lunes, 30 de abril de 2012

PORQUE TODAS RUGEN

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como el sol en el desierto, y mujeres que son como león adentro de una jaula. La mujer león no puede subir a una bicicleta porque la confunden con pantera. Tampoco realiza vuelos en avión porque le llegan ganas de tener alas. Lo más que le está permitido es soñar con alambradas en campos de concentración o con monociclos en un circo de tres pistas. Ella, cuya madre murió al final de una función del circo Atayde, tiene el complejo del felino que mete la cabeza entre las fauces del domador, por esto, constantemente cierra sus piernas y huye al lado de las jirafas en la estepa. Puede, si su amado es tierno, tener la tibieza de un ronroneo; pero si su amado es hijo del trueno y de la estupidez se convierte en un foso cuyo final está en la cola del infinito. Por esto, el amado debe tener la memoria de los ladrillos antes de formar un muro, y el grito del miserable antes de sentarse en la esquina para pedir una limosna con aroma de bronce. Puede ser como un corazón anclado en puerto, si la ternura está grafiteada en las paredes de las fachadas de Tuxtla o de San Cristóbal; pero si el crayón de las fachadas de Comitán contradice con la luz de la sombra, entonces se convierte en túnel donde el mar huele a cloaca. Ella, cuyo padre fue vencido por un grupo de paramilitares disfrazados de gatos, no tiene impedimento en formar parte de los Rotarios, siempre y cuando no lo comprometan a bailar en el Club de Leones. Lo que sus amados le reclaman ¡es su olor! Los pobres hombres, que son como gatos de azotea, no saben que el aroma de la mujer león es más tenue que el cielo de un baúl del siglo XIX; no lo saben porque su olfato es como una tarola invertida de un grupo de rock del siglo XV, cuando el rock no era ni siquiera posibilidad de vals. La mujer león, por lo regular, aborrece el pan tostado con mermelada y prefiere la cima donde se construyen las favelas que interrumpen el sueño de la garota. Cuando la mujer león dice adiós suena como si mil callejones sucios despertaran al alborozo de la ventana o como si una mano tocara la pared en busca de un Dios infinito. No tiene ningún inconveniente en subirse a un tercer piso y jugar a que es el león de la Metro Goldwyn Mayer. Por esto el cine le resulta tan liana, tan Tarzán, tan Chita, tan isla desierta. Levanta el brazo, como si fuese una cantante famosa o como si fuese la tarde anunciando la lluvia. Viaja, viaja mucho. Por esto, tal vez, algunos teóricos mencionan que su destino está en la tundra. ¿Por qué -se preguntan, los teóricos- si habita las zonas cálidas que huelen a arena, tiene abrigo tan grueso? Tal vez (insisten los teóricos) ella es prima hermana de la osa polar y de la foca. Pero, entonces, ¿por qué no tiene aletas como si lo tiene el pez volador?¿Por qué se abandonó al deterioro del hombre que se le hincó por primera vez? ¿Por qué no soportó la tala del árbol hincado sobre la torre mayor? Tal vez éste sea su misterio y el motivo por el cual todos los hombres, sin excepción, la piensan arena, la sienten temblor, la imaginan viento que derrumba los rinocerontes que se paran frente a ella. A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como la mano que sostiene la tea, y mujeres que son ateas y se atan la mano.

sábado, 28 de abril de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY FRANQUICIAS DEL CORAZÓN

Con un abrazo respetuoso para la familia Guillén Alcázar por la ausencia física de don Efraín. Querida Mariana: los OXXO’s nos invaden. Los niños comitecos de los años sesenta pensábamos que el mundo terminaría cuando los extraterrestres invadieran la tierra. En esos tiempos, los seres extraterrestres venían de Marte y no tenían mayor misión en la vida que conquistar planetas a través de violentos ataques con pistolas de rayos. Cuando, en el sitio de la casa, nos aburríamos de jugar a los “indios y vaqueros”, jugábamos peleas interplanetarias. Los terrestres teníamos la encomienda de hacer polvo a los marcianos. ¿Por qué todos los extraterrestres eran Marcianos? ¡No lo sé! Pero parece que Marte era el planeta favorito de los escritores terrícolas, tan era así que la letra de un chachachá de moda decía: “Los marcianos llegaron ya”. ¡Mentira, nunca llegaron! Ahora sabemos que en Marte no hay vida. Pero, en ese tiempo, hubo una película que se llamó: “Santo contra la invasión de los Marcianos”. Por esto, los niños, en la noche, salíamos al patio de la casa y buscábamos en el cielo alguna señal. ¡Nada! Nuestro cielo comiteco, lleno de estrellas, estaba sosegado y nosotros, al menos por esa noche, podíamos dormir tranquilos. Los Marcianos a esa hora, sin duda, estaban invadiendo otros planetas. Jamás nos dijeron que nuestros invasores serían seres terrenales con nombres exóticos como Walmart, OXXO y demás apellidos de pronunciación difícil. En los años sesenta, Mariana mía, teníamos a ¡Santo!, que nos defendía de todos los males habidos y por haber. Un día, de 1984, México despertó con la noticia de que Santo, el Enmascarado de Plata, había muerto. ¡Dios mío!, dijimos todos. ¿Quién lo mató? ¿Un marciano? ¿Un vampiro? ¿Un zombi? ¿Alguna momia de Guanajuato? ¡No!, nos dijeron, murió de un infarto. ¡Ah, qué muerte tan boba para alguien como él! Los héroes debían morir desollados por la vida y no por la muerte. Su ausencia nos conmocionó y nos dejó en el desamparo. A partir de ese instante quedamos a merced de todos los peligros, cualquiera podía invadir nuestros territorios. Ahora, como dicen en el programa de Chespirito, “¿Quién podrá defendernos?”. Parece que nadie. Ante el avasallamiento de las Súper poderosas cadenas comerciales, los tendejones y misceláneas tienden a desaparecer y con ello, admitámoslo o no, desaparecerá una parte importante de nuestra identidad. En los años sesenta, las tiendas de la esquina tenían nombres menos rimbombantes, pero más cercanos a lo que éramos. ¿Adónde vas?, preguntaba la abuela y nosotros decíamos: “A la tienda de doña Angelita” o “Con don Rami”. Doña Angelita, don Rami y todos los demás comitecos, propietarios de negocios pequeños, eran referentes de nuestra memoria colectiva. Esos nombres señalaban a un ser cercano. Ahora (no me quejo, sólo consigno que es parte del fenómeno de la globalización y de la avalancha de la mercadotecnia) vamos a comprar a lugares que son como eso que en el registro de Hacienda se llama Persona Moral, las personas físicas se están diluyendo y esto es una pena. Es una pena porque, vos lo sabés, la vida se justifica con el acercamiento del otro: el hijo con el padre; el novio con la novia; el amigo con la amiga; el amado con la amada. ¿Qué tipo de relación puede sostenerse con una entidad sin rostro? ¿Adónde vas?, pregunta la abuela, y el nieto responde: “Voy al OXXO”. ¡Virgen de la Concepción!, grita la abuela y recomienda que no se acerque mucho, “qué tal que ese oso es peligroso”. Se está acabando el trato con la gente. Parece que es la preparación para lo que nos depara el futuro: el trato del hombre con el robot. Vos sabés que nunca he sido bueno para el comercio. Lo mío está alejado de la venta. Antes, si alguien me pedía una cajita, de esas que pinto y quedan tan bonitas, yo la regalaba. Gracias a Dios ya no lo hago, porque comprendí que es mi trabajo y mi creación, y es justo que si alguien quiere tener una obra original de Molinari debe pagar ¡mi trabajo y mi creación! Pero, aún me da cierta pena. Te lo juro. Digo esto porque anoche pensé en crear una franquicia, no como competencia del OXXO sino como intento digno para preservar nuestra identidad. Te cuento mi idea por si querés llevarla a cabo, porque yo no tengo tiempo para hacer dinero (mi tiempo prefiero dedicarlo a escribir cuentos, novelas y Arenillas. La escritura no me deja dinero, pero empapa de luz mi corazón, y yo, la mera verdad, prefiero la Luz en mi espíritu a la “luz” en mi cartera). La propuesta es generar una cadena de tiendas con el mismo concepto de OXXO, pero ¡a la comiteca! La franquicia se llamará: “Catz, quetz, quitz, cotz, kutz”. Y son tiendas ubicadas, de manera estratégica, en gasolinerías, esquinas de mayor confluencia y plazas. ¡Igual que el OXXO! Te pido que comencés a imaginar los locales. Todo mundo entrará a un espacio cositía, limpio, digno y moderno (igual que los multicitados). Los anuncios estarán diseñados por expertos y los mensajes estarán escritos en lenguaje comiteco. El otro día, en el programa de radio “Crónicas de Adobe”, Raúl dijo que a la biblioteca, todas las tardes, llega una “caterva” de muchachitos. La palabra caterva llamó la atención, Paty y yo la sustituimos por “bola” de muchachitos, pero Genaro, muy comiteco, nos envió un papelito para decirnos que su mamá dice: “catazumba” de muchachitos. Ahí, Genaro puso el dedo en el corazón de Comitán. Nuestro lenguaje tiene una manera especial de nombrar al mundo. Por esto, en todos los “Catz, quetz, quitz, cotz, kutz” se expenderá un “titipuchal” de productos originarios de este pueblo maravilloso. ¿Gatorade? ¡No, no, qué risa! ¡Puro atolito de granillo! ¿Coca Cola? ¿Por qué la ofensa? ¡Por supuesto que no! En lugar de coca ¡un vaso de taxcalate!, bien frío. ¿Mantecadas de Tía Rosa? No, Marianita, en lugar de estos panes acartonados, todo mundo podrá comprar ¡salvadillos con temperante! ¿Hot dog vikingo? ¡No, no, no! Mejor un pan compuesto o una orden de taquitos dorados, de papa. ¿Mirás cuál es el concepto? Se trata de ofrecer nuestros productos con la mercadotecnia actual. Porque este mundo globalizado es producto de la publicidad. ¿Por qué compramos y bebemos la coca? ¿Por qué es el refresco más sabroso del mundo? ¡No, no! Lo que sucede es que es el refresco más publicitado ¡del mundo! En todas las paredes, en todas las pantallas, en todas las revistas, en todos los cielos, ¡uf!, nos topamos con el logotipo del famoso refresco. No es casualidad entonces que sea el refresco más vendido. ¿Es sabroso? ¿Es sano? No lo sé, Marianita, pero creo que no, el otro día leí un artículo científico que alerta sobre el daño que ese refresco ocasiona a nuestra salud. Compramos muchos chunches plásticos porque nos han “vendido” la idea de que son maravillosos. El mundo no consume productos sanos y auténticos porque no hemos tenido la capacidad de “venderlos”. ¿Por qué la gente compra cacahuates “Mafer”? Porque son famosos, gracias, más que a su sabor, a la publicidad exorbitante. Esa gente quedaría con la boca abierta si probara los cacahuates comitecos. Estos cacahuates tienen un sabor único, especial. En los “Catz, quetz, quitz, cotz, kutz” existirán expendedores de café chiapaneco, orgánico; jocoatol, bien calientito. También habrá un exhibidor con revistas y libros comitecos. Y, como dije líneas arriba, todos los mensajes estarán escritos en lenguaje comiteco, porque nos sentimos orgullosos de nuestra identidad. Por supuesto que los OXXO’s seguirán existiendo. ¿Cómo evitar el oleaje violento de la globalización? Pero, junto a lo plástico, habrá una oferta natural de nuestra tierra. En lugar de comprar pan Bimbo compraremos los panes franceses, de las Torres; en lugar de comprar la botella de tequila, compraremos la botella de comiteco, que expende Jorge Domínguez. ¿Mirás cómo esta propuesta es una iniciativa noble? Además de reafirmar la esencia de nuestro pueblo, los turistas encontrarán en esta cadena de tiendas de servicio todas las bondades de nuestra cultura. No sólo esto, la paguita irá a los bolsillos de nuestros empresarios comitecos que podrán reinvertir la lana en otros proyectos productivos que beneficien a la región. ¿Sándwiches fríos de jamón y queso amarillo? ¡No, no, qué horror! Los “Catz, quetz, quitz, cotz, kutz” venderán “paquitos” de frijol, de chorizo con huevo, ¡calientitos! ¿Una bobera? ¿Una utopía? ¡Yo no sé! Te digo que soy malísimo para el comercio. Ya vos me dirás si esta propuesta tiene posibilidades. Hace años, Comitán era autosuficiente, tal como lo fue, por ejemplo, la península de Yucatán. Yucatán generaba su propia industria: fabricaba una cerveza de lujo; galletas riquísimas y lazos (cuerdas, pitas) de excelencia y los yucatecos compraban sus propios artículos. Si queremos seguir siendo auténticos; si queremos evitar mimetizarnos y volvernos igual que los demás; debemos procurar la convivencia de lo nuestro con lo otro. ¡Que no lo otro cancele lo nuestro! Será la única manera de evitar que Comitán se convierta en una mala copia de ciudad acartonada con tufos agrios. Este pueblo, como todos los demás pueblos auténticos del mundo, tiene personalidad y carácter. ¡No perdamos nuestra riqueza en aras de buscar algo que es plástico y hueco! Pd. ¡Ah, mi niña bonita, qué tiempos estos tiempos que vivimos! ¡Tiempos tan lejanos de aquéllos en donde el Santo nos salvaba de todas las invasiones! “Catazumba” significa bonche de gente, por lo tanto podemos decir que una “catazumba” acude al OXXO. Yo aspiro a que, algún día, una “catazumba” acuda a los “Catz, quetz, quitz, cotz, kutz” y ahí compren sus obleas; los ocotes para prender el fogón; que ahí disfruten unos africanos y unos turuletes; y que todo lo conviertan en un gran guateque. Porque la vida es una fiesta y la fiesta del corazón es ¡la más intensa! El corazón de nuestro pueblo está bordado con pechulej y trenzado con cintas de juncia. No lo olvidemos, porque, de lo contrario, corremos el riesgo de convertirnos en un híbrido insípido e incoloro. Y sería una pena que un pueblo con tanto color y vida se volviera un simple estropajo. Marianita, no lo olvidés, te quiero, con la misma intensidad que amo a este pueblo luminoso. ¡Que viva Comitán!

