lunes, 9 de enero de 2012

CORTÁZAR: DOS A UNO




El uno de enero de este año terminé de leer “Cien años de soledad”. Durante siete veces, a lo largo de mi vida, comencé a leer la tan afamada novela de García Márquez pero nunca la concluí. En cada intento jamás llegué más allá de la página doscientos.
Tenía dieciocho años cuando mi tío Armando me regaló el libro. Muchos lectores actuales preparan café o chocolate para acompañar la lectura; en ese tiempo yo tenía la costumbre de tomar una caguama. Salí a comprar la cerveza y me senté en una silla de mimbre que había en el corredor de la casa. Abrí el libro y ¡me maravillé! ¡Qué prodigio de literatura!, pensé, ¡qué capacidad de imaginación del Gabo! A cada tramo tomaba un trago de la cerveza y una sabrita como botana. Me gustaba la combinación: cerveza, papas y literatura.
En cada lectura, una tarde, sin aviso, el desánimo me cubría y el libro, que inicialmente había considerado deslumbrante, se convertía en un camino farragoso. ¿Era mi incapacidad lectora? La piedrita se convertía en una roca y terminaba por botarla para que no me atosigara.
¿Por qué nunca había logrado terminar Cien años si en el mismo lapso leí completita Rayuela, de Cortázar, el mismo número de veces?
Ya dije que bastó abrir Cien años para quedar deslumbrado. ¿Fue acaso tal deslumbre el que provocó cierto ceguera? ¿Por qué si Rayuela también me deslumbró -y me sigue deslumbrando- no me cegó?
A fines de 2011 decidí volver, por octava vez, a intentar la hazaña de llegar al término de la novela. Mi oficio me demanda leer. Cuando algún libro o libraco se cuela y me provoca sueño lo mando al fondo del basurero y lo sentencio a vivir en el ostracismo de por vida o de por muerte. Pero no podía hacer eso con Cien años. ¿Cómo condenar a Gabo a tal destino? ¡Santo Dios, si los millones de Garcíamarquianos se llegaran a enterar me mandarían a un basurero más miserable que el recién clausurado Bordo poniente!
Ahora que, por fin, terminé Cien años, sé por qué Rayuela la concluí a la primera y la he releído muchas veces, y por qué la de Gabo tardé más de treinta años en llegar al punto final. Cortázar, a diferencia del cine hollywoodense, no usa efectos especiales en su narrativa. Su novela (y cuentos) está llena de vida tomada de la propia vida, sus personajes son tan cárnicos como cualquier becerro de la finca “La Soledad”, con el ingrediente espiritual que le es propio al complejísimo ser humano. Por el contrario, Gabo es un prestidigitador que saca mil y un objetos de la chistera. Su magia es tan churrigueresca que llega el momento en que comienza a sacar personas fallecidas hace mucho tiempo y las coloca al lado de los vivos. Este retablo es la parte más sublime de la exageración y fue, siempre, el dique que me impedía fluir en las aguas de Cien años.
Que me perdonen los admiradores de don Gabo, pero ¡ya cumplí! No vuelvo a leer Cien años. Prefiero las novelas donde los vivos hablan con los vivos y recuerdan a sus muertos. No son de mi agrado esas novelas llenas de despojos donde los cadáveres redivivos se sientan bajo la sombra de los árboles y se ponen a contar su nostalgia de vida, en medio de la lluvia. Me gustan las novelas donde los viejos vivos llaman a los niños, reparten dulces, y cuentan sus recuerdos, como quien deshoja una margarita bajo la carpa del Sol.
Hoy no tomo café, ni chocolate, ni cerveza. Hoy, sólo como ritual de lectura, abro el libro y pido que la luz de sus palabras ilumine el camino de la vida, ¡de la vida! Hoy me gusta la combinación: pura e impura literatura.