sábado, 18 de agosto de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO DIOS SE SUSPENDE EN EL VUELO




Querida Mariana: el jardín es el espacio más sagrado de la casa. Mi tía Eugenia insistía en que Dios estaba en el oratorio, pero Matilde, que era muy traviesa, preguntaba: “¿Qué no Dios está en todas partes?”. La tía tosía, con nerviosismo se limpiaba una perla de sudor que aparecía en su frente, y justificaba su dicho con que Dios estaba más contento en el oratorio por las imágenes, por las veladoras, por las oraciones y por el silencio. Matilde, sabiéndose ganadora, sonreía y soltaba la última pedrada: “¿Por qué entonces Dios no creo el Oratorio Terrenal para que vivieran Adán y Eva?”. Yo me quedaba callado y pensaba que los oratorios son oscuros y Dios, sobre todo, debe sentirse a gusto en lugares donde la luz se inflama, donde el viento corre libre.
Desde los orígenes, mi niña bonita, los hombres tenemos a los jardines en el corazón. Ya te conté que mi mamá (cuando vivimos en un departamento pequeñísimo, en Puebla) llenó el pasillo de macetas y, en la azotea, en la jaula para secar la ropa, creó un jardín que en mucho se acercaba a la idea que tengo del Paraíso (sin leones, pero con mariposas y con catarinas).
Mi mamá me enseña, a todas horas, que cualquier espacio tapizado con cemento puede transfundírsele vida a través de las plantas. Una pared mohosa adquiere la sonrisa de Dios cuando mi mamá cuelga una maceta con una begonia o con una orquídea.
Pero mi mamá no descubrió el helecho de oro, ¡no! Es algo que los hombres traemos en el inconsciente general, en nuestros genes.
El otro día fui a la casa de Danik. Vos conocés su casa y sabés que en el frente existe un jardín, que es como un saludo afectuoso. El papá de Danik respetó un árbol de chulul, enorme, bellísimo y le creó una rotonda donde hay bancas y hasta una mesa para tomar un vaso de taxcalate o una cerveza antes de la comida.
Cuando a Roxana, en un taller de literatura, le pedí una definición de tristeza ella dijo: “Una casa sin jardín”. Me pareció una definición certera. El otro día, cuando peleaste con aquél que te conté, así miré tu carita: sin helechos, sin colas de quetzal. Cuando estás contenta tu rostro es como un puente colgante de los Jardines de Babilonia, como un “tablón” lleno de claveles rojos. Por esto digo que un jardín es a la casa lo que la sonrisa es a tu carita.
Cada cultura tiene su modo de ser. Los franceses tienen jardines geométricos, bien delimitados; los japoneses son minimalistas, apenas un haz de bambúes en medio de un mar de arena blanca; pero los comitecos somos desordenados. Los jardines comitecos crecen al amparo de la mano de Dios, crecen como crece la hierba, como crece el afecto (sin medida ni distinción). A mí me emociona cuando entro a una casa comiteca antigua y miro lo atrabancado del diseño de su jardín. Los jardines de nuestras casas viejas tienen la misma emoción con que crece la naturaleza en el monte: acá un puñado de mastuerzos enredado en un cordón de San Francisco; más allá un tulipán juntito a un macollo de “chuchitos”; al lado de la pared una enredadera que da espacio a un macizo de quiebracajetes y pensamientos; y en lo alto de la barda, como si fuese un eterno vigía, el estallido de una buganvilia morada. ¡Ah, qué maravilla! ¡Qué tapete tan barroco, qué revoltijo de colores y de aromas, que tachilgüil tan lleno de vida!
En la medida que hemos sido respetuosos de los árboles de chulul y de tenocté hemos respetado la vida y nuestra identidad. Ahora hay una tendencia contemporánea en copiar los diseños. Conforme la globalización se mete en nuestras habitaciones, así se introduce un deseo de modificar nuestra esencia. Los jardines comitecos de las casas modernas han seguido los modelos “internacionales” y han dejado de lado el amontonamiento churrigueresco que nos otorgaba personalidad. No sé, pero los pájaros y mariposas y babosas y cargapalos y catarinas y abejas no encuentran divertido jugar en espacios donde el orden impera. Los animalitos están felices en lugares donde el viento se desparrama sin ataduras.
Basta mirar el tronco de un árbol para entender que la simetría no es esencia de la naturaleza. Los troncos y ramas se extienden torcidas, sólo para reafirmar el espíritu chueco del hombre. Los franceses buscaron, a través de lo geométrico, ¡lo perfecto! ¿Has visto cómo es el humor de los gringos y, no se diga, de los ingleses? Es un humor “geometrizado”. Los comitecos poseemos un humor muy cercano a nuestros jardines antiguos: ¡lleno de desborde y de luz! Por esto, nuestro humor es único y reconocido en toda la república como algo especial. ¿Sabés por qué tenemos un humor tan especial? Porque en los jardines de nuestras casas hemos bebido trago, hemos bailado y nos hemos botado de la risa (cuando sacamos una mesa de madera, con mantel blanco, y, debajo de un árbol de durazno, celebramos el cumpleaños del abuelo); y hemos llorado (cuando, a media noche, nos sentamos en una mecedora y miramos el cielo lleno de estrellas y lamentamos una ausencia). Esta cercanía nos ha contagiado de ese desorden de Paraíso Terrenal.