viernes, 27 de abril de 2012

LOS POETAS NACEN

Nació el bebé. Los papás y familiares se mostraron felices. El papá repartió puros. La abuela materna lo cubrió con una colchita de color azul y lo abrazó. Tenía tres horas de nacido cuando dio la primera sorpresa: dijo ¡ah! Todo mundo se alarmó. ¡No era posible! Doce minutos después dijo ¡oh!, lo dijo como si enseñara a todos los que ahí estaban cómo debían manifestar su asombro. ¡No es posible!, dijo la abuela. Pero, cincuenta y tres minutos después ya no cupo la duda, porque pronunció su primera palabra con significado de diccionario: ¡templo! La enfermera, que entró en ese instante, se persignó, dejó caer la charola y salió corriendo como si hubiese visto al diablo. Es hijo del diablo, pensó el abuelo, que estaba crudo. Es una manifestación de Dios, dijo la abuela e hizo un cariñito en los labios del niño. ¡Será poeta!, dijo la mamá y sonrió. El recién nacido asomó su carita por encima de la colcha y dijo: ¡poeta! La enfermera entró con el médico y señaló al niño: “Es él, doctor”. Ella se sentó como si fuese un bulto vacío, el doctor se acercó con aire de Mesías, hizo a un lado la tela y miró la cara del niño sonriente. “¿Cómo te llamas?”, preguntó el doctor. El niño siguió sonriente. El médico insistió. El niño cerró los ojos. La abuela dijo: “Tiene sueño, mi niño bonito. Duérmase, duérmase mi niño, duérmaseme ya”. El niño durmió. El médico ordenó a la enfermera que levantara la charola y mandara a alguien de limpieza. Salió. La abuela se sentó, con el niño en brazos. La enfermera, con cara de refrigerador sin víveres, se acercó y preguntó a la abuela si era cierto que había oído hablar al niño o lo había soñado. “¡Ay, qué ideas! -dijo la señora- ¿Cómo cree que un recién nacido va a hablar?”. La enfermera se agachó, recogió la charola y caminó con rumbo a la puerta. El niño, con los ojos cerrados, dijo: “Pendeja” y sonrió. Fue la primera malcriadeza que dijo. La enfermera volvió a santiguarse y corrió a la oficina del administrador. Abrió la puerta como viento de huracán, el administrador se hizo para atrás, ella le pidió, por favor, por favor, páseme al pabellón de sidosos, por favor, y se hincó. El administrador se sentó a su lado y la tomó de las manos. El abuelo sacó la cerveza que había metido entre su chamarra y repitió: “Es hijo del diablo”. La abuela vio a su nieto y dijo: “Es una bendición de Dios”, cerró sus ojos y rezó. El padre se acercó a la ventana, vio la plaza y pensó: “En Televisa nos pagarán toneladas de dinero”. La mamá, se acomodó en la cama, vio a su mamá con el nieto en brazos y pensó que su hijo sería tan famoso como Octavio Paz y dio gracias a Dios. Al día siguiente, a las seis y doce de la mañana, a la hora que la mamá se descubrió el pecho para darle de mamar a su crío, éste sonrió y dijo su primer soneto. Un soneto dedicado a la luz y al viento. La abuela sonrió, el abuelo insistió en su teoría y el papá imaginó el carro que compraría con las ganancias. Ya había pedido a su hermano Jesús que le consiguiera el teléfono de los programas de espectáculos de Televisa. El niño terminó de mamar, la mamá lo colocó sobre su pecho y dio pequeños golpecitos sobre la espalda de su crío, éste eructó y se quedó dormido. Desde ese instante no volvió a hablar y su desenvolvimiento fue el de un niño normal. A la edad de ocho meses comenzó a decir gu gú. Hoy tiene tres años y habla lo que habla un niño de su edad. El abuelo da gracias a Dios por haberle quitado el chamuco; la abuela también da gracias a Dios; lo mismo hace su mamá, quien le lee poemas de Octavio Paz, a la hora que lo acuesta en su cuna. Sólo el papá lamenta no haber tenido una cámara de video a la mano cuando el niño dijo su primero y único soneto.

