viernes, 20 de enero de 2012
PARA TARDES GRISES
Él es ciego, pero Miguel no se sorprende cuando le dice: “Quiero comprar un lector de libros electrónicos para leer muchos libros”. Cualquier otro aclararía que estos dispositivos no tienen sistema braille, pero Miguel sabe que Él no bromea, pasará la mano por encima de la pantalla y, como si fuese un vidente, leerá cada línea del libro electrónico. No es que los lea propiamente. Cuando Miguel lo conoció en la Biblioteca Pública, Él leía una novela de José Emilio Pacheco, pasaba sus dedos por cada línea (como si cada línea impresa estuviera grabada en braille) y en voz alta decía lo que sus dedos leían. Miguel se sorprendió, pero una vez que se sentó a su lado entendió que Él “inventaba” los textos. Era como esos niños que no saben leer e inventan sus historias. Si lo que decía era muy cercano a lo que el texto contenía era fruto del azar, de la coincidencia. Esa tarde se hicieron amigos. Salieron de la biblioteca y se metieron al café de la esquina; se sentaron en una mesa junto a la vidriera y Él propuso que jugaran a adivinar los oficios de las personas que pasaban por la calle. Él, como si las imágenes de la calle, también estuvieran en braille, extendió las manos, palpó el aire, y dijo: “la mujer de rojo trabaja de secretaria en una empresa de flores”. Miguel buscó y vio que en ese instante una mujer de cabellera rubia y vestido rojo salía de una puerta en cuya cabecera estaba un letrero que decía: “Importadora de tulipanes”. Miguel pensó que Él conocía el vecindario a plenitud y siguió jugando: el niño que ahora acompañaba a su mamá, el de gorra azul y traje blanco, sería marinero de grande. Sí, dijo Él, y morirá en una noche de tormenta a mitad del Océano Índico. Y entonces Miguel supo que el juego podía extenderse no sólo a adivinar qué oficio tenían los hombres y mujeres sino también qué futuro les deparaba.
A partir de entonces Miguel llegaba al departamento de Él para jugar el juego de los oficios y del futuro. Una tarde Él le había dado la llave de su departamento para que sacara un duplicado. Por esto, ahora, cada tarde, a las cinco, Miguel esquivaba la pelota que jugaban los niños en la banqueta, empujaba la puerta de calle, subía por la escalera de madera apolillada, en medio de las paredes húmedas y llenas de grafitis, acariciaba con la mano el gato que siempre estaba echado en el primer descanso, metía la llave, un poco a ciegas (esta imagen siempre le producía cierto escozor en el espíritu) porque el foco del rellano se apagaba y encendía de manera intermitente, y entraba al departamento más oscuro y sucio que el propio edificio. Él lo saludaba y le pedía que corriera la cortina. Miguel comentaba algo del tiempo o de algún suceso del vecindario, corría la cortina y husmeaba qué sucedía en el parque a esa hora. Él acercaba la silla a la ventana y se sentaba, Miguel, reclinado sobre el marco de madera de la ventana, señalaba: “Aquella mujer trabaja en un burdel”. Sí, decía Él, la delata los condones y el juego de llaves que lleva adentro de su bolso de piel, de color azul. Entonces, a Miguel le tocaba predecir el futuro de esa mujer con mirada de sendero de parque en otoño. La mujer moriría una madrugada en el Callejón del Desierto. Sí, confirmaba Él, así morirá.
Ahora Miguel no se sorprende tanto ante la capacidad maravillosa de Él, sino se sorprende ante la capacidad que ha logrado adquirir para ver el futuro de las personas. Por esto, entre ambos existe el pacto de no jugar a mirarse. Cuando Miguel, por olvido o error, mira hacia donde está Él, cierra los ojos para no deducir su profesión ni vaticinar su futuro.