viernes, 7 de septiembre de 2012

ENTRE MATRACAS Y ALHELÍES




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como la bandera de Francia y mujeres que son como la bandera de México.
A la mujer bandera de México le encanta recibir el viento en balcones, ventanas y andar enredada en astas bien enhiestas. A veces, los vientos le provocan roturas. Se sabe que quien se arriesga al huracán puede perder la ropa, pero ¡jamás la dignidad! Así, desnuda, plena, con las cicatrices de la pólvora, se extiende al aire, como si fuese ala de gaviota, rama de mirto, hoja de eucalipto.
El mes de septiembre es su mes. No sólo tiñe de rojo su entrepierna, sino, también, abre su corazón al blanco y al verde. ¡Ah, cómo disfruta ser la piedra más hermosa de este territorio! En avalancha baja y sube por las lianas del castillo y de la montaña, y los niños, ¡atolondrados, relucientes, fastidiosos!, corren por la ladera y la toman de la mano y juegan con ella y cantan: “Lavandera mía, lavandera mía, te subo por la ladera mientras mi corazón pía, pía”.
Es la mujer consentida de la patria, la más amada. Su amado la sostiene entre las manos, como si fuese un relicario, como si fuese un cartapacio lleno de viruta y de agua.
Como siempre sucede, el Poder la entroniza, la llena de un olor a incienso que la hace toser y la encapsula. Una vez vi a una mujer bandera de México metida en una vitrina, en la oficina de un poderoso gobernante. Le vi su cara triste. Pensé: “Pobre mujer, qué pecado cometió para estar encerrada”. ¡Ah, qué pena! Ella, cuya vocación es el vuelo del colibrí y el canto del cenzontle, andaba arrumbada en una esquina oscura. Otra vez, ¡qué pena!, vi cómo la arrastraban hasta un ataúd y la obligaban a abrazar la tapa, como si ella fuese la viuda, como si ella, con el abrazo, ayudara a Lázaro a recuperar la vocación de la vida. Ella, qué pena, amarrada a cadenas que imposibilitan su vuelo. Por esto, la mujer bandera de México recupera su brillo cuando se convierte en rehilete de hojalata en las manos de los niños y de los que la aman como si fuese un libro para contar las historias de los sobrevivientes.
Envuelta en las palabras más olorosas, ella se despliega como un cucurucho en los mercados, en las plazas llenas de globos y en las cantinas donde los borrachos la eximen del pecado. Envuelta en los soles más tiernos vuela en el confeti de las palmeras y en las hojas de los nomeolvides.
No hay mujer más generosa; no hay amada más laberinto que el Minotauro de su mano izquierda; no hay hueco más luminoso que el centro de su espiral.
Mujer deseada por los que tienen mares turbios, por los que inventan existencias de desierto, por quienes caminan por sombríos retratos. Mujer que cambia el color del cielo por uno más lleno de olivos y granates.
Ella baila al son que le toquen, pero, nosotros, los hijos de esta tierra con aroma a rostro de selva, sabemos que prefiere esa cuerda de árbol que se llama marimba. Ah, cómo baila al ritmo de Las Chiapanecas, cómo avienta la escuadra de viento al ritmo de una de los hermanos Domínguez, cómo mueve su cintura de jícara al ritmo de Comitán.
A veces, hígados cabrones estiran su ojo rojo y pretenden opacar su verde anzuelo y su blanco zanate deslavado, pero ella resiste, su trenza es más larga que la desesperación, su distancia más puente que el sótano, su corazón más esplendente que la madrugada. ¡Ah, mujer prodigio, que Dios bendiga tu abandono de calle aletargada!
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como novela a la fuerza, y mujeres que son como cuento sin final.