lunes, 23 de enero de 2012

LA BAJADA




Durante la mayor parte del año, el pueblo es como una alegre muchacha quinceañera: sus calles y plazas se llenan de vecinos que saborean helados, leen el periódico o esperan la llegada del tren. Pero, existe una noche (nunca se sabe con precisión el momento en que esto sucede) en la que todo se trastoca. Hasta el cielo lo presagia, porque una tarde las nubes toman un color como de rata de cloaca. La gente que está tranquila en las hamacas o en las bancas de los parques mira oscurecer el cielo y sabe que los montañeses bajarán al pueblo; entonces todos corren a sus casas, abren los refrigeradores, alacenas y baúles y, atropellándose, llenan bolsas de yute con carne, leche, pan, objetos de oro y billetes.
La relación de los pobladores con los montañeses es de completa indiferencia durante todo el año, éstos permanecen recluidos en su territorio, cuidando sus rebaños de ovejas y limpiando sus sembradíos de sorgo, pero una tarde el Patriarca sube a la Cima de Los Pumas y eleva las manos, entonces todos los montañeses tiran sus coas o las agujas con que tejen las chamarras y, en fila india, levantando polvo, suben a la cima. El Patriarca coloca un hato de hierba seca frente al monolito y prende el fuego sagrado. Las mujeres sirven vino en un cuenco de madera y lo pasan a todos sus hombres, poco a poco el vino comienza a hacerlos trastabillar y como pueden los hombres se quitan las camisas, los pantalones y los calzoncillos hasta quedar sólo con calcetines y zapatos. Las mujeres, sentadas en el suelo, forman un círculo alrededor de los hombres desnudos y, con las manos colocadas en sus pechos y las miradas clavadas en el suelo, esperan a que los hombres, ya completamente borrachos, se acerquen tambaleantes, las tomen de la cintura y las lleven al bosque donde las desnudan, les abren las piernas y las poseen. Esa tarde les está permitidos todos los excesos, la única restricción es que un hombre no debe elegir a su pareja regular (la vez que un hombre celoso eligió a su propia mujer para que no fuera tocada por otro, lo expulsaron de la comunidad y su mujer fue condenada a fornicar con todos los hombres).
Mientras los montañeses sacian sus instintos, en el pueblo medio mundo corre por los pasillos de sus casas, saca las bolsas a la calle, las deja en el frente y las mujeres apresuran a sus hijos a que se metan debajo de las camas y no salgan. Los hombres toman sus rifles y sus machetes y se refugian detrás de las puertas, en tanto las mujeres, adentro de las recámaras, al lado de sus hijos, pasan una y otra vez las cuentas del rosario mientras rezan el Padre Nuestro y el Ave María.
Los montañeses, como si fuesen una jauría, bajan de sus cuevas y entran al pueblo. En medio de gritos toman las bolsas y revisan que tengan carne, leche, pan, objetos de oro y billetes. Si algún bárbaro encuentra una bolsa sin oro, entonces convoca a sus compañeros y lo menos que la bola hace es violar a los moradores de la casa y luego prenderles fuego. Por esto, para que continúe la relación indiferente que han mantenido hasta la fecha, todos los vecinos son generosos y se deshacen de los anillos y cadenas que compran ex profeso para esa noche. Una vez que los montañeses comprueban que ninguna casa quedó sin su aportación, llenan sus carretas y regresan a la montaña; y los vecinos del pueblo prenden los focos de sus casas y salen poco a poco a las calles y todo vuelve a tomar su cara de sonriente muchacha quinceañera; prenden fogatas en las plazas y los niños salen a jugar y a correr; y las mujeres sirven vino a sus hombres y éstos cuentan historias de duendes y hadas y reciben con marimba y bailables la llegada del tren.