miércoles, 1 de agosto de 2012

¿CÓMO ESTÁ SILVIA?




Leo “Personas”, de Carlos Fuentes. En cuanto abrí el libro me topé con una foto de Silvia, su esposa, hoy su viuda, y recordé otra Silvia que quién sabe quién fue o es.
La Tristona se sentaba en la tercera banca del parque de San Sebastián. Pepe me dijo el otro día que ella ya murió. Se sentaba, desde las ocho de la mañana y se iba como a las dos de la tarde; sacaba un rimero de revistas viejas y hacía como que las leía. Los muchachos la molestaban: “¿Qué dice el mundo?”, le preguntaban en medio de risas. Ella no decía más que: “¿Cómo está Silvia?”. Cuando alguien caminaba en el parque y pasaba frente a La Tristona, ella alzaba la cara, y preguntaba: “¿Cómo está Silvia?”.
Carlos Fuentes tuvo dos hijos con Silvia Lemus, su última esposa: un hombre (Carlos) y una mujer (Natasha). Alfonso me cuenta que cuando Carlos hijo murió sus papás estaban en Buenos Aires y cuando Natasha murió ellos estaban en Londres. Ambos muchachos murieron en México, uno en Puerto Vallarta y la otra en el barrio de Tepito, debajo de un puente peatonal, ¡Dios mío! Murieron un poco en la orfandad, porque sus papás viajaban mucho.
El libro “Personas” es un libro iluminador. Carlos escribe acerca de su cercanía y amistad con varios de los más lúcidos personajes del siglo pasado: André Malraux, Francoise Miterrand, Luis Buñuel (acá cuenta una anécdota donde Buñuel y Federico García Lorca se disfrazan de monjas, suben al tranvía y provocan a los pasajeros, imagino que subiéndose el hábito. Uno puede creerlo de Buñuel, pero cuesta trabajo imaginar al poeta jugando de esa manera, pero luego Fuentes dice que Buñuel aseguraba que más que en su poesía, Federico brillaba con su inteligencia cotidiana. ¡Pucha!). También aparecen Alfonso Reyes, Pablo Neruda y (¡cómo no!) Julio Cortázar. El libro es iluminador porque Carlos Fuentes no se concreta a contar anécdotas sino que va más allá: hace un análisis inspirador de sus obras y de la trascendencia de ellas en el desarrollo del pensamiento mundial. Al terminar el libro uno sale con una serie de nombres, aparte de los nombrados, para seguir acercándose al pensamiento contemporáneo. ¿Cómo no querer leer algo de Susan Sontag?
Cuando me enteré de la muerte de Natasha seguí dándole vuelta a la noticia durante mucho tiempo. Todavía lo hago. Imagino a la hija del escritor y de la periodista caminando en medio de la noche y disolviéndose, como bruma, debajo del puente. ¿Qué andaba haciendo a altas horas de la madrugada en Tepito? La noticia nunca fue más allá de consignar el hecho; luego enterraron la noticia y ya nunca se supo más. Uno entiende. Siendo hija de quien era lo más recomendable era bajar la cortina.
A veces, en la madrugada, vuelvo a acordarme de Natasha. Ahora, después de la muerte de Carlos, a mi memoria acude Silvia, la esposa. Cuando falleció el hijo, ella siguió haciendo sus entrevistas (entrevistas que son transmitidas en el Canal 22, de la televisión nacional), pero se notaba distante, perdida. Ahora, Silvia quedó sola, sin sus dos hijos y sin Carlos. Por esto, ahora a mi memoria viene el recuerdo de La Tristona y su mirada de hoja seca. Alzaba su carita, como pajarito por el borde del nido, y al que pasaba frente a ella le preguntaba: “¿Cómo está Silvia?”. ¡Qué Silvia, Dios mío!
Yo traté de averiguar, pero nadie me dijo. Amigos, vecinos de San Sebastián me contaron que ella no era de Comitán. Un día apareció, así como aparecen muchos personajes trashumantes, se instaló en la banca y comenzó a preguntar por Silvia. Otro día ¡desapareció!
Ahora ya no está. ¿Quién sabe en qué pueblo sigue sacando su bonche de revistas viejas y formulando su pregunta? A veces la mujer me daba más pena de lo normal y, a propósito, pasaba enfrente de ella y cuando me preguntaba, le decía: “Bien, muy bien. Silvia está muy bien”. Pero ella no cerraba ninguna grieta de su carita, seguía triste. No obstante, yo pensaba que en su interior algo se calmaba al saber que su Silvia estaba bien.
Ahora que murió Carlos Fuente, a veces, pienso en Natasha y en su mamá. Es cuando me convierto en el doble de La Tristona y, en la soledad de mi cuarto, pregunto: “¿Cómo está Silvia?”