lunes, 13 de agosto de 2012

A LA HORA DE ALZAR LA MANO




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en mujeres que se derriten con el viento y mujeres que se deshacen a la hora del adiós.
La mujer que se deshace a la hora del adiós tiene la tristeza de la calle al cesar la lluvia. A mí me conmueve su soledad de alberca sin agua. Cuando ella despide a su amado es como el tren que avanza sobre un puente de madera podrida.
A veces la veo hundirse en el agua de su desaliento y alzar los brazos, como si fuesen alas, a la hora que dice adiós.
No mira el cielo, porque tal rutina es como el trapo sucio de aquéllos que se sientan en el parque sólo para ver a las palomas comer migas de pan. Es tan frágil como el sueño de un borracho tirado a mitad de la banqueta. ¿Por qué algunos alcohólicos no alcanzan a llegar a sus casas y se quedan tirados en cualquier portal? De igual manera, la mujer que se deshace a la hora del adiós, no le alcanza el viento del pañuelo para suspender el vuelo. Sus amados siempre se están yendo, siempre abandonando los sueños que plantaron un día en su cuerpo. La vida no le alcanza, porque la vida enseña que cuando ocurre un adiós un hueco se abre en la flor infinita.
A veces la veo advertir la llama del fin de semana, cuando todos se disponen a subir al árbol para desgajar los frutos; la veo descubrir el fuego que cae del cielo mientras la lluvia preludia el abandono.
Sabe, bien que sabe, que la playa es el territorio donde el amante descubre el adiós del aire y del agua; sabe que el sonido de un piano es el hielo en un vaso con ron, porque es en los bares (sentada en mesas con patas cojas, debajo de lámparas que son como luciérnagas), donde ella busca la piedra que le sirva para sostener su vida. Ahí, en la mesa del fondo, en medio de las risas de los borrachos y de los carmines de las putas con faldas a mitad del muslo, ella se sorprende dibujando la escalera que la lleve del hueco al cielo.
A veces deseo quitarle esa tristeza de escenario vacío, de cenicero repleto de colillas; a veces deseo colocarle en su rostro un reflector de sol, un espejo de nube; pero es imposible, porque su destino es el mismo que define la vocación de la arena en el desierto.
La veo en un balcón, tejiendo un suéter o un chal, y sus ojos tienen el color del muro que se consume debajo de una enredadera. ¿Quién, ante una enredadera llena de vida, mira los ladrillos que, debajo, se asfixian?
Cuando camina por la calle es como si fuese una hoja seca llevada por el viento; se mueve con la misma ansiedad con que una ventana recibe la tormenta.
Cuando habla lo hace con la miseria de la mano que pide limosna en una callejón, a medianoche.
Cuando sueña, sueña con la misma amplitud con que el niño se derrumba ante la confusión de sus deseos. Cuando llora, llora con el mismo hueco del viejo que abre la puerta esperando hallar al hijo que un día, sin aviso, abandonó la casa.
La mujer que se deshace a la hora del adiós es un paraguas siempre arrumbado en la esquina de la sala; es un color que se consume cuando una mujer descubre que el unicornio no es más que un árbol sin plumas.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como la tapa que cubre el vacío y mujeres que son como el abrazo que nunca se da.