lunes, 6 de agosto de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA LUZ SE DESPERDICIA


Con un abrazo solidario para Fer Figueroa Castellanos,
por la ausencia física de su papá.



Querida Mariana: las tragedias me ganan. Siempre he sido así. Ahora que están los Juegos Olímpicos no llaman mi atención los vencedores. Las historias de Phelps con sus veintitantas medallas de oro me valen un sorbete de vainilla. Las historias que me gustan son las que arañan mi corazón, las que son como Las Injusticias de Dios. ¿Por qué esta propensión a ponerme del lado de los jodidos? ¡No lo sé!
Vos no habías nacido en 1968, año en que se realizaron los Juegos Olímpicos en nuestro país. Pero yo ya tenía 9 años, andaba en la ciudad de México y veía por la televisión muchos de los juegos. Mi memoria ha olvidado tantito el momento en que el Tibio Muñoz ganó la medalla de oro en natación, pero lo que sí está tatuado en mi memoria y en mi corazón es la historia de un corredor de maratón de Tanzania. Vos sabés que la maratón es la última prueba de los juegos. Bueno, pues resulta que el día que se efectuó en la ciudad de México, el corredor de Tanzania (país que saber dónde se encuentra) quedó en último lugar. ¡Pucha, dirás vos, está muy jodido que yo tenga como prototipo al que llegó al final de la competencia! Ah, lo que vos no sabés, es la situación en que llegó.
Ahora, para mi disfrute masoquista, ya incorporé a mi memoria y corazón la historia de Shin A. Lam, niña de Corea que perdió en esgrima. Esta historia sí la conocés ya, porque se acaba de dar en estos juegos de Londres 2012. Ya muchos críticos han llamado a la historia como “El segundo más largo de todos los tiempos”. ¿Cómo es posible que le hayan robado su triunfo de manera tan absurda y tan prepotente? El otro día (como a las cinco de la mañana) entré a youtube y hallé el video que muestra cómo la niña Coreana se sienta en la duela de combate y llora, llora, llora por más de veinte minutos; llora la impotencia del que no puede ante el Poder.
Ya me conocés, mientras la niña Coreana lloraba yo hacía lo mismo, en la soledad de la sala de mi casa. Igual lloré cuando el corredor de Tanzania llegó al estadio de Ciudad Universitaria, de la ciudad de México. Cuando él llegó a la meta ya todos los competidores lo habían hecho, desde hacía mucho tiempo. El competidor de Tanzania (quién sabe en qué kilómetro de la carrera) sufrió una caída y se lastimó una rodilla. El compa se vendó y siguió corriendo ya casi caminando ya casi arrastrando la pierna, pero el tipo siguió, siguió y cuando ya medio mundo andaba en su casa él entró al estadio, entró porque tenía que terminar la carrera, porque el último lugar, a veces, es más importante que el primero. Cuando, al otro día le preguntaron cómo, a pesar del dolor, había seguido, él dijo que su país lo había enviado no para que iniciara la carrera sino para que la terminara. ¡Ah, pucha, qué maravilla! Ahora, la historia de este compa sirve como ejemplo de vida, como para decirle al mundo que… bueno lo que vos ya sabés. A mí las moralejas tampoco me sirven, pero lo que no puedo evitar es llorar cuando veo una imagen donde el tipo, arrastrando la pierna, sigue adelante.
Me provocó un gran dolor lo que le hicieron a la niña Coreana. Digo niña porque la vi así; porque, a pesar de estar ya grandecita y alcanzar el timbre, esa mañana o tarde o noche, ella se deshizo como se deshace el azúcar en el agua y buscaba a su mamá; pero su mamá saber dónde estaba y ella estaba sola en medio de la injusticia del mundo y, mientras millones de personas en todo el mundo lloraban con ella (porque ya descubrí que no sólo yo padezco este síndrome), ella era la niña más sola del mundo, metida en la burbuja del segundo más largo de la historia.
Así -lo imagino, lo sé- hay millones de historias en el mundo que no se ven por el televisor. Conozco personas que, con las rodillas del alma quebradas, igual que el compa de Tanzania, o atrapadas en decisiones de los Poderosos, igual que la niña Coreana, siguen caminando porque deben llegar y cuando llegan no hay quien los aplauda, los reflectores están apagados, pero ellos se dejan caer satisfechos sin saber bien a bien porqué sonríen, sin saber bien a bien para qué lo hicieron.