miércoles, 25 de abril de 2012

PARA QUE VOLVAMOS A SER HUMANOS

De Picasso viene la idea: el arte es lo que mantiene vigente el mundo. Alguna vez pregunté: ¿Por qué los millonarios compran obras de arte? ¿Por qué alguien de apellido Slim compra un Van Gogh con un valor de millones de dólares? Mario halló respuesta a mi pregunta: ¡porque los millonarios invierten! Los millonarios no gastan, no botan su dinero, ellos compran algo porque saben que ese “algo” costará más al otro día. ¿Para qué los museos llenos de obras de arte? Para que el visitante reconozca que el arte es la vida. Una obra de arte nos coloca frente a la grandeza del hombre. Nos recuerda que (como en el caso de Picasso, con su obra Guernica) existe el horror de la guerra, la bondad del universo (Millet, en El Angelus) y la sensualidad del cuerpo (cualquier pintura de Modigliani). El arte nos sirve para preservar la cultura del deterioro normal de los objetos terrenales. Los seres humanos, en las prisas por llegar al trabajo, en la gana de acumular bienes perecederos y tontos, nos olvidamos de lo esencial. Esta esencia se manifiesta en el arte. ¿Qué seríamos los hombres sin la ventana de Chaikowsky, qué sin la Quinta de Beethoven? ¿Qué seríamos los hombres sin las pinturas cachondas e irreverentes de Toledo? ¿Qué sin “Rayuela”, de Cortázar? ¿Qué sueños tendríamos sin el sax de Charlie Parker? Por esto, y no por otra cosa, los niños y jóvenes de esta patria (de este Chiapas tan extraviado) deben pepenar el arte. Lo deben pepenar y, como si fuesen canicas, lo deben meter en las bolsas de su corazón. Un cuadro en un museo nos enfrenta ante nuestra grandeza y nuestra miseria, nos recuerda que somos humanos y, por lo tanto, capaces de sublimarnos. Sí, es cierto que algunos animales pintan, pero ellos no pueden reflexionar acerca de su condición. Nosotros, los humanos (o que aspiramos a serlo) sí reflexionamos acerca del proceso creativo y de todas las circunstancias que nos rodean. ¿Qué seríamos los hombres sin las películas de Woody Allen, sin las películas de Kieslowsky? ¿Qué seríamos sin esos hombres y mujeres que interpretan el “Lago de los Cisnes”? ¿Qué sin las obras Molière o de Shakespeare? El arte nos dice qué hemos sido y cómo podemos ser. En estos tiempos en que la mercadotecnia nos impulsa a comprar para ser lo que no somos, resulta vital acercarnos al arte. Por esto es necesario que en las calles nos topemos con el arte, para que se convierta en el pan nuestro de cada día. Una vez, el Congreso Chiapaneco (por órdenes de saber quién) apoyó una idea noble: dedicar el año al poeta Jaime Sabines. Por desgracia, la sana intención se perdió. Pintaron muchas bardas en todo el estado con fragmentos de poemas de Sabines. Los rotulistas locales (sin mayores conocimientos ortográficos) pintaron las paredes con evidentes errores. Como ninguna autoridad realizó labor de supervisión, aún existen letreros mochos, que, evidentemente, logran un efecto contrario. La propuesta debe ser diferente. Algo más sencillo, pero más efectivo. Hay necesidad de plantear, desde el Estado, una política que promueva el arte. ¿Por qué Carlos Slim compra un Monet y lo cuelga en la pared de su sala? Lo hace como inversión, pero, también (no es tonto), para recordar que, después de todo, no es más que un ser humano y esto ¡es fundamental para todo hombre! Por esto Slim anda tranquilo por todas partes.

lunes, 23 de abril de 2012

PARA BORDAR EL PISO




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como el tubo de agua, y mujeres que son como cinta para detener el cabello.
La mujer cinta es como la luz que emerge cuando una niña besa a un pajarito. Tiene el ímpetu de la arena al recibir la ola, la desidia de la cuerda de guitarra al sonar un blues, la alegría de la mano cuando saluda, el roce del barquito de papel sobre la corriente.
Sueña con casarse de blanco, pero no con un vestido blanco, sino con el blanco de la hoja de diario, con el blanco de la luz que se cuela por la tarde, con el blanco del escenario donde se monta una obra de teatro, con el blanco del humo del primer cigarro.
Abre la ventana para que se cuelen los bordados que hila la sonrisa; cierra la puerta a todo brillo de nostalgia; entreabre la mirada para que desciendan los ángeles y entrecierra el misterio para que se ahogue en su secreto.
Es como el pespunte de la lluvia sobre la calle, como la ventanilla del carro sobre el bulevar, como el espejo del que toma café a medianoche, como el vaho que empaña la tarde, como la escalera que no conduce a alguna parte.
Está hecha de hojas secas del otoño, de cabellos anudados a los zapatos y del fuelle de acordeones que suenan debajo de los puentes.
La mujer cinta se enreda en los cabellos, en el viento y en los ladrillos a la hora que construyen los cuartos de hotel. A veces se pierde en las alcantarillas o en los desagües o en las líneas de agua que resbalan en los cristales. Tiene todos los colores del mundo, pero ella, en lo íntimo, prefiere el color azucena o el color agua o el color tierra.
Posee el brillo de la palabra “hilo”. ¿Acaso no con hilo se borda el contorno de la luna y de la cama donde los amantes tejen sus sueños? Está acostumbrada a esperar. Espera posada en un telar de cintura o en un telar de nube.
No soporta la oscuridad. Le teme al grito que sale del cuarto cerrado, de ese cuarto donde duermen los sapos que son hijos de la cuerda del ahorcado.
A veces sueña con prender relojes sobre el cielo o con dormir en los andenes donde caminan los viajeros. Tiene la misma consistencia del humo de los trenes, de los alambres donde juegan los pajaritos; está hecha con la misma sustancia con que los viejos recuerdan su infancia, con la misma loseta con que está tapizado el suelo que pisan los jóvenes. Cuando juega lo hace como si todo fuese una cámara de cine, como si todo fuese un elevador, como si todo fuese un abrazo del hombre.
A veces mira a su amado de frente y tiene el deseo de levitar sobre sus pasos, de tocar el corazón de sus pasiones, de cerrar los ojos de sus mariposas en el estómago.
Cuenta uno, dos, tres, cuatro. Cuenta cuatro, tres, dos, uno. Cuenta las cuentas con que el tacto reproduce las caricias de aquellos que no saben contar. Porque dicen, los que saben, que para contar no hay necesidad de tambores y de bongós, basta con un palillo en medio de la pradera y de un abismo sobre la grieta de la voz.
A veces camina sobre las calles de San Cristóbal de Las Casas y pepena la lana de las aves negras que balan en la cuerda de la niebla, y se pone a cardar, a cantar, a andar, a dar.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como la dobleú de Wenceslao, y mujeres que son como la erre de la rata Ramona.

sábado, 21 de abril de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA LECTURA ES UNA LLUVIA DE LUZ




Querida Mariana: ¿sabías que la UNESCO nombró al año 2012 como Año Internacional de la Lectura? La lectura no puede darse por decreto; pero la iniciativa de la UNESCO es buena, pues nos recuerda el valor del libro. La lectura es un acto íntimo y gozoso.
Los goces, por fortuna, son múltiples. Cada persona tiene sus preferencias y goces particulares. Por esto, la vida es maravillosa. A algunos de mis amigos les gusta jugar tenis, a otros les gusta tomar cerveza con botanas comitecas; otros van al estadio cuando juegan Los Jaguares; unos más bucean en Chucumaltic o van a Puerto Arista y se echan un taquito de ojo con las muchachas bonitas en bikini. Yo respeto todos los modos de ser, la forma en que los hombres y mujeres gozan. No obstante, muchos amigos no son tolerantes conmigo, a veces me he topado con amigos que critican mi modo de ser huraño. Ellos quisieran que los acompañara y gozara sus delirios como lo hice en juventud. Pero, Mariana mía, ya no bebo, no como carne, duermo temprano, no me gusta el calor y no sé nadar (soy todo un caso). Mi goce está en la lectura. Y la lectura no es una manifestación ni una romería. La lectura es un diálogo muy íntimo entre el autor y el lector, es un acto amoroso, sensual y sensorial; vos lo sabés, porque, gracias a Dios, sos lectora de corazón (diría Luis Pano).
Me sorprendo ante el acto donde un artista convoca a miles y miles de personas. Veo fotografías donde un estadio se llena con seguidores de Espinoza Paz o de Paul McCartney (¡un estadio con setenta u ochenta mil fanáticos, Dios mío!) y me pregunto: ¿cuál es la magia? ¿Qué encuentra un hombre o mujer ola al confundirse entre tanto mar? Yo no soy gente de multitudes, a mí me gusta el sosiego y la paz del lector. No me mueve ir al estadio a un concierto de Shakira; me mueve la imagen donde soy lector; la imagen donde estoy a la sombra de un árbol, al lado de un nacedero de agua; donde estoy en el parque, levanto la vista de la hoja del libro y veo a muchachas bonitas que caminan por ahí. Me gusta verme, sentirme, al lado de la ventana que se asoma donde crece una bugambilia y juegan los pájaros. Me mueve el concierto de Paul McCartney, pero escuchándolo en un disco compacto, en el corredor de la casa, al lado de un perro que dormita. Me encantan todas las concentraciones y multitudes, pero vistos desde una ventana o vistos desde la narración de un cuento o de una novela. No me gusta ser parte de la multitud. Me fascina que el escritor vea por mí y luego me entregue su imagen para que yo la recree en mi memoria y en mi corazón.
El otro día fui a La Trinitaria. En el Salón Salomón González Blanco, las autoridades, maestros y alumnos del CECyT 08, organizaron y participaron en el foro “Mi gusto por la lectura”. Fue maravilloso ver el salón lleno de estudiantes; fue maravilloso verlos llenos de luz. ¿Cuántos de ellos tienen el gusto por la lectura? ¡Quién sabe!
Yo no creo en esas estadísticas que dicen que en México no se lee. ¡Se lee!, no lo que uno deseara, pero ¡se lee! Lo que a este país le falta es encauzar a que sus lectores lean autores inteligentes y propositivos. Muchos lectores tienen gusto por esos libros que les llaman de Autoayuda. No saben que si se acercaran a libros de grandes autores literarios y filosóficos encontrarían caminos más luminosos, menos estrechos. Muchos jóvenes preparatorianos leen libros de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Dos de sus libros más leídos son: “Un grito desesperado” y “Juventud en éxtasis”. Cuando se acerca un joven y le digo que hay libros menos limitados, indefectiblemente me pide que le sugiera un libro, pero que no sea aburrido. Y lo dice así porque algunos adultos malvados insisten en decir que la lectura es aburrida. ¡Ah, qué perversión! La lectura es uno de los goces más sorprendentes del universo. Sólo falta jalar el hilo que abra la ventana de la imaginación.
Hay cientos de libros inteligentes, llenos de humor; cientos de libros ¡luminosos!, pero yo siempre sugiero a los lectores jóvenes que se acerquen a tres libros de autores mexicanos, como para abrir boca. Si de plano ninguna de estas novelas les gusta, pues entonces, quiere decir que sus gozos son más terrenales; quiere decir que sus terrenos son los del fútbol, los del cine comercial gringo, los de conciertos masivos con Paulina Rubio. Así como todo mundo no puede ser futbolista, no todo mundo puede ser lector. Lo que es vital es que todo mundo conozca las opciones. ¿Cómo saber si la lectura es o no para mí si nunca me he acercado a la lectura?
A los jóvenes les sugiero acercarse a la lectura a través de tres novelas breves: la primera es de Silvia Molina y se llama: “La mañana debe seguir gris”; la segunda es de Elena Poniatowska y se llama: “Querido Diego, te abraza Quiela”; y la tercera novela es: “El Diario De La Riva”, de José Martínez Torres. Las tres son excelentes novelas, ¡llenas de luz! En cada una de ellas existen mil rutas para caminarlas, rutas que pueden definir la ruta de la vida. Las tres hablan de esa agua tan escurridiza con que están mojadas las relaciones interpersonales, hablan de la historia de un hombre y de una mujer. ¡Ah, el tema vital de siempre, con sus tristezas y alegrías!
“Querido Diego, te abraza Quiela” cuenta la relación entre el famoso muralista Diego Rivera y la pintora Angelina Beloff. La Poniatowska emplea el género epistolar para contar la historia. A mí me encanta leer cartas y las cartas que Quiela le envía a Diego están llenas de humedades en las paredes del corazón, por esto, a veces, nos embarra la nostalgia. Los lectores de esta novela se convierten en voyeurs (palabreja francesa que significa “mirón”, en el más hermoso sentido de la palabra: “metidito”) y, como si estuviesen hurgando a través de una rendija, presencian el mundo de Diego y Angelina. Es una novela intensa, bien escrita, que nos lleva a vivir París y la ciudad de México, de los años veinte.
Las otras dos novelas están escritas a manera de diario (el propio título de la obra de Martínez Torres, así lo enuncia). Escritas con un lenguaje sencillo y de manera cronológica, también nos cuentan historias de amor. “La mañana debe seguir gris”, es un texto autobiográfico, donde la autora narra, con intensidad natural, cómo conoce al poeta tabasqueño José Carlos Becerra. Ella viaja a Londres y ahí se topa con José Carlos. Desde el primer día existe una línea que los acerca por ese abismo que llamamos amor. La historia termina en fatalidad, apenas seis meses y medio después. El poeta viaja a Italia, ella está a punto de alcanzarlo, pero se entera que José Carlos ha muerto en un accidente vehicular.
Y la tercera novela: “El Diario De La Riva” cuenta la historia del bibliotecario de un Colegio de Monjas y una adolescente, estudiante del plantel, que se apellida De La Riva. El autor consigna de manera puntual la relación que se establece entre la chiquilla y Ariel, hombre de gran conocimiento literario. Narrado de manera sencilla y lineal, esta novela alcanza momentos luminosos. Vos sabés que Martínez Torres fue mi maestro en la Facultad de Humanidades, de la Universidad Autónoma de Chiapas, fue mi jefe y tengo la dicha de contar con su amistad. Pero estos últimos eslabones están fuera de mi opinión como lector. Su literatura es genial.
Sé que ahora tenés la cara de pozo sin agua. ¿Por qué te digo esto si vos ya leíste las tres novelas? ¿Por qué enuncio bondades literarias si vos has bebido de esas aguas luminosas y coincidís conmigo en que las tres novelas son de gran intensidad y son divertidas, inteligentes, reflexivas y tocan el espíritu? ¿Sabés por qué lo hago? Por aquello de que esta carta, que te escribo con todo mi corazón, llegara a manos de otro que no fueras vos y que este otro no fuera lector de corazón y estuviera en búsqueda de un goce diferente.
Tengo una amiga a quien le sugerí leyera estas tres novelas. ¡Las leyó! Luego quiso más. Le sugerí: “El profesor y la sirena”, del gran escritor italiano Giuseppe Tomasi de Lampedusa; y “La Balada del Café Triste”, de Carson McCullers, enorme escritora norteamericana. Y ¡las leyó! Luego la encontré con “El tambor de hojalata”, del escritor alemán Günter Grass. En ese momento supe que mi amiga había hallado un camino certero y ya lo caminaría sola. Se convirtió en una gran lectora, una lectora gozosa. Su mundo se amplió. Tan se amplió que aprendió inglés para leer en su lengua original a la McCullers y luego aprendió francés para leer a Balzac, y ahora vive en París y allá trabaja como traductora en una editorial francesa. ¡Uf, qué historia tan bella! Una vez que vino de vacaciones fui a San Cristóbal para tomar un café con ella y, en medio de la plática, apareció el tema del libro y ella, con lágrimas, me dijo que agradecía a Dios haberse topado un día con la literatura. Dijo que haberse hecho lectora le había enseñado que el mundo era una “lluvia de luz”.

