lunes, 3 de septiembre de 2012

VIENTOS DE AZOTEA




Mi abuelo contaba cuentos extraños y maravillosos. Para reforzar lo extraño de sus historias nos reunía en la azotea de la casa. Así, mientras veíamos los tinacos y bandadas de gaviotas, el abuelo sacaba una libreta de la bolsa de su camisa, cerraba los ojos, abría la libreta al azar y contaba la historia del día (muchos años después, una tarde después de la cremación del abuelo, Elena halló la libreta en una gaveta y descubrió que no contenía historia alguna. Elena corrió a darnos la noticia, pero la quedamos viendo con cara de sábana de motel. Todos sabíamos que el abuelo nunca aprendió a leer. Fue revolucionario. ¿Quién -Dios mío- quiere aprender a leer cuando lo único que urge es reconocer el olor del enemigo? ¿Ustedes sabían que el abuelo inventaba las historias?, preguntó Elena. Todos nos sentamos y nos recargamos en la base de cemento que sostiene los tinacos, y nada dijimos. Nos habíamos reunido para esparcir las cenizas del abuelo. Martha -la consentida- chupándose los mocos, abrió la urna y pidió que colocáramos las manos para recibir lo que nos tocaba del abuelo. Repartió por partes iguales. ¡Miren!, dijo Elías, y señaló el cielo con un movimiento de cabeza. Detrás de los tinacos de las demás azoteas vimos aparecer una bandada de gaviotas, eran como pañuelos blancos despidiendo al abuelo. Martha lloró más. Cuando todos tuvimos el puño de ceniza en nuestras manos, Miguel preguntó qué haríamos. Alfonso dijo que cada uno podía hacer lo que quisiera, porque, preguntó, ¿el abuelo no nos dictó su última voluntad, verdad?
Cada uno de nosotros tenía una historia favorita. Esa tarde de ceniza entendimos que esa era nuestra herencia. Por esto, Alfonso tenía razón, cada uno podía hacer lo que quisiera con su parte. Elena, sosteniendo la ceniza del abuelo como si fuese un pollito, dijo que tenía la certeza de que su parte de ceniza tenía algo del corazón del abuelo y llevó sus manos al oído para escuchar algún latido. Eugenio, el más cabrón de los primos, rió y dijo que su parte de ceniza olía al pene del abuelo, elevó las manos como si fuese un oficiante y dijo: “Polvo eres y polvo serás” y tiró la ceniza sobre el agua de la cubeta que usaba la tía Romelia para lavar los calzones de toda la primada. Todos callamos. Eugenio se sentó y dijo: “a partir de hoy esta azotea tiene un hueco”. El agua de la cubeta tomó un color cenizo, pero, al rato se diluyó, la ceniza quedó en el fondo y el agua retomó su transparencia. El abuelo era como un ahogado.
Las historias del abuelo eran extrañas. Tal vez por esto nos reunía en la azotea. Arriba, más allá del patio y de las escaleras, el viento tiene una consistencia diferente, es una liana de aire más suelta, menos asfixiada.
Cada uno de nosotros se quedó con un cuento especial. Lo sabíamos. Por eso, esa tarde, decidimos, al caer la noche, prender una fogata y, cada uno, contar su historia especial. Pero cuando Elena comenzó a contar la historia del gato que se creía vampiro, casi a la mitad del relato dijo que no recordaba el final. Perdón, dijo, no sé qué pasa, pero no sé cómo continúa. Alguno de ustedes ¿puede ayudarme? Pero nadie recordaba ese cuento. Así, uno a uno intentamos contar nuestra historia, como un homenaje al abuelo, pero a todos nos pasó lo mismo, cuando estábamos a punto de terminar la historia algo sucedía y nos quedábamos en blanco. ¡Puta madre!, dijo Eugenio. Le estamos haciendo al pendejo, nosotros no somos el abuelo. Se paró y bajó corriendo, limpiándose los ojos, con coraje. Todos nos paramos y fuimos, poco a poco, abandonando la azotea. Fui el último en bajar. Al final sobre el círculo donde habíamos estado quedó un “montón de montoncitos” de ceniza. Dejamos un paisaje de volcanes enanos. Sólo en el lugar de Eugenio quedó algo como un vacío.
Al bajar por la escalera me hice la promesa de contar la historia de mi herencia en una Arenilla. Pero no he podido hacerlo, porque cuando inicio, un terror de vacío me persigue y tengo miedo en llegar a una línea, cercana al final, y no saber cómo termina.
No sé por qué, pero los montoncitos de ceniza persisten hasta ahora, después de veintiocho años del fallecimiento del abuelo. Esa noche de ceniza llovió, llovió como nunca. A la mañana siguiente subí a la azotea y, cuando puse mis manos sobre el último peldaño de la escalera de incendio y asomé la cabeza, miré que ¡ahí estaban! Como si la ceniza del abuelo hubiese sido cemento el agua de lluvia la había fraguado. A veces he descubierto que las gaviotas bajan a la azotea y se paran sobre los volcanes. Las veo mover su cabeza y sus alas de manera leve, casi casi como si escucharan algo. Pero digo que es una pendejada lo que pienso. Corro, con los brazos abiertos, y las espanto. Entonces, con una franela y un poco de agua, limpio los volcancitos y elimino las cagadas de los pájaros hijos de la chingada.