“¡Mirá!”, dijo Danik y yo volteé la mirada y vi el deslumbre de un colibrí. El ave, con ese movimiento de ala de mar, de ola de viento, libaba el centro de una flor del Paraíso. No era casual, nada es casual en una tarde sosegada. Danik y yo platicábamos en el centro del jardín de su casa, debajo del árbol de chulul; mirábamos el tronco que, en el misterio del crecimiento, ha engrosado. Por desgracia, nuestra identidad comiteca no ha tenido el mismo crecimiento, no hemos dejado que su tronco se llene con esas capas rugosas que impide el deterioro de su corazón.
Cada vez que un comiteco construye una casa moderna y permite que el arquitecto “diseñe” la copia de un jardín pulcro acorde a la tendencia estética ¡perdemos un poco de lo nuestro!
Vos y yo sabemos que lo moderno ¡es bonito!, y esta “belleza” nos seduce y nos atrapa con su falsa fachada. Cuando entramos a una casa con diseño contemporáneo disfrutamos la pulcritud de su traza. El brillo de las losetas “porcelanite” nos hace olvidar la opacidad de nuestros ladrillos; la pulcritud de sus jardines “franco-japoneses” nos oculta el desmadrito con que crecían las plantas en medio de verjas hechas de madera húmeda. Ahora las piedras de río que colocamos en nuestros jardines las pulimos y evitamos que el moho las cubra. Ahora todo es aséptico.
Tal vez no lo has notado (porque sos muy jovencita y has crecido en esos jardines “importados”), pero el modo de ser de los comitecos ¡ya es otro! Antes, éramos como más espontáneos, como más luminosos, como menos cuadrados. ¡Claro, estábamos hechos a semejanza de los jardines de nuestras casas! En nuestro corazón jugaban las catarinas, y los colibríes libaban la miel de nuestro espíritu. Ahora, ¡qué pena!, nos hemos convertido en “minimalistas”.
El otro día, Ramiro (desde Huatulco) me dijo que estaba triste y medio encabronado. Vio unas fotografías del parque de San Sebastián y reclamó la modificación que se le hace. Me pidió mi opinión. Le dije que no podía externarla hasta que el trabajo de remodelación esté concluido. No obstante, pasé ayer en la tarde y te cuento que vi al parque más lleno de aire. Como que esta “chaineadita” le hará bien a este jardín público. El reclamo de Ramiro iba en el sentido de que nos modifican los espacios que son sagrados; pero parece que, en este caso, el parque de San Sebas gana en luz, aunque, también, ha ganado en cemento (¡Dios mío!). Espero que Luis David tenga la suficiente capacidad para llenar de verde el espacio faltante. Al menos, la tarde que anduve por ahí miré que los pajaritos volaban felices como si fuesen tiucas, como si fuesen canto de cenzontle. Falta ver cómo el arquitecto Luis David Ramírez (encargado de la obra) resuelve la propuesta donde el nombre de Rosario Castellanos tendrá un espacio especial. Recordemos que esta remodelación es parte del proyecto conocido como Ciudad Rosario.
El reclamo de Ramiro es justificable. Los comitecos conscientes siempre están atentos a que nuestros jardines no sufran deterioro y permanezcan intocados, hasta donde es posible. Entiendo a Ramiro, cada vez que nos cambian algo nos tuercen el destino. Los que tenemos más de cincuenta años de edad recibimos con molestia el paso de la escoba. A veces como que nos acostumbramos al polvo y a la nostalgia de la telaraña. Pero, estos tiempos son otros tiempos y, a veces, las sacudidas botan hojas secas y dejan los caminos para los renuevos.
Espero (y deseo) que la modificación del parque de San Sebas sea para iluminar nuestro espíritu y que el día que Ramiro venga a Comitán se siente a gusto en una banca de ese parque y coma una su paleta de chimbo y recuerde, con gusto indecible, cuando caminábamos en ese parque a la hora del recreo, a la hora en que los alumnos de la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz comíamos las “gorditas” que hacían las madres del Niñito Fundador. Espero que Ramiro se siente (con la misma alegría con que me senté esa tarde) y reciba el abrazo generoso del viento de este pueblo, ¡su pueblo!
A veces sueño que llegó a la casa de Hugo Albores y de la maestra Martita Amezcua, entró y me siento frente a un muro verde que tienen en su jardín. La enredadera tapiza toda la barda, es como una cascada de hojas que cae con la misma fuerza con que cae el agua en El Chiflón. Sueño que practico el arte de La Contemplación, como si fuese un lama, como si fuese un gurú japonés. A veces, como sucede en los sueños, aparezco en otro espacio y ese muro verde es el corredor de la casa donde crecí y miro a mi papá, lo veo, en mangas de camisa, con su chaleco, regando las plantas del patio central de la casa. Sé que ahí está Dios. Sonrío. Doy gracias por vivir en este maravilloso pueblo. A veces despierto, corro a la ventana del cuarto y miro que, en el pequeño patio de mi casa, hay un amontonamiento de macetas con flores que ha sembrado mi mamá. Sonrío. Abrazo a mi mamá. Sé que ahí está Dios.
Posdata: Fui a la casa de Danik y cuando me despedí, cuando comencé a subir por “la bajada” de La Pila, ahí por donde está la calle “Del Resbalón” me sentí bien. Respiré hondo. Supe que ahí también está Dios y, como decía la tía Eugenia, no sólo en los jardines está, también está en los oratorios, en medio de veladoras y de sombras que iluminan los Cristos de yeso que, casi siempre, tienen escarapelada una parte del rostro o de las manos o de los pies. Como que a estos Cristos les hace falta un poco de sol, un poco de viento del jardín de la casa. Como que les duele el encierro.