Pd. ¿Mirás que definición más bella? ¡El mundo es una lluvia de luz! Sí, basta estar dispuesto a salir y empaparse. Los libros abren ventanas que refrescan las habitaciones a punto de moho. Los libros son como los rayos de sol que calientan los patios de ladrillos húmedos. Los libros nos dicen que los goces del mundo son infinitos y van desde un viaje a Tenam hasta acostarse en la arena de Cancún. Hay gente que goza al tomar una taza de café en el corredor exterior de la Casa de la Cultura o al tomar una cerveza en La Casa Rosada, acompañada con lengua en pebre y chile al pastor. Hay gente que goza ir al Parque Ya’Ax-Ná o sentarse en una banca del parque de Guadalupe. Hay gente que goza al ir a Las Vegas, un fin de semana. Hay otros que son felices con ir a montar bicicleta por el rumbo de Rosario Yocnajab. ¡Miles de goces, miles de formas para pepenar lo grande de la vida a través de lo más sencillo! Uno de estos goces es el de la lectura. Uno de los goces más intensos. La lectura nos permite acercarnos a las ventanas donde mora Dios y lo hace de una manera tan íntima e intensa que es como si hiciéramos el amor.

viernes, 20 de abril de 2012

¡DÍA MUNDIAL DEL LIBRO!




Los muchachos decidieron celebrar el Día Mundial del Libro. Como eran cuatro hubo una repartición. A Pedro le tocó el Día, a Manuela lo Mundial, a Lupita el del y a Ariana: Libro. ¿Y qué haremos?, preguntó Pedro. ¡Celebrar!, dijo Ariana y alzó su mano como si tuviera una copa. Manuela y Lupita hicieron lo mismo.
Eran como los tres mosqueteros (bueno, tres mosqueteras y un mosquito). A Pedro le costaba estar en la misma sintonía de sus amigas, pero le gustaba jugar con ellas y ellas también disfrutaban la inocencia de él. Se conocían desde hace cinco años (desde hace mil años, decía él, cuando sus compañeros de la escuela criticaban su cercanía con ellas)
¿Qué vas a hacer?, preguntó Pedro a Manuela. Manuela abrió la gaveta superior de su escritorio y sacó una fotografía en tonos sepia. Esta foto, dijo, es de los años setenta. Es de un negocio que existió en San Cristóbal, se llamó “La Mundial”. Preparaban unas chalupas adornadas con betabel. Esas chalupas eran ¡una delicia! ¡Eso haré!
Pedro se metió las manos a las bolsas del pantalón y fue a la cafetería donde trabajaba Lupita. No encontró la relación entre la chalupa y el día del libro. ¿Qué tiene qué ver el betabel con la hoja de papel, aparte de la rima?
Lupita preparaba dos cafés. En la mesa del fondo estaba una pareja. Tenían sus manos entrelazadas. Él hablaba y ella lloraba. Ahorita te atiendo, dijo Lupita, mientras preparaba las tazas. Pedro jugó con las servilletas que estaban sobre la barra y le contó a su amiga qué le había dicho Manuela. ¡Ah, qué fregón!, dijo ella. ¡Chalupas, guau!
Mientras Lupita servía los cafés, Pedro se sentó en la mesa de junto a la vidriera. Miró la calle, comenzaba a lloviznar. Las personas se cubrían la cabeza con folders, periódicos y, varios muchachos, ¡con libros! Vaya, pensó, ya comenzó la celebración del Día Mundial del Libro. Comenzó mojada.
Lupita se sentó frente a él y dijo que no le había dado mucha vuelta. A la hora que saqué el papelito con la palabra del, de inmediato pensé en que del viene de él. ¿Quién es él? Él no es más que Él, el hijo de Dios, así que hice un letrero. Y fue a la barra y de la parte de abajo sacó una cartulina, rosa, con el siguiente mensaje: “Amaos los unos a los otros”. ¿Qué te parece? Pedro dijo: bonito, bonito. Se despidió. Siguió sin entender la relación. ¡Qué juego tan complicado!, pensó. ¿No era posible poner una mesa con libros e invitar a la gente a leerlos?
Le faltaba Ariana. Bueno, pensó, a ella le había tocado la más fácil: ¡libro! Pensó en la pareja de la cafetería. Ya no llovía. Desde la esquina miró el departamento de Ariana. Tenía luz. Cruzó hacia la otra banqueta y tocó el timbre. Soy yo, Ari, dijo. El ruido de una chicharra trabada sonó y Pedro empujó la puerta y subió los escalones. Sin preámbulo preguntó y Ariana rió. Ay, Pedrito, dijo, todo lo volvés una tragedia griega. Yo también pensé en lo primero que llegó a mi mente: libro, ¿qué libro? Libro un obstáculo, así que el día de la celebración mis sobrinitos me acompañarán y ellos le darán vuelta a la cuerda para que los invitados libren el obstáculo. ¿Brincar la cuerda?, preguntó Pedro. Sí, dijo, Ariana, sonriente. Pero ¿y el libro? ¿En dónde quedó?, insistió.
Es un juego, Pedrito, dijo Ariana y le ofreció un jugo de naranja. Pedro recibió el vaso, se sentó, estiró las piernas y dijo: ¿Por qué no me ayudas? A mí me tocó la palabra día. ¿Qué hago? Sí, te ayudo, dijo ella. A ver, ¿qué pensás a la hora que digo día? Hmmm, no sé. ¡Decí lo primero que se te ocurra! ¿Día? No sé, ¡noche! Ah, pues ahí está, ya lo tenés. ¿Viste qué fácil? Sí, ¿verdad? ¡Claro! Bueno, Pedrito, no te corro, pero ya está lista mi agua, me voy a bañar. Pedro apuró el jugo y se despidió.
¿Noche? ¿Día? ¿Qué tenía que ver esto con la celebración del Día Mundial del Libro? Imaginó entonces a sus amigas en el festejo: Lupita, en el parque, mostrando su letrero a todos los que ahí llegaban; Ariana y sus sobrinos invitando a todos a brincar la cuerda, y a Manuela ofreciendo las tostadas con betabel, las famosas chalupas de “El Mundial”. Metió las manos en las bolsas de su pantalón y caminó con rumbo a su casa. La noche ya había llegado y la llovizna apareció de nuevo. Pensó en la pareja del café: ella era como el día y él era la noche, pero todo esto ¿qué tenía que ver con el libro?

