domingo, 1 de enero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ES UN JUEGO DE CARAS




Querida Mariana: Alfredo llegó cuando éramos niños, él venía de la ciudad de México y traía juegos novedosos. Nos dijo que jugáramos a los indios contra los caras pálidas. Fuimos al sitio de la casa y todos los niños nos dividimos en dos bandos. A mí me tocó ser cara pálida. Nunca alguien me advirtió que también existían los caras para arriba y los caras para abajo. Éstos los fui conociendo conforme crecí. Las niñas jugaban a las muñecas o a la comidita.
Cuando Úrsula (la de Cien Años de Soledad) quedó ciega, levantaba la cara para oír el chachalaquerío de los pájaros o para oler cómo la humedad caminaba en los cuartos. Pero no sólo los ciegos levantan la cara, la levantan todos aquellos que no conocen un espacio o quienes saben que la esperanza tiene alas y quieren pepenarla en el vuelo. La otra tarde entré al templo de Santo Domingo, un grupo de turistas caminaba por las laterales de la nave. Los vi levantar la cara y asombrarse ante el techo o ante el rayo de luz que se colaba a través de los vitrales. Por lo regular, los comitecos no levantamos la vista para ver el techo. He visto cómo entramos a la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez, por ejemplo, y no advertimos el asombro de los cielos pintados. Esto es normal, lo cotidiano nos coloca una cara de costumbre. Cuando los comitecos salimos del pueblo y llegamos a tierras desconocidas tiramos la careta gris, retomamos la cara de asombro y jugamos en el bando maravilloso de los caras para arriba. Ahí nos tenés, como a cualquier turista del mundo, levantando la cara para asombrarnos ante todo lo novedoso.
Alfredo siempre jugó en el bando de los indios. Con un trozo de carbón se pintaba unas rayas debajo de los ojos, y prendía una pluma de jolote en la cinta que amarraba en su frente. Jorge (un poco celoso del liderazgo del recién llegado) decía que desde siempre habíamos jugado al juego de indios contra vaqueros. Sí, decía, Miguel, ¿pero nunca habíamos sido caras pálidas?
Jorge jugaba, pero a disgusto. No entendía por qué Alfredo jugaba siempre de indio, ya que era güero, con ojos verdes, y, por lo tanto, tenía la cara más pálida que nosotros, los mestizos de toda la vida. Yo creo que Alfredo jugaba a ser indio porque le gustaba hablar como ellos: “Ahora ustedes, caras pálidas, tener que pagar caro osadía de entrar a territorio sagrado”, decía y nos cortaba la cabellera y luego nos amarraba al tronco de los árboles. Sus compas amontaban hojas secas y hacían como que prendían una fogata donde nos achicharrábamos igual que Juana de Arco se achicharró.
Advierto, mi niña bonita, que no todo cara para arriba tiene la dignidad en su rostro. Ahí tenés a esos ineptos que juegan fútbol representando a México y pierden con la “frente en alto”. Para ser un digno cara para arriba es necesario tener el espíritu limpio. Como esto último es difícil de hallar, la mayoría de los mortales son cara para abajo. Sé que vos los mirás a cada rato a la hora que caminás por las calles de este bendito pueblo. Aunque, también debo reconocer que no todos los cara para abajo son indignos. Los caras para abajo son esos que siempre andan con las manos metidas en las bolsas en actitud de andar buscando monedas o rondanas en el suelo.
Te invito a que vayamos al parque central, nos sentemos en nuestra banca (la segunda de acá para allá, donde tenemos a la derecha la fachada del templo de Santo Domingo); a que le compremos una bolsa de dulces a la muchacha bonita que camina con ayuda de muletas y que siempre nos ofrece dulces con su voz de tiuca atolondrada; a que cerrés los ojos tantito y me digás qué mirás cuando tenés la vista al frente y qué cuando alzás la cara (aún con los ojos cerrados, la visión cambia. Cuando vemos al cielo con los ojos cerrados aparecen puntos luminosos que no existen al frente. Mi tía Armenia decía que esos puntos son la premonición de las estrellas. Por esto, de niño nunca me asombró salir al patio en la noche y mirar el cielo lleno de lucecitas, era un poco como tener los ojos abiertos y mirar lo mismo que miraban los ciegos que acostumbran mirar el cielo). Te invito a que mirés a todos los que caminan frente a nosotros; a los que se acercan al puesto de periódicos; a los que se toman una fotografía al lado del busto de Rosario Castellanos; a los que se recargan en el kiosco; a las que suben tantito su blusa y dan de mamar a sus hijos; a los que bajan de dos en dos los peldaños de la escalera. Te invito a que mirés a cada uno de ellos y me digás cuántos ven al frente, cuántos hacia el suelo y cuántos miran el cielo.
Te invito a que, luego, bajemos a la fuente y miremos cómo los niños juegan a resbalar por las resbaladillas de lajas; te invito a que mirés cómo esos niños, en un instante, suben la cabeza y miran el cielo o los pájaros o las ramas de los árboles o los ángeles o la sonrisa de Dios. Es sólo un segundo, no más, luego vuelven a bajar la mirada porque (¡caso son mudos!) deben ver dónde colocarán sus pies a la hora que toquen el suelo. Esto, Maga mía, es lo que hacen y sienten todos los que son Caras para arriba: ¡con la mirada tocan el cielo y son tocados por el hilo del infinito!
