zaguanes de las casas cuando llegaban los amigos y avisaban su llegada. El sonido de ese chiflido tiene cuatro instantes, como golpeteos tenues de pájaro carpintero sobre el tronco del viento. ¿Cómo traducís a signos escritos un sonido? Así: “Fi-fu fi-u” (decile a tu papá que lo chifle, vas a ver qué bonito sonido tiene). Gil, con esto, nos ha recordado la importancia de mirar nuestras ventanas, nuestros balcones, nuestros zaguanes y nuestros modos de saludar. ¡También en el chiflido somos auténticos! No debemos olvidarlo, jamás.
Carlitos Rojas diría que muchas palabras sin caducidad las hemos enviado al albañal. Por esas avenidas extrañas que nos impone la vida, las hemos condenado al olvido, que es una sombra que también baña su camisa en el drenaje. ¿Cómo rescatar y abrillantar esas palabras que daban forma a nuestras ramas? ¿Cómo se pueden pepenar las hojas secas si al tomarlas con las manos se quiebran y se vuelven polvo?
Pd. A veces, querida mía, me quedo sin palabras y acudo al silencio: ¡río donde Dios moja sus alas! Esta semana fue de lamentables ausencias en el pueblo. Así que hoy no te digo más; hoy envío mi abrazo sincero a la familia Hoyos González, por la ausencia física del querido Luis (amigo mío, la noticia de tu partida fue como un hoyo negro en el universo del afecto); asimismo coloco un ramo de claveles rojos en el altar de la familia Pedrero Yáñez, por la lamentable ausencia de doña Martita, señora hermosa de este pueblo, en lo físico y en lo moral; y, para acabar, ¡Dios mío!, una oración en memoria de doña Consuelito Rojas de García y un cachito de luz para don Augusto Caralampio, sus hijos y nietos. Sé que el abrazo, el ramo, la oración y el hilo de luz lo comparten los tres, porque la Trinidad es el número mágico que acomoda el universo, verso, reverso, inmerso…