miércoles, 18 de abril de 2012

LOS ESE-ESE-BES




Lo hacían por travesura. La barda era alta, medía más de dos metros. Chava apoyaba sus manos sobre los ladrillos y los demás trepaban por encima de su espalda, colocaban los pies en sus hombros y alcanzaban la cumbre. Montados, como si fuese el lomo de una bestia enorme, estiraban los brazos, Chava se cogía de las manos y subía, raspando su panza contra la barda.
Una vez arriba, todos colocaban su mano como visera para evitar la ofensa del sol y miraban hacia donde estaba el templo, el parque y la cervecería; miraban a la gente caminando por las banquetas con rumbo al mercado. Quienes caminaban por ahí, como ya conocían sus travesuras, cambiaban de banqueta. Les temían.
Lo hacían por mera travesura. Habían comenzado como juego y como juego lo seguían haciendo. Pero, un mes después de haber iniciado decidieron formalizarlo con un nombre. Si la travesura era mutilar nombres, su Asociación debía tener un nombre: “Sociedad Secreta de Bes”. Entre ellos la llamaron Ese-Ese-Bes.
Una vez que estaban sobre el lomo de la barda miraban los objetos, construcciones, animales y personas. Chava era el de ojo más entrenado (era un don natural). En cuanto hallaban un objeto que tuviese una “b” entre su nombre ¡lo mutilaban!
Al principio la gente no lograba explicarse cómo las cosas perdían su esencia. El primer día que los Ese-Ese-Bes subieron a la barda de la escuela preparatoria y a Chava se le ocurrió jugar con la estructura y dijo las palabras “mágicas”: ¡Que la “b” de la barda se vuelva “v”, vuele y luego se convierta en nada!, los muchachos fueron a dar al suelo a la hora que la barda se deshizo como caña endeble, pues la “arda” era una palabra que debía hallar su vocación.
Por esto, Rafa, al día siguiente, cuando subieron a la barda del estacionamiento de don Chente, dijo que, por favor, a nadie se le ocurriera mutilar lo que les servía para hacer sus juegos. Gamaliel estuvo de acuerdo y sugirió que nadie jugara con los brazos de los familiares. ¡Todos estuvieron de acuerdo!
Doña Epifanía fue la primera mujer que fue objeto de la travesura de los muchachos. Ella caminaba, con prisa, rumbo al templo. Encima de la blusa llevaba un chal oscuro. Chava la vio y dijo: ¡Que la “b” de la blusa se vuelva “v”, vuele y luego se convierta en nada! El movimiento de doña Epifanía fue inmediato, se llevó los brazos a los pechos al sentirse casi desnuda. Los muchachos, desde el copete de la barda, se rieron como caballos, relincharon que dio gusto. Doña Epifanía salió corriendo y se refugió en la estética de Andrea. “No sé, no sé -decía doña Epifania, con el rostro desencajado-. Estoy segura que fueron los malcriados de la barda”. Tal vez le quitaron la blusa con un gancho. Sí, tal vez, dijo doña Epifanía.
Las travesuras oscilaron entre las irrelevantes (el balón de los niños del quinto grado se volvió globo desinflado a la hora que quedó sin la “b”. Como se convirtió en “alón” voló, voló y en el aire se evaporó), hasta las inquietantes (cuando el balcón de Palacio Presidencial perdió la “b”, el presidente con toda su comitiva se vino al suelo, en la noche del Grito de la Independencia).
Lo hacían por travesura, hasta que fastidiados de tanto subir y bajar de la barda, una tarde decidieron terminar con el grupo. Se tomaron de las manos y, al estilo de los jugadores de básquetbol, gritaron una consigna y se separaron, acaso para siempre.
A veces, alguno de ellos siente nostalgia por el juego y sale a la calle, mira un baúl y le mutila la “b”; a veces otro entra al templo y mira la imagen del beato Juan Pablo II y mutila las “bes”. Lo hace sólo por travesura. Al día siguiente reponen el baúl y la imagen de bulto y el pueblo los soporta y les tolera sus nostalgias juveniles. Todos ya están viejos y tienen barba, arba, ara…

lunes, 16 de abril de 2012

EL COLOR NATURAL DE LOS OJOS




A veces divido el mundo en dos: ayer lo dividí en mujeres que son como cabellos de color azul, y mujeres que son como cabellos sin teñir.
La mujer sin teñir es como el ojo que no parpadea, como una niña que se esconde dentro de una caja de cartón; come dulces como si el mundo fuera un corazón de paredes invisibles. Brinca la cuerda con los pies descalzos, con los pies envueltos en fuego.
Es una mujer que acepta la edad de la estrella; no riñe con los rinocerontes que le aúllan a la luna. Adora las hendijas por donde siempre se cuelan los rayos de luz, los rayos que buscan los pisos para dormir y soñar. Por esto, la mujer sin teñir vuela por todos los cielos ignorando las ollas donde, en Oaxaca, meten la hilaza para grafitearla con rojo añil, con amarillo cáscara de granada.
Ella descuelga todos los vestidos que el viento pone a secar; todos los papalotes que bailan en las tardes de junio. Es como un pez que no necesita el agua, que se escapa de las peceras donde los rascacielos juegan con la panza de la nube mayor, la que es vecina de la Osa Menor.
Sus pies tienen la ilusión de las calles que nunca han sido remodeladas, pero que conservan el corazón de todas las huellas (por esto es difícil hallarla en Tuxtla Gutiérrez). Su corazón no necesita anuncios con neón, ni platos con sopa de chopsuey, le basta con embarrarse un poco de pozol, o una miga de “suspiros” de Chiapa de Corzo.
La mujer sin teñir mira cine, se pone audífonos para entrar al Metro, toca la guitarra que un japonés lleva siempre colgada al pecho (aunque los críticos dicen que es cámara fotográfica), por esto sus ojos tienen las mejores imágenes musicales.
Camina como si fuera la chica de Ipanema, como si en su entrepierna un sapo bailara bosa-nova. Tiene los ojos como almendras, como comida de gato huevón, de esos gatos que siempre están tirados con la panza mirando el cielo.
No todo es como una luz de escenario. Hay tardes en que siente una nostalgia de Sena sin agua, de París sin torre, de Tuxtla Gutiérrez sin calor de treinta y dos. En esas tardes se compra un helado de coca y tira la cola. Tira la cola, con la misma facilidad, con que la serpiente se encuera y deja su piel colgada en la parte más alta del hueco más profundo.
Descuelga los rayos de la luna y con ellos construye un piano (también de cola, que luego aventará en cualquier antro). En noches así, ella toca la flauta de su amado y cree que el color azul de su pasión no debe modificar el color original de la teoría de Einstein y sube a un tren y dice que el tiempo del que viaja es diferente y morado, con respecto del que se queda en el andén.
Timbal es su corazón, saxofón su vientre y viola su entrepierna. Todos los conciertos de su vida son blancos, porque blanca su alma, porque blanco el micrófono donde vomita sus penas, porque blanca la tela donde Dios enjuga sus sonrisas y sus frustraciones.
La mujer sin teñir tiene el cabello del mismo color de la cinta donde los pájaros enredan sus vuelos; del mismo color de la línea donde el desesperado ahorca su vida.
Ella “desantorcha” las “enredas” y baila como si una pulga contara cuentos entre sus sillas. Sabe que no hay ventana más luminosa que la ventana por donde un brazo carga el color del arco iris. Cuando está al lado de su amado le pregunta, con mirada de silla vacía: “Mi vida: ¿es auténtico el color de tu tristeza?” y, entonces, sube a una silla y juega a que Tarzán busca a Jane.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como columnas blancas, y mujeres que blanquean sus columpios.

sábado, 14 de abril de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO DOMINGO PUEDE SER DE RESURRECCIÓN