Por lo regular, los mortales miramos hacia abajo o hacia el frente; sólo los elegidos ven hacia arriba. Saber que la magia del universo se concentra en las alturas ¡es algo instintivo! Cuando alguien tiene una pena muy grande, de forma inconsciente mira hacia el cielo. Nunca he visto a alguien que al pedir ayuda Divina se clave en el pozo de su miseria. Siempre hay una luz que nos guía y nos indica que la verdad del universo está en las alturas, aún cuando esas alturas sean como un espejo del pozo donde se concentran los agujeros negros de nuestro espíritu.
Por ratos miro el cielo. Entiendo que no siempre puedo hacer esto. Cuando cruzo la calle debo ver hacia la derecha y comprobar que no viene un carro; cuando bajo a La Pila debo ver con mucho cuidado dónde poner el paso para no resbalar en una laja; cuando camino por la calle que va al templo de Jesusito debo fijarme dónde piso para no embarrar mis zapatos con caca de perro; pero cuando estoy parado en el Parque de San Sebastián levanto la mirada y juego el juego donde yo estoy del lado de los Caras para arriba.
Hay oficios donde no se necesita estar del lado de los Caras para arriba para sentir el aleteo de la gloria. Los que trabajan en los faros o los que tocan en los campanarios por las mañanas tienen al alcance de su mano las frondas de los árboles, las nubes y las alas del vuelo. Los simples mortales debemos alzar la vista para advertir que tener los pies en la tierra no es la mejor fórmula para cimentar los sueños. Los sueños, Mariana bonita, siempre están en los techos del mundo, en el Everest del deseo.
Jorge se rebeló una tarde en que los caras pálidas atrapamos a Alfredo Toro Sentado. Así como lo hacía su tribu con nosotros, lo amarramos al tronco del aguacate, le echamos hojas secas a sus pies e hicimos como si prendiéramos un cerillo y lo arrojamos al montón para que se achicharrara. Jorge sacó una tijera que, saber desde cuándo, llevaba en la bolsa trasera de su pantalón y le tusó un mechón de cabello, ¡en serio! Cuando Alfredo miró el mechón en la mano de Jorge, quien sonreía como vampiro en medio de una carnicería, trató de liberarse del amarre, pero los Caras Pálidas, enardecidos y solidarios con Jorge que ya estaba harto de verse desplazado, tomamos lazos y amarramos más a Alfredo (sus compas indios bajaron la vista y fue cuando supe que habían pasado a formar parte de los Caras para abajo. Debo decir, niña bonita, que a partir de ese día reconozco cuando un hombre se pasa a este bando, por cobardía o por falta de dignidad). Jorge tiró el mechón a la fogata ficticia y, con las tijeras abiertas, se acercó de nuevo a Toro Sentado. Alfredo comenzó a llorar. Jorge dijo: “Te perdono la vida, pero te condeno a vivir encerrado en la Reservación India”, y con la tijera cortó la cuerda. Alfredo se pasó la mano por la cara y limpió sus lágrimas. “No te enojés -le dijo Miguel- es un juego”. Alfredo nunca volvió a jugar con nosotros. A partir de entonces, Jorge retomó el liderazgo que tenía antes de la llegada de Toro Sentado. Seguimos jugando a Tarzán, al circo y a los indios contra los vaqueros, pero, igual que Alfredo, los Caras Pálidas desaparecieron. Un día descubrimos que las niñas también podían ser parte del juego, abandonamos El Club de Toby y las invitamos a jugar con nosotros. Comenzamos a jugar escondidas, Mono Seco y a meternos debajo de una mesa enorme que estaba (quién sabe por qué) en el corredor de la casa de Jorge. Colocábamos unas sábanas de tal suerte que todo era como una tienda de campaña, de esas donde viven los gitanos. Ellas, nuestras amigas, se convirtieron en gitanas y, en ocasiones, nos leyeron el destino. Supimos que, de grandes, deberíamos jugar los mismos juegos y optar por uno de los dos bandos: el de los Caras para arriba o el de los Caras para abajo.
Pd. A veces, arena de mi playa, meto mis manos en las bolsas del pantalón y camino con la cabeza gacha, como buscando algún sueño extraviado; pero procuro, la mayor cantidad de veces, andar viendo al cielo. Mi papá me enseñó que debía formar parte del bando de los Caras para arriba. La dignidad está de este lado. El día que Alfredo salió como chucho con el rabo entre las piernas noté -qué raro- un sentimiento de dignidad, lo vi caminar, a pesar de todo, con la cabeza alzada; asimismo, Jorge tuvo el mismo sentimiento de dignidad -qué raro-, en medio de su soberbia miré su altiva cabeza. La humildad, parece, está emparentada con la soberbia, siempre y cuando aquélla sea auténtica y ésta sea fruto de la conciencia de formar parte importante del universo. Mariana mía, me gustás cuando mirás para arriba, cuando contás las estrellas del cielo; pero me gustás más cuando mirás al frente y mis ojos se enredan con la luz de tu mirada. Me gustás.