viernes, 10 de agosto de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL ORIGEN ESTÁ EN EL VIENTO




Querida Mariana: de niño, mis papás me llevaban a un rancho llamado Jixhil. El dueño era don Ernesto Domínguez y él era compadre de mis papás. Yo tenía siete años, era hijo único, consentido y no sabía nadar (a la fecha, niña mía, sigo siendo el mismo: soy hijo único, consentido y no sé nadar) A veces pienso que tampoco he dejado de ser ese niño de siete años. Íbamos en día domingo, mientras mi papá se sentaba en una butaca y abría la cerveza, mi mamá me ponía el traje de baño y me llevaba al canal de agua que llenaba el tanque (ahora le llamarían alberca). Al fondo del tanque había un molino con aspas de madera que era como una eterna rueda de la fortuna que se movía al ritmo fastuoso del chorro de agua.
Siempre que veo la película “Sueños”, de Akiro Kurosawa y disfruto el último de los sueños llueve espigas de luz en mi corazón, porque, indefectiblemente, aparece el recuerdo del Jixhil de mi infancia. La paz que las imágenes de Kurosawa trasmite son tan cercanas a las imágenes de mi niñez; el agua tiene la misma pureza, el mismo caudal de sencillez y de frescura.
Mi mamá se sentaba al lado de mi papá y recibía el refresco ofrecido por su comadre Consuelito. Yo los veía reír, los veía desde el canal. El canal era tan poco profundo que el agua me llegaba a mitad del pecho y tan angosto que mis brazos los colocaba a ambos lados. Cuando nadie me veía jugaba a ser atrevido y flexionaba mis piernas tantito para que el agua llegara hasta mi barbilla. Me sentía como uno de esos nadadores maravillosos que miraba en el cine y que se atrevían a nadar a mitad del mar sin miedo de tiburones o de orcas.
“¿Ya?”, me gritaba mi mamá desde el corredor de la vieja casa. “¡No!”, le decía. Me gustaba estar ahí y recibir el empuje del agua sobre mi espalda, empuje que era como un viento líquido. Me gustaba estar en el canal porque era el único lugar, aparte de la ducha de mi casa, en donde tenía contacto con el agua. Jamás atreví a meterme a una tina o a un chapoteadero o a una alberca (¡Dios me libre!).
El otro día, Mariana de mi viento, fui a Jixhil. De inmediato mi memoria afectiva recordó el valle. Llamé en una casa de enfrente. Una mujer salió y me dijo que ella podía llevarme hasta la casa y decirle a Steve (el actual propietario) que me permitiera ver el canal. La mujer abrió una puerta de barrotes húmedos de madera y entramos, caminamos por un bosque de espinos, hasta llegar a la casa. “Parece que don Steve no está”, dijo y ya íbamos a retirarnos cuando la puerta de la casa se abrió y Steve salió. La mujer explicó el motivo de mi presencia y el propietario sonrió y dejó que, por unos minutos, yo me embebiera del canal, del tanque y del agua que, a pesar de lo que dice el poeta, en Jixhil sigue siendo la misma agua que acoge el mismo viento.
Supe, amada mía, que igual que ese viento y esa agua yo sigo siendo el mismo niño. Steve me veía sin comprender porqué cerraba los ojos por un instante, pero yo no conozco otra manera de convocar los vientos que dejamos enredados en los lugares donde fuimos felices. Sabines (el poeta, por favor) dice que no debemos regresar a los lugares donde fuimos felices, pero yo digo lo contrario: volver a pepenar el aro de luz es la única manera de palpar la periferia de la vida.
Puedo decir que casi casi logré ver a mi padre (ya difunto), lo volví a ver sentado en la poltrona, con las mangas arremangadas de la camisa, lo vi bebiendo una cerveza Carta Blanca (él era distribuidor de esa marca en ese tiempo), lo vi reír. Supe entonces que todo es para siempre. Que la hoja de ciprés que pepené es la misma hoja que, desde siempre, me embarra el aire del agua.
Steve me dio la mano y entró a su casa. Yo caminé por el sendero en medio de los espinos, hice una pausa, sólo para embarrar de luz mi corazón, subí al carro y abandoné lo que llevaba, lo que llevo en medio del abandono