Querida Mariana: un camino siempre lleva a otro. Digo esto porque yo andaba “viajando” por París, cuando Paty me envió al mercado Primero de Mayo, a comprar carne para sus tortugas. ¿Carne? ¡Sí, carne! No sé si en el mundo existe gente que alimente a tortugas con carne de res, pero Paty tiene tortugas carnívoras (si de esto se entera la Asociación Protectora de Animales, no sé que diría). Esto fue a las ocho de la mañana del Domingo de Resurrección. Días antes, el Martes Santo, Malena hizo favor de traerme, desde Tuxtla, los ejemplares de mi novelilla “Yo también me llamo Vincent”. Con una tijera corté la cinta, abrí la caja y saqué un ejemplar. ¡Ah, olor a libro nuevo! En la contraportada leí lo que los editores escribieron de mi obra: “…al más puro estilo Vila-Matas, en este volumen se entrecruzan la metanovela…”. ¿El estilo Vila-Matas está inmerso en mi novelilla? ¿Escribo metanovelas? ¡Uf! Yo pensé que escribía al más puro estilo Molinari y que escribía cosas sencillas y no complejas como eso de ¡metanovela!
Y digo que el domingo “viajaba” por París, porque, desde el sábado, andaba metido en el libro de Ernest Hemingway: “París era una fiesta”. Buscando a Vila-Matas me topé con Hemingway, te digo que un camino siempre lleva a otro. Por ejemplo, ese domingo, a la hora de ir por el camino que me llevaba directo a la carne de las tortugas, me topé con el camino donde se escribió la historia de Diego, el loro perdido y hallado en la copa de un árbol. ¡Ah, si hubieras estado conmigo, habrías gozado ese instante, de la misma forma que lo gozó la veintena de turistas y comitecos que andaba por donde está la fuente, frente a Santo Domingo!
Sé que Vila-Matas es un famoso escritor español, pero nunca lo he leído. Si los redactores del texto de contraportada dicen que mi novelilla tiene el “más puro estilo Vila-Matas”, pensé: ¡debo leerlo! Entré a Google y teclee su nombre: ¡miles de referencias! Entré a una, donde, de principio dice que: “está considerado actualmente como una de las voces narrativas más interesantes del panorama editorial español.” ¡Ahí me topé con Ernest!
¿Lo mío es una metanovela? ¿Un texto donde, desde la literatura, se aborda el proceso de creación de la literatura? ¡Dios mío, esto es como enterarse de que hay tortugas que comen carne! ¡O toparse de pronto con un grupo de personas que mira hacia arriba, hacia la copa del árbol, porque ahí está un loro que se llama Diego!
¿Qué comen los loros, querida mía? Paty tuvo un loro que se llamó Paco y, hasta donde recuerdo, comía pedazos de elote hervido.
Los loros son maravillosos, por su capacidad de “hablar”. El loro de Paty (Paco1) no era tan hablantín como el loro de Sonia (Paco2). Tal vez Paco1 era como yo y contaba historias sencillas; a diferencia de Paco2 que cuenta historias supremas, un poco al estilo Vila-Matas. Es tan hablantín el Paco2 y pepena tantas palabras que una vez comenzó a decir majaderías. Esto era inexplicable porque siempre había sido un loro educado. La razón fue que, en la casa vecina, un grupo de albañiles trabajaba, de siete de la mañana a las cuatro de la tarde. ¡Ah, tiempo suficiente para recibir un curso intensivo de leperadas! Cuando Sonia descubrió el motivo del cambio de vocabulario de Paco2 fue a hablar con el maestro albañil, le explicó y, con una sonrisa de poza de Uninajab, le pidió al maestro que, por favor, exigiera a sus chalanes no volvieran a gritar majaderías. El maestro, apenado, dijo: “Sí, maestrita, esto no se volverá a repetir”, y a grito pelado, dio la orden de inmediato: “A ver ustedes, hijos de la chingada, hagan favor de no estar gritando pendejadas, porque el cabrón loro de la maestrita se está volviendo un pinche malcriado”.
“Diego” es un loro decente, hasta donde alcancé a oír ¡nunca dijo una malcriadeza! Te cuento: yo caminaba con rumbo al mercado cuando, al bajar las gradas del parque, vi a un grupo de personas que miraba para arriba. Me uní al grupo de mirones y oí al loro, que estaba en un árbol. Nunca logré descifrar lo que el loro decía, pero una señora aseguraba que a cada rato decía su nombre: ¡Diego! “Es de casa”, dijo un muchacho con peinado punk. “Sí, quién sabe cómo llegó hasta este árbol”, agregó una muchacha bonita. Yo trataba de ubicar al loro, pero entre tanto verde no lo distinguí. Alejandra González Pulido y su hijita se acercaron a saludarme. “Años de no verte”, me dijo y yo dije que sí, añísimos. Nos dimos un abrazo, con afecto. No dijimos más. Tratamos de ubicar al loro que hablaba y hablaba, mientras un hombre, vestido con traje de manta, se quitó los zapatos y comenzó a subir por el tronco. Alejandra dijo que el tipo agarraría al loro, le quitaría las alas y luego lo vendería. Un turista, con acento de yucateco, también molesto, dijo que era una pena que la policía no impidiera eso. El grupo de policías (de vialidad), igual que las demás personas, miraba la acción y trataba de ubicar a Diego, que en ese momento ya era la atracción principal del parque. Algunos automovilistas se paraban y preguntaban qué sucedía. Cuando el hombre de manta llegó casi a la punta del árbol cortó una rama y con ella trató de ubicar al loro. En este instante, el turista yucateco insistía en que alguien debía impedir eso, que ese tipo no tenía derecho a apropiarse del loro. Yo pensé en la posibilidad de que el hombre, al intentar subir a la punta, donde, sin duda, estaba el loro, se cayera y todo se volviera una tragedia. La gente, de pronto, se puso de lado del débil y comenzó a gritar: “Vuela, Diego, Vuela”, mientras el hombre de manta continuaba en su intento de atrapar al loro. Un paisano dijo: “Volá, Diego, volá, no te dejés atrapar por el garrobo”. La hijita de Alejandra se unió: “¡Vuela, Dieguito, vuela!”. El hombre ya estaba a punto de alcanzar la punta. Los dos amigos del hombre que habían quedado abajo le gritaban: “Agárralo con tu camisa”. Yo pensaba en la caída del hombre. El turista, tal vez, rumiaba lo absurdo de la historia. Alejandra gritó: “Huye, Diego, huye”. Entonces el parque tomó un color de oro que me deslumbró y escuché algo como una ola gigantesca. Yo, volteé para todos lados y vi a la gente gritar, brincar, aplaudir y señalar el cielo: ¡Diego había volado! Fue como si un inocente, condenado a muerte, a última hora, le salieran alas y volara, volara, muy lejos. Alejandra reía y aplaudía como tal vez nunca lo hizo. Su hija hacía lo mismo, todos los demás hacían lo mismo, celebrando que el hombre garrobo no hubiese logrado el objetivo de apresarlo. Diego ¡volaba, volaba ya lejos!, lejos de las manos de celda. Dios mío, volaba lejos, tal vez, en dirección contraria a su hogar. Yo, ya me conocés, tenía mis ojos llenos de agua, emocionado. El turista miró la copa del árbol y gritó: “¡A ver, a ver, platica con Diego!”, con acento de yucateco. Se lo decía al hombre de manta que, imagino, tardaba en bajar para que no se le notara el enojo y la frustración. “¡Qué bueno que Diego se salvó!”, dijo Alejandra, quien radica en Tuxtla y vino a su pueblo, de vacaciones de Semana Santa. El hombre de manta ya bajaba. Yo di gracias a Dios porque la historia había terminado bien. El hombre no se cayó, el loro voló y Dios, sin duda, ¡resucitó ese domingo!
No sé, Marianita bonita, si Diego regresó a su casa. ¿De dónde salió? Tal vez fue un descuido, tal vez sus dueños fueron a Uninajab de vacaciones y dejaron sin seguro la jaula y Diego se sintió solo, voló y llegó hasta ese pino del parque central y comenzó a platicar con el cielo. Alguien lo vio, señaló hacia la copa del árbol y la gente comenzó a reunirse y a mirar hacia arriba, como cuando alguien señala con un dedo y dice que aquello que se mueve no es un globo metálico y todos desean que sea un ovni.
Me duele pensar que Diego se haya extraviado y nunca vuelva a su casa. ¿Con quién platicará ahora? Dios mío, si el loro hubiese sido mío, yo oraría por su regreso, sin importar que volviera diciendo majaderías como el Paco2. Cuando los hijos vuelven agradecemos la luz del reencuentro, aunque ellos regresen con peinados punk o con piercing en la oreja o en el labio.
Ahora pienso que el turista yucateco tenía razón: la policía debió impedir que el hombre subiera al árbol, que asustara a Diego. La policía, o tal vez todos los que ahí estábamos viendo, debimos dar aviso a las estaciones de radio para que los locutores en turno dijeran que Diego estaba arriba del árbol, frente al Salón Lino Morales, del templo. Tal vez su dueña, de inmediato, iría al parque y, con un pedazo de elote hervido, llamaría a Diego: “Diego, Dieguito, muchacho bonito, acá está tu mamita”, y Diego respondería y, con cuidado, caminaría sobre una rama delgada y llegaría al extremo para que su mamita lo viera. Entonces todos podríamos ver a Diego, con sus colores verdes y la raya roja (o amarilla) de su cabeza que es como la cinta que usan los apaches.
Diego es un loro al más puro estilo Vila-Matas, ¡platicador de lujo! Es una pena que se haya espantado. Tal vez fue a dar a un patio donde aprenderá las majaderías que suelen decir los teporochos o las suripantas. ¡Dios mío! Los loros que no son de casa están acostumbrados a dormir en los árboles, no tienen empacho en empaparse con la lluvia, pero ¿Diego?
Yo estaba leyendo a Hemingway, estaba en la sala, llena de cuadros de Monet y de Picasso, del departamento de Gertrude Stein y Paty me sacó de ahí y me mandó a comprar carne para las torgugas. Yo, con paso de tortuga, gocé el trayecto, hasta que me topé con un grupo de personas que buscaba a Diego en la copa del árbol.
Regresé y, para no pensar más, “dejé” el Comitán de Diego y volví al París de Hemingway, al París de Monet, al París de todos los que aman a París, sólo para corroborar que todo camino siempre lleva a otro.

Pd: mi novelilla: “Yo también me llamo Vincent” es una ficción donde se cuenta la historia de un escritor que contrata a personas para que “actúen” como personajes de sus novelas. Su novela más reciente habla de Vincent Van Gogh. Para lograr la verosimilitud del personaje, quien “actúa” en el papel de Vincent se suicida, tal como sucedió con el famoso pintor. ¡Esta es la historia sencilla que cuento! ¡No más! Bueno, sí, algo más, todo sucede en nuestro pueblo: ¡Comitán! Y en Auvers, y en San Cristóbal de Las Casas y en un pueblo llamado Asunción. ¡Todo es ficción!
¿Metanovela? ¿Vila-Matas? ¡No creo, yo soy un escritor sencillo! Soy como Paco1 o como Diego. Por esto es que ahora, Marianita de mi corazón, me duele no saber en dónde está Dieguito. Es cierto ¡huyó del hombre de manta!, pero el mundo está lleno de hombres que atrapan a loros en redes de pescar y les quitan sus alas y los venden como niños adoptados, sin pensar en el vacío que dejan en sus casas de origen.

viernes, 13 de abril de 2012

P0R LOS OTROS




“No hagas cosas buenas que parezcan malas”. ¡Dios mío, cuántas cosas buenas se quedan sin hacer!”, dijo Arquímedes López, zapatero remendón del barrio de Santa Eduviges.
Eso es una mamada, dijo Eugenio que, cerveza en mano, sentado en una silla pequeña, acompañaba todos los días a Arquímedes, mientras éste clavaba clavos pequeños en las suelas retorcidas.
Sí, corroboró María, quien, con la bolsa del mandado, con el delantal puesto, había pasado a descansar tantito en el local de “El Pájaro con Suelas”, nombre del negocio de Arquímedes (por esto, muchas personas al zapatero le decían “El pájaro” y él respondía al saludo: “Con suelas”).
Sí, es una estupidez, dijo E y bebió un trago de su cerveza. Es una estupidez porque uno, si las cosas son buenas, ¡debe hacerlas, valiéndole madres lo que piensen los demás!
Sí, dijo M, dejando la bolsa del mandado en el suelo y aceptando la cerveza que E le ofreció. Yo, por ejemplo, dijo, sentándose sobre el mostrador donde A untaba resistol a una suela, yo hago lo que me viene en gana y me importa lo que digan los demás. Abrió sus piernas y acomodó su vestido como un caminito para que no se le vieran los muslos desnudos.
A suspendió el trabajo y vio la puerta por donde se miraba la plaza y la gente que descansaba en las bancas. Por ejemplo, acá, dijo, vienen muchas parejitas a besarse, a mostrarse su enjundia y cariño. Yo las miro y digo, qué chido que se quieran, qué bueno, porque al rato van a estar viejos y todo será tan cotidiano, tan jodido, porque la vida ¡es jodida! ¿A poco no?
Sí, dijeron M y E a coro y bebieron de su cerveza. E se paró y tomó otra cerveza y dijo: “A beber y a mamar que el mundo se va a acabar”. M rió, terminó se empinarse la cerveza y aceptó otra.
Lo que nos jode es la sociedad, el otro, el vecino, dijo E.
Sí, dijo M, como bien dice el pájaro, quién sabe cuántas cosas buenas se quedan sin hacer, todo porque los otros pueden pensar que son cosas malas. ¡Que se vayan a la chingada! (y a la hora que ella dijo pájaro, A dijo: “Con suelas” y E rió, columpió su cuerpo como hamaca en playa de mar).
Una vez, dijo M, yo tenía ganas de ir al mar, un fin de semana, meter mis pies en la arena y sentirlos calientitos, y lo hice, le dije a mi mamá y me fui, aunque mi mamá se quedó rezongando, maldiciéndome. Ya estando en la playa, busqué un lugar en donde no hubiera tanta gente y hallé un farallón donde estaba sola, sola, sola yo, con las olas acompañándome en su eterno ir y venir, en ese movimiento de ya llegué pero ya me voy, y ahora te beso y ahora te dejo, como si fuera pues una imagen de la vida, porque, como dice A, la vida ¡es jodida!
Sí, dijo A, por esto cuando miro a las parejitas buscando alivio a su ardor, en medio de esos trapos que nos protegen de la lluvia y del frío pero que resultan tan fastidiosas a la hora de descifrar la geografía de nuestros cuerpos y de nuestra pasión, me da mucho gusto y pienso qué bueno que se quieren, que se dejan ir como ríos a la mar, porque la vida es jodida y sí, el mundo se va a acabar, por esto hay que trabajar.
No, dijo E, bebiendo el resto de un sorbo. No, ¡hay que beber y mamar, beber y mamar!, pero, ¿qué te pasó en la playa?
¿Qué playa?, dijo M, pidiendo otra cerveza y subiendo su falda, como si el calor de la bebida le subiera desde los pies calzados con chanclas de plástico.
En donde estuviste, dijo E.
¡Ah –dijo M- la playa en donde estuve! Ya no me acuerdo. El cuento salió porque cuando estaba yo en la playa me quité el trapo de arriba y dejé liberados mis pechos y sentí lo calientito de la arena. Un tipo, salido saber de dónde, regaba arena caliente sobre mi seno y sentí rico, rico, pero luego me acordé lo que mi mamá siempre dice: “No hagas cosas buenas que parezcan malas” y me cubrí con mis manos y le aventé arena a los ojos del tipo y recogí mi brasier y salí corriendo. Cuando estaba como a cien metros volteé la mirada y miré al tipo que pataleaba sobre la arena y se quitaba la arena de sus ojos y gritaba. Las olas iban y venían y mojaban sus pies y él los alzaba como si el agua hirviera. Entonces pensé que yo no había hecho algo malo y él tampoco. Él, moreno bello, con su pelito ensortijado, como nido de pajarito.
A y E nada dijeron. Ya era hora de cerrar para ir a comer. M bajó del mostrador, limpió su falda, como si le quitara arena, tomó la bolsa del mandado, rodeó el mostrador y a punto de dar un beso a E se retiró y dijo: “No hagas cosas buenas que parezcan malas”, mentó madres y salió. En la plaza, una pareja, con temor, buscaba sus manos por debajo del suéter colocado sobre sus piernas.

miércoles, 11 de abril de 2012

ARENILLA PARA ANDREA NUCAMENDI SILICEO





Andrea es como el viento, pero no puede desconocer sus raíces de árbol. Es una melómana apasionada, pero despistada. La pasión le viene de herencia, de la herencia materna y de la paterna (su abuelo materno, Carlitos, es un gran cantante, un gran bohemio; y por la otra rama, basta recordar a su papá Manolo, con la pipa, escuchando jazz, en el corredor de su amplia casa). ¿De dónde le viene el despiste? ¡Del viento! Porque también el ímpetu del viento ¡le viene de herencia! Por esto no se quedado tranquila en un lugar. Cuando cumplió los diecisiete salió de Comitán y fue a Colombia, allá estudió Artes Visuales en la Pontificia Universidad Javeriana; luego regresó a México y continuó sus estudios en la Universidad de Veracruz, en Jalapa, y ahora, apenas ayer, apenas mañana, voló para Ginebra, Suiza, y por allá anda enredando su viento en saber qué nieve, en saber qué granizado.
Andrea es ¡el viento! En apariencia, todo a su paso queda inalterado cuando pasa, pero luego, cuando el que queda revisa los papeles y los chunches de la mesa, encuentra que debajo de ellos hay algo como un aire que retoña, que da renuevo a lo que llamamos vida, es entonces cuando descubre que por ahí anduvo Andrea ¡papaloteando! Andrea es un viento apasionado y despistado. Sólo aquella vida que no sigue la raya es digna de llamarse ¡vida!
Andrea es ¡la vida!

1.- ¿Cuál es la "cereza" que debería coronar todos los pasteles del mundo?
El goce total de cualquier ocasión, así sea un momento de tristeza o furia. Yo no siempre lo logro.

2.- Si jugás a ser Sísifo, ¿cuál es la piedra que no tolerás?
Que algo que disfruto se vuelva cotidiano.

3.- ¿Qué completa lo incompleto?
La parte contraria.

4.- ¿Qué pieza le resulta difícil de hallar al coleccionista de furias?
La templanza.

5.- ¿Cuántos años se acumulan en lo inexplicable?
Ninguno, lo inexplicable es infinito, incalculable.

6.- ¿Qué edad es propicia para asomarse por encima de la barda del misterio?
La edad más inocente.

7.- Si la miseria entra a la casa ¿sobre qué petate acuna sus sueños?
Sobre el más cómodo, pues si ya es miseria al menos que esté cómoda.

8.- ¿Cuál es el mejor pretexto para escribir un texto?
Las ganas.

9.- ¿Qué diferencia fundamental existe entre el agua del Sena y el agua del Río Grande, de Comitán?
... que unas fluyen aquí y las otras allá.

10.- Si el suelo fuese un espejo ¿cuántos hombres y mujeres estarían siempre de rodillas, admirándose?
O ¿cuántos caminarían con vértigo por la vida?

(Andrea Nucamendi Siliceo, nació el 16 de junio de 1986, en Comitán, Chiapas. Estudió Artes Visuales. Dice que su inclinación visual y técnica es ¡el dibujo!, de ahí parte. Actualmente radica en Ginebra, Suiza).

lunes, 9 de abril de 2012

EN LA PANZA DEL JAIME SABINES




Esta mañana llegarás con tu cara de chupamirto asombrado e instalarás tu changarro a mitad del lobby en el Centro Cultural Jaime Sabines, en Tuxtla Gutiérrez. Acudirás a la Firma de Libros de tu novelilla más reciente: “Yo también me llamo Vincent”. Lo harás en el mismo lugar donde, a principios de siglo, presentaste la exposición de “Los ex votos del Nuevo Milenio”.
Lo de instalar changarros a mitad de recintos o en las plazas o en las calles, no te resulta una práctica novedosa, porque, puede decirse, estás acostumbrado. En Puebla, durante varios años instalaste tu changarro a mitad de la Plaza “Los Sapos”, los sábados y domingos. Llegabas temprano, cargando dos bolsas, extendías sobre el suelo el paño de color verde, y, cantando en voz baja, casi sorda, sacabas las cajitas que ahí vendías. Colocabas cada cajita como quien acomoda el universo. Luego te sentabas en una silla chaparra y esperabas que la plaza se llenara de curiosos y de verdaderos coleccionistas. Algunos pasaban y casi casi pateaban tus cajitas; otros se maravillaban con tus dibujitos y, a veces, alguien pensaba que no podría vivir el resto de su vida sin esa caja y sacaba los dólares y te pagaba. Ese día, como dicen en tu pueblo, llegabas a tu casa, en la tarde, y comías “con manteca”.
Estás acostumbrado a ofrecer mercancías como si fueses uno de esos merolicos honestos que, en las plazas, atraen a la gente, porque siempre es bueno recordar que hay muchos charlatanes que ofrecen productos piratas. Por esto te gusta poner las manos como megáfono y gritar: “Que no le digan, que no le cuenten, porque a lo mejor le mienten. Acá vengo a ofrecerle una novelilla chirindonga, para alimentar el color de sus madrugadas. ¡Llévela, llévela! Le curará la uña enterrada, el sarpullido de los entrecordios y el mal de amores. ¡Llévela, llévela, con dibujito y autógrafo del autor!”.
Estás acostumbrado a montar changarros, como si todos los espacios fueran los territorios de las ferias o de los mercados sobre ruedas. El año pasado, en tu pueblo, hiciste una Firma de Libros en el “Café, Canela y Candela” y todo fue como una gran fiesta. Acudieron muchos lectores y compraron tu libro “Conjuros” y vos firmaste los libros y les hiciste un dibujito. Porque te gusta que tus lectores se lleven un original y que lo cuelguen en la pared más ancha de su corazón. Porque no sólo palabras embarrás en los papeles, también, como si fueras alumno de Jardín de Niños o sobrino nieto de Remedios Varo, te encanta dibujar.
Llegarás al Centro Cultural Jaime Sabines, de Tuxtla, e instalarás tu changarro. Harás una pila con los librincillos y te sentarás (como si fueses una de esas viejas que leen la mano o el poso de la taza de café). Te sentarás con la misma ilusión y desesperanza del viejo vendedor de telas que dormita detrás del mostrador de madera.
Pero, como has vendido de todo (menos tu dignidad) esperarás vender el producto cultural más rejego de esta patria: el libro. ¡Ah, otra cosa sería si vendieras celulares, Ipads, turuletes, calzones, calcetines, sonrisas, condones o autos del año! Pero como no hay peor lucha que la Lucha Villa, como si estuvieses en la explanada de La Villa, te encomendarás a la Virgencita y ofrecerás tu novelilla a todos los que pasen frente a vos, mientras el sudor te empapará la frente. A vos, que tan acostumbrado estás al clima benigno de tu pueblo.
Estarás ahí, a mitad del lobby, como un cactus sin agua. Estarás de once de la mañana a una de la tarde y de cuatro a seis de la tarde. A esta última hora recogerás tu itacate y volverás a tu pueblo, con un solo pensamiento: ¡lo volvería a hacer! ¡Total!

jueves, 5 de abril de 2012

PARA ALIMENTAR LA FICCIÓN (Última de dos partes)





Leí un fragmento de “El Principito” y concluí mi participación con lo siguiente:

¡Ah, fue la más grande revelación de mi vida! Le pedí el libro a mi mamá, me senté en una bardita de la casa y, mientras los pajaritos revoloteaban sobre el árbol de durazno, comencé a leer el libro. Llegó la hora de la cena y yo no quería desprenderme del libro. ¡Me había cautivado! “El Principito” no sólo hizo el prodigio de convertirme en un lector de tiempo completo, también hizo el prodigio de invitarme a dibujar y desde entonces dibujé mucho, mucho. Ya ustedes entenderán entonces que mis tardes fueron bellísimas, con la lectura de muchos libros y con miles de dibujos que hice en cuadernos. Por esto yo les aseguro que nunca, nunca, me aburro. Cuando el aburrimiento se sienta a mi lado, yo lo pateo, saco mi libreta y dibujo o saco el libro que siempre llevo y leo y me divierto mucho, muchísimo.
Desde entonces, y de eso ya tiene más de cuarenta y cinco años, no he dejado de leer. Cuando terminé ese libro le pedí otro a mi mamá y luego otro; cuando los libros de la casa se terminaron fui a la biblioteca del pueblo y pedí que me prestaran un libro y luego otro; y luego fui a la librería y compré mi primer libro y luego otro. Y ahora, Dios mío, ¡qué bendición!, todos los días leo, porque la lectura me ha permitido conocer otras tierras y otros mundos. Desde el lugar que esté puedo, gracias al libro, viajar a La India, a la luna, al desierto, al fondo del mar. A veces me siento en la banca del parque y los que ahí están no saben porqué sonrío, no saben que yo estoy caminando por el Pont des Arts, de París; no saben que yo estoy en una banca del colegio donde Harry Potter está aprendiendo hechizos.
Quienes leemos ganamos luz y la luz jamás ha sido aburrida. La oscuridad es la que nos convierte en hombres tristes.
En las grandes ciudades, el tiempo corre, vuela, por esto, a veces, la gente no se da tiempo para sentarse en el corredor de la casa, tomar una taza de té, abrir un libro y vivir otras vidas.
Ustedes no lo saben, pero existe un pueblo que se llama La Trinitaria, es un pueblito maravilloso en donde el tiempo da para todo. Los habitantes de ese pueblo corren el riesgo, a veces, de caer en las garras del aburrimiento. Para evitar esa plaga yo recomiendo la lectura, el objeto cultural más bello que ha inventado el hombre.
Y ahora no sólo leo libros, ahora, también, escribo libros. El miércoles 11 de abril estaré en la cafetería del Parque, de once a una de la tarde y de cuatro a seis de la tarde, vendiendo mis libros y dando autógrafos de mi novelita más reciente, que se llama “Yo también me llamo Vincent”. Escribo libros porque estoy convencido que los libros no son aburridos, al contrario, abren puertas a la imaginación y los hombres deben imaginar otros mundos, porque éste, en el que vivimos, ¡no es suficiente!

lunes, 2 de abril de 2012

PARA ALIMENTAR LA FICCIÓN (Primera de dos partes)





El viernes 30 de marzo participé en el Foro “Mi gusto por la lectura”, en La Trinitaria. Acudí a invitación de las autoridades del CECyT 08. Comparto con mis lectores el textillo que leí:

Ustedes no lo saben, pero existe un pueblo que se llama La Trinitaria; un pueblo que antes se llamó Zapaluta. En ese pueblo hay gente que no le gusta el nombre anterior y ¡esto es una pena! Es una pena porque el nombre de Trinitaria es un nombre común en el mundo, en cambio, el nombre de Zapaluta ¡es único en todo el universo!
Ese pueblo es pequeño, algunos dicen que es un pueblo triste, porque en sus tardes algo como una niebla de nostalgia cubre el parque y las frondas de los árboles. Yo conozco ese pueblo. ¡He estado ahí!, y digo que es un pueblo maravilloso. Un pueblo donde el tiempo camina sin prisa.
En las grandes ciudades el tiempo se ha convertido en un gran maratonista. Todo mundo anda con prisas y no tiene tiempo para ver el cielo estrellado a esa hora de la madrugada. Uno podría pensar ¿entonces para qué se levantan tan temprano?
Bueno, a veces, en las grandes ciudades no es posible mirar el cielo porque está cubierto por una nata de smog.
Los hombres de las grandes ciudades, al contrario de quienes habitan en pueblos pequeños, no disfrutan de lo más elemental y sencillo de la vida. A los citadinos se les va la vida en perseguir la vida y cuando la alcanzan ¡la vida ya se les fue!
En los pueblos pequeños, el tiempo da para todo. En ese pueblo que se llama La Trinitaria, la gente tiene tiempo para sentarse en el patio, mirar las flores, darle de comer a los pajaritos; tiene tiempo para subirse a un caballo y cabalgar por los bosques llenos de pinos.
La Trinitaria no es Tuxtla Gutiérrez, no es París, no es Las Vegas, no es el Distrito Federal. Por fortuna, La Trinitaria es un pueblo único, maravilloso. Dichosos los niños, jóvenes y adultos que viven en ese pueblo, porque tienen tiempo suficiente para vivir.
A veces, en los pueblos pequeños el tiempo es tan largo que la gente no sabe qué hacer con él y corre el riesgo de aburrirse, aburrirse de la misma forma que se aburren los hombres de las grandes ciudades. ¡Dios mío, la aburrición es la plaga de los siglos! Pero, ¿por qué se aburre la gente? No sé, porque yo, se los juro, nunca me he aburrido en mi vida. Jamás.
Déjenme que les cuente por qué no me aburro. No me aburro porque siempre estoy realizando una actividad.
Una mañana, cuando era niño, descubrí que el aburrimiento quería entrar a mi casa, a mi cuerpo.
Esa mañana cuando el aburrimiento se sentó a mi lado y quiso ser mi amigo yo miré que no era buena compañía. No me gustó su cara, no me gustó su gesto, no me gustaron sus modales, su modo de sentarse, su modo de hacer nada. Así que decidí, en ese momento, nunca ser su amigo. Pero, ¿qué debía hacer entonces para no aburrirme?
Quienes, de niños, tienen amigos o hermanos nunca se aburren. Juegan mil juegos. Yo soy hijo único, mis papás no me dejaban salir de casa, así que no tenía manera de jugar los mil juegos que jugaban afuera, en la calle: canicas, obliga, fútbol, escondidas, yoyo, trompo o carritos. Tenía unos compañeros en la escuela que me contaban que en las tardes se juntaban a jugar circo. ¿Circo?, preguntaba yo. Sí, me decían. Uno era el trapecista, otro era un payaso que contaba chistes, había otro que hacía trucos de magia y uno más había entrenado a su perrita que brincaba sobre una valla y cruzaba por en medio de un aro lleno de fuego. ¡Dios mío, qué maravilla!, yo imaginaba esas escenas y me emocionaba. Los compañeros de la escuela cobraban cincuenta centavos la entrada. Todas las tardes, los vecinos del barrio llegaban, se sentaban en sillas de madera y esperaban que el maestro de ceremonias anunciara: “Los artistas del circo “La Ardilla” les dan la bienvenida. Disfruten la función”. María, hermanita de uno de mis compañeros de escuela, la niña más bonita del pueblo, salía al centro del patio, con los brazos en el pecho, abría los brazos y todos los espectadores miraban cómo saltaba una ardilla. Por esto, el circo se llamaba así. Pero como yo era hijo único, cuidadito y mis papás no me daban permiso para salir, no podía acudir a ver la función de teatro.
Como vivía en una casa enorme, el aburrimiento me jalaba y me invitaba a ser su amigo. Yo me resistía. ¿Qué hacer para no aburrirme? Le pregunté a mi mamá y ella me dijo: ¡Lee un libro!, y me llevó a su recámara y me dio un libro.
“¿Qué -dijo Sara, la sirvienta de la casa- estás loco? Los libros son aburridísimos”. Dios mío, yo creía en todo lo que me decía Sara. Así que me sentí muy mal, pues, en intento de huir del aburrimiento, me había hecho su cómplice y había puesto el mal sobre mis manos. Tiré el libro. Cuando le conté a mi mamá lo que Sara me había dicho, mi mamá dijo que eso no era cierto y entonces me leyó la primera página del primer libro que leí y que ahora comparto unas líneas con ustedes, porque casi casi estoy seguro que lo han leído: El Principito, de Antoine de Saint